La construcción del modelo económico social en la Argentina

a. Desde la consolidación del capitalismo hasta la Primera Guerra Mundial

Argentina comenzó a insertarse en el mercado mundial en una época cuyas características eran la creciente integración de los mercados y el rápido crecimiento de la producción. Los capitales circulaban libremente entre las naciones,

permitiendo a los países endeudarse a un ritmo mayor que en cualquier momento del siglo XX (Gerchunoff y Llach, 1998). 1

Gran Bretaña era, indudablemente, el líder mundial, pese a la riqueza creciente de los Estados Unidos. Este liderazgo indiscutido sentaba sus bases no sólo en la importancia de su industria: Londres era además el centro financiero mundial y, como tal, regulaba el sistema de patrón oro que regía en todo el mundo. Argentina, como otros países productores de materias primas y alimentos, se especializó exactamente al revés que Gran Bretaña: produciendo lo que ésta demandaba y demandando lo que ésta producía.

Se formalizó de esta manera una relación bilateral en la cual el lugar ocupado por la Argentina en la división internacional del trabajo estaba bien definido: era el productor agropecuario e importador de productos manufacturados de la “fábrica del mundo” y por lo tanto las escasas y rudimentarias artesanías regionales fueron decayendo hasta casi desaparecer.

El Estado nacional no fue un observador impasible de estos cambios, sino un actor firmemente involucrado en asegurar que la Nación obtuviera y conservara este papel considerado de privilegio en el concierto internacional. 2

Desde 1880 se configuró un nuevo escenario institucional, cuyos rasgos perduraron largamente. (…) Como ha mostrado Natalio Botana, se aseguraba allí un fuerte poder presidencial, ejercido sin limitaciones en los vastos territorios nacionales y fortalecido por las facultades de intervenir las provincias y decretar el estado de sitio. Por otra parte, los controles institucionales del Congreso y sobre todo la exclusión de la posibilidad de reelección aseguraban que este poder no derivara en tiranía. (Romero, 1994).

Avalado por sus facultades, el Estado promovió activamente la inmigración a fin de proveer la mano de obra que la extraordinaria expansión económica de la época requería. Expandió los ferrocarriles otorgando a las empresas británicas exenciones impositivas y tierras a los costados de las vías. Las inversiones extranjeras fueron gestionadas y promovidas con amplias garantías. Las tierras ganadas al indio en la llamada “Conquista del Desierto” (aptas para la explotación agropecuaria) 3 fueron transferidas en grandes extensiones y a bajo costo a particulares generalmente bien relacionados con el poder político. Los importantes edificios y obras públicas de la época muestran la determinación de identificarse con la cultura y la civilización europeas. El Estado se encargó, en definitiva, de poner en marcha los mecanismos necesarios para hacer de la Argentina una Nación moderna, según el ideario liberal de la época.

Eso estaba lejos del liberalismo en estado puro con que a veces se identifica a la Generación del 80. En todo caso, era un liberalismo pragmático –acaso influido por los éxitos del desarrollo alemán- y dispuesto a abandonar cualquier aspecto doctrinario que se opusiera a la obsesión por el progreso. (Gerchunoff y Llach, 1998)

El sistema institucional era perfectamente republicano, pero los mecanismos electorales de la época y sobre todo la fuerte presión del gobierno sobre los mismos, impedían en la práctica la llegada al poder de eventuales competidores. En la cima del poder, la selección de posibles candidatos pasaba por el presidente, los gobernadores y algunos otros prestigiosos funcionarios, un selecto y pequeño grupo de notables cuyo espíritu de cuerpo fue caracterizado por Natalio Botana.

En los niveles más bajos, la competencia se daba entre caudillos electorales, que movilizaban maquinarias aguerridas, capaces –con la complicidad de la autoridad- de asaltar atrios y volcar padrones. (Romero, 1994).

Al revés que en Europa, donde el derecho al voto fue duramente exigido y conquistado mediante procesos democratizadores, aquí la manipulación del sistema electoral descansaba sobre la apatía generalizada del electorado.

Para 1890 comienzan a sentirse las frustraciones del proyecto inmigratorio, que había sido vivido por los nativos como “invasión”. La enorme masa de inmigrantes tampoco demostraba interés alguno en adquirir la ciudadanía ni en integrarse culturalmente a la nación que los había recibido (al menos en el discurso) con los brazos abiertos. Era necesario homogeneizar y dar forma a esa masa inculcándole los valores “nacionales” que el Estado consideraba imprescindibles. Los mayores esfuerzos se volcaron hacia la educación primaria, buscando integrar y nacionalizar a todos los niños hijos de extranjeros. La Ley 1420 de 1884 impulsó la educación laica, gratuita y obligatoria, desplazando no sólo a la Iglesia Católica sino también a las colectividades extranjeras y sobre todo a los grupos políticos contestatarios, de los cuales los anarquistas eran particularmente preocupantes por tener un proyecto de sociedad definidamente revolucionario. 4

La Ley de Registro Civil y de Matrimonio Civil le restaron a la Iglesia Católica la presencia hasta entonces excluyente en los actos fundamentales de la vida humana (nacimiento, casamiento, muerte). La Ley de Servicio Militar Obligatorio, por último, colocaba a todos los hombres llegados a la mayoría de edad bajo la tutela del Estado para ser adiestrados en el uso de las armas, pero también disciplinados, controlados y “argentinizados”.

De este modo el constante flujo de inmigrantes era absorbido por una estructura institucional capaz de formar con ellos (o al menos con sus hijos) ciudadanos útiles al proyecto que la elite dirigente había decidido llevar adelante. 5

Sin embargo, no todo era perfecto en este modelo en el cual la presencia del Estado parecía llenar todos los resquicios de la vida social.

A pesar del cuadro general de progreso permanecieron, e inclusive se acentuaron, graves desigualdades. Sobre todo, se profundizaron las diferencias entre Buenos Aires –o más ampliamente el Litoral- y provincias cuya hora de esplendor ya había pasado. Santiago del Estero, el Noroeste argentino y Corrientes perdieron rápidamente posiciones. (Gerchunoff y Llach, 1998).

En torno a esas zonas ahora ricas se asentaron las primeras industrias, en general manufacturas de productos alimenticios que no competían con la producción importada de Gran Bretaña. Por consiguiente, allí se establecieron también las primeras concentraciones importantes de obreros. No tardaron en aparecer los primeros sindicatos, dominados por socialistas y anarquistas, en su mayoría extranjeros hasta ese momento, y con ellos los reclamos para conseguir mejoras en los salarios y condiciones de trabajo se expresaron a veces violentamente. El conflicto social aparecía con fuerza en una sociedad aparentemente próspera pero con enormes desigualdades.

A comienzos del siglo XX, el aumento de la conflictividad social llegó a preocupar seriamente a la élite dirigente.

Una gran huelga en noviembre de 1902 provocó una reacción inmediata en la elite local que, en pocas horas, votó la Ley de Residencia, que autorizaba a expulsar a cualquier extranjero indeseable. La imagen repetida de inmigrantes anarquistas o socialistas revolucionarios que “contagiaban” a los pacíficos trabajadores, orientó las actitudes patronales hacia el enfrentamiento social. Las huelgas continuaron in crescendo y la represión se hizo más dura. La protesta social se extendió hasta los más variados ámbitos de la vida urbana y se desató bajo la forma de una huelga de inquilinos en 1907; los habitantes de los conventillos se quejaban tanto de las condiciones de trabajo como de las condiciones de vida que les imponía la codicia de los patrones. (Schvarzer, 1996)

Los cuestionamientos al sistema electoral fueron también cada vez más difíciles de contener. En 1890 y en 1905 sendos levantamientos de la Unión Cívica Radical, si bien fueron reprimidos con éxito, habían encontrado en la sociedad un inesperado eco. Es que

las tensiones que recorrían la sociedad, que expresaban su creciente complejidad, y la cantidad de voces legítimas que buscaban manifestarse, resultaban más violentas y amenazantes de lo que intrínsecamente eran, por la escasa capacidad de los gobiernos para darles cabida y encontrar los espacios de negociación adecuados. (Romero, 1994)

Con la reforma electoral de 1912 se abrió en la Argentina una dificultosa etapa en la cual la convivencia política sería más una expresión de deseos que una realidad. Para el partido gobernante, ceder su lugar de conductor de los destinos nacionales era poco menos que impensable y el avance del radicalismo como expresión de una clase media en ascenso no fue realmente tomado en serio hasta su inobjetable triunfo en las urnas, que marcó el final de una época donde primaba la estabilidad política, aunque sin consenso popular.

En materia económica, también estaba llegando a su fin una etapa: la del crecimiento económico relativamente fácil enmarcado en un esquema internacional estable donde las reglas de juego eran claras y respetadas por todos los participantes. La brillante etapa que luego sería recordada con nostalgia como la belle époque. 6

La guerra puso de manifiesto en forma aguda un viejo mal: la vulnerabilidad de la economía argentina, cuyos nervios motores eran las exportaciones, el ingreso de capitales, la mano de obra y la expansión de la frontera agraria. La guerra afectó tanto las cantidades como los precios de las exportaciones, e inició una tendencia a la declinación de los términos de intercambio. (Romero, 1994)

Final de una etapa, aunque no fuera percibido de esta manera por la elite dirigente, que esperaba, según coinciden todos los testimonios, que el rumbo de la economía “volviera a la normalidad”. 7