De contribuciones y contribuyentes a principios del siglo XIX

Comerciantes y revolución en la campaña de Buenos Aires

 

Andrea Rosas Principi*

I

 

Hace ya casi tres décadas, la renovación de la historiografía vinculada con el estudio del mundo rural rioplatense de fines del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX, contribuyó a modificar la imagen de la estructura agraria pampeana. Las visiones de una estructura productiva tradicional de grandes propiedades dedicadas exclusivamente a la ganadería y una sociedad simple y polarizada en peones “vagos y mal entretenidos” y todopoderosos estancieros ausentistas fueron cuestionadas a la luz de nuevas preguntas y nuevas fuentes. El resultado: una economía de pequeñas y medianas explotaciones donde la combinación de tareas de labranza y cría de ganados para el autoconsumo y el mercado urbano convivía con algunas grandes propiedades y daba forma a una sociedad por demás heterogénea. Así, a partir del análisis de las características demográficas y económicas de ese mundo, los trabajos inscriptos en esta renovación mostraron tanto la complejidad de los procesos de expansión rural como la diversidad de los actores implicados en ellos. Y desde entonces, muchas investigaciones han coadyuvado a complejizar la visión de la sociedad y la economía rural rioplatense.

 

En los últimos años, los estudios de historia rural, comenzaron a centrar su atención en el análisis de las distintas relaciones entabladas entre la economía y la política durante la crisis del imperio español y la posterior reconstrucción de un nuevo orden reconocido en la campaña. En este marco, se están estudiando las bases locales del “nuevo orden”, la conflictividad sociopolítica y el ejercicio de la justicia en el mundo rural, la sociabilidad política pueblerina, el accionar del clero y las características socioeconómicas de las nuevas autoridades. Desde distintos enfoques, estos trabajos empezaron a abordar las formas que adoptó este proceso de construcción de un nuevo orden conectándolo con las características de la sociedad y la economía del periodo, a partir del análisis de los actores sociales involucrados en estos procesos, de sus prácticas y de sus experiencias[1].

 

Siguiendo esta línea de investigación, el horizonte último de nuestro trabajo apunta a conectar las dimensiones sociales, económicas y políticas en el estudio del comercio minorista de la campaña porteña. En función de ello, en esta oportunidad, el análisis de fuentes documentales de orden fiscal y judicial nos permitirá inscribir en el marco sociopolítico las prácticas y estrategias económicas de los pequeños y medianos comerciantes de la campaña de Buenos Aires, en los convulsionados años centrales de la década de 1810.

 

II

 

A principios del siglo XIX, en un territorio que comenzaría a expandirse poco a poco, labradores y pastores, funcionarios y curas, jornaleros y arrendatarios, zapateros y sastres, carpinteros y albañiles, y hasta médicos y músicos convivían en los poblados más cercanos a la ciudad, en la campaña repleta de ondulaciones y ríos del norte o dispersa en la planicie horizontal con lagunas del sur[2]. Junto a esta creciente y cada vez más heterogénea población rural, muchos otros pobladores, a tiempo completo o parcial, conformaron un amplio tejido de comercialización que buscaba ocuparse de los intercambios comerciales en la campaña de Buenos Aires, en distintas escalas y manejando diversos recursos.

 

Solos o con sus propias familias, los pocos agregados que con ellos vivían y algún eventual dependiente, estos intermediarios se distribuyeron desigualmente al interior de la campaña. A principios de siglo, entre 1813 y 1815, la mayoría de ellos estaban asentados en el norte del hinterland porteño o en las cercanías de la ciudad de Buenos Aires en proporciones más significativas que en el oeste o en la frontera sur[3]. Los diversos procesos de poblamiento y puesta en producción de las distintas áreas de la campaña, junto con un mayor desarrollo de las funciones urbanas en algunos partidos del norte y de las cercanías debieron influir en la concentración diferencial de los comerciantes en esas zonas. Precisamente, el norte del hinterland porteño y las inmediaciones de la ciudad reunían respectivamente el 27% y el 35% de los intermediarios censados en los padrones de población de la campaña efectuados en esos años, mientras que el oeste concentraba un 17% de ellos y el restante 21% residía en el sur de la campaña.

 

Para cualquier habitante rural, iniciarse en la actividad comercial suponía, en esos años, una inversión bastante modesta. Un reconocido viajero indicaba que sólo eran necesarios unos doscientos pesos para abrir un negocio, “modesta suma ‘que cualquiera le presta’”[4]. Precisamente, la mayoría de las veces, buena parte del capital inicial (tanto en dinero efectivo como en mercaderías) le era adelantado por algún otro comerciante, fuera éste un simple intermediario rural que había logrado acumular unos pocos pesos o un destacado mercader de la ciudad que deseaba ampliar sus beneficios y su esfera de influencia. Como bien sabemos, estos mecanismos de habilitación permitían conformar las “sociedades a partir utilidades” con que muchos intermediarios iniciaron sus actividades.

 

Con un promedio que rondaba los seiscientos pesos de capital de giro destinado a sus “casas de comercio”, los comerciantes del hinterland porteño se dedicaron al comercio invirtiendo en sus negocios desde un exiguo caudal hasta varios cientos e incluso algunos miles de pesos[5]. Un pequeño grupo de traficantes y mercachifles -que representaban poco más del 2% de los intermediarios registrados en los padrones de población de mediados de la década de 1810- se dedicó a un tráfico ambulante y bastante limitado en el que manejaban inversiones que no llegaban a los trescientos pesos de capital de giro. Su presencia era proporcionalmente mayor en los partidos de las cercanías de Buenos Aires, en algunos pagos del oeste y en la frontera sur que comenzaría a expandirse en estos años. Este reducido grupo de pequeños vendedores contaba, por lo general, con un patrimonio total que no alcanzaba los mil pesos o incluso apenas rondaba ese monto, siendo dueños de unos pocos bienes de uso personal más allá de la casa o rancho “de su morada” y de los efectos y existencias que tenían a la venta en sus negocios.

 

Pulperos, tenderos y tratantes dispersos por toda la campaña formaban parte del grupo mayoritario de intermediarios rurales, dedicándose a un comercio a mediana escala vinculado tanto con el suministro de algunos bienes para el mercado de la ciudad de Buenos Aires como con el abastecimiento de la población de la campaña. Representando alrededor del 68% de los comerciantes rurales registrados en los padrones de 1813-1815, en su mayoría giraban entre trescientos y seiscientos pesos en sus negocios. Con sumas que iban de los mil a los dos mil pesos de patrimonio total, estos comerciantes eran dueños de alguna carreta con la que salían a recorrer la campaña en tiempos de siega y unos pocos animales o algunas cuartillas de trigo, aparte de sus propias viviendas y comercios. En ocasiones, los más capitalizados poseían además de algún sitio o bien de dos o tres cuartos de alquiler.

 

Alrededor de una cuarta parte de este grupo de medianos comerciantes habían invertido algunos pesos más en sus comercios, entre seiscientos y novecientos pesos de capital de giro, y tenían a su disposición un patrimonio total que iba de los tres mil y hasta unos cinco mil pesos. Sus bienes incluían más de un inmueble: a la casa propia sumaban otra vivienda en el mismo pago o en Buenos Aires o bien algún terreno en el que pastaban sus pocos animales y/o sembraban sus fanegas de trigo. Por otra parte, entre los “efectos” de sus comercios encontramos no solamente aquellos productos que demandaba para su consumo la población rural[6] sino que también comenzaba a aparecer algo de trigo “comprado a partir utilidades”, algunos cueros o carretadas de leña “en la tienda”[7], pequeños indicios que nos remiten al papel destacado que estos comerciantes jugaron como acopiadores de la producción rural destinada al mercado urbano. Al tiempo que actuaron como habilitadores de la producción mediante el otorgamiento de créditos o participaron directamente en las actividades agropecuarias[8]. El acervo a disposición de estos medianos comerciantes les había permitido además comprar cuando menos otra carreta e inclusive ser dueños de un esclavo, signo bastante claro de la rentabilidad de sus negocios. Bien sabemos que los esclavos eran, detrás del ganado, una de las principales formas de acumulación de capital entre los productores rurales[9].

 

Por encima de estos medianos intermediarios, varios otros giraban cantidades más importantes de capital en sus comercios conformando un sector de (comparativamente) “grandes” comerciantes rurales, que en la mayoría de los casos había invertido entre novecientos y dos mil cien pesos de capital. Vinculados a un comercio de alcance bastante más amplio y de una envergadura económica mayor que aquellos otros intermediarios que habían destinado sumas más reducidas al giro de sus establecimientos comerciales, este grupo representaba poco menos del 30% de los intermediarios censados en los padrones de la década de 1810. Una mayor proporción de esclavos (entre dos y tres individuos) y de dinero destinado a la compra de medios de transporte -que en ciertos casos incluía un par de embarcaciones y que les permitía precisamente ampliar el alcance de sus actividades comerciales- así como la presencia más asidua de trigo, leña, cueros y sal almacenado en sus negocios aparecen como los aspectos más destacables de los inventarios de bienes de estos “grandes” mercaderes de la campaña que contaban con patrimonios totales de entre siete mil y 10/12mil pesos[10].

 

Un sector proporcionalmente muy reducido de estos “grandes” comerciantes rurales manejaban giros que superaban los dos mil pesos de capital, concentrándose especialmente en los partidos de la campaña cercana más vinculados con los circuitos de abasto del mercado urbano, en aquellos del norte ligados al tráfico regional y en los que servían de avanzada en la colonización de las nuevas tierras más allá del río Salado. Apenas algunos dos o tres intermediarios forman parte de este grupo que poseía 20mil pesos o más de patrimonio total, repartido en casas en el pago de la campaña donde residían y otras en la ciudad-puerto, tierras y varios esclavos, así como algunas carretas o canoas. Sin embargo, no sólo la mayor proporción de unos bienes que eran comunes a la mayoría de los comerciantes rurales distinguía a estos mercaderes. Habiendo ya salvaguardado una parte significativa de sus caudales por medio de la inversión en bienes menos rentables en lo inmediato que el comercio, pero a largo plazo mucho más seguros, estos pocos mercaderes fueron los únicos que -a diferencia de quienes contaron con sumas de patrimonios totales más reducidas al momento de su fallecimiento- participaron en más de un emprendimiento comercial: bien sea abriendo otro comercio por sus propios medios o en sociedad, bien sea actuando como habilitadores “a partir utilidades” de otro comerciante rural o instalando alguna tienda en la misma ciudad de Buenos Aires.

 

III

 

Originarios o recientemente llegados a la campaña, en las cercanías de la ciudad, en los poblados del norte, en la frontera sur o aún más allá de ella, en las “tierras nuevas” que empezaban a colonizarse allende el Salado, con apenas una carreta y unas pocas mercaderías, en algún rancho a la vera del camino o con una “casa-pulpería” bien surtida, los comerciantes minoristas rurales buscaron abrirse camino y mantenerse dentro de ese amplio y difuso tejido de comercialización que se conformó en la campaña bonaerense a lo largo de las primeras décadas del siglo XIX. Y es que, a pesar de las escasas necesidades de capital inicial para montar sus negocios, dedicarse al comercio en la campaña de Buenos Aires en los primeros y convulsionados años del siglo XIX no era una tarea sencilla. En buena medida, la diversificación de sus inversiones procuraba enfrentar o evitar los riegos propios de la actividad[11].

 

El profuso, disperso, heterogéneo grupo de pulperos, mercachifles y tenderos que habitaban el hinterland porteño debieron competir por atraer a una clientela que, aunque numerosa, podía escoger a quien comprar los productos necesarios para su abastecimiento personal, a quien solicitar algún dinero por adelantado a cuenta de parte de la producción destinada al mercado, o donde empeñar sus bienes personales cuando así lo necesitaban… siempre y cuando no estuviesen ya endeudados con algún comerciante en particular.

 

En términos generales, las pulperías volantes que recorrían la campaña en tiempos de siega junto con las ventas a crédito, el préstamo de dinero, el empeño de efectos personales y aún el despacho de bebidas y el esparcimiento de los parroquianos actuaron como mecanismos para establecer algún tipo de relación económica entre los pequeños productores y los comerciantes rurales. A través de ellos, los comerciantes buscaban establecer vínculos más prolongados y estables en el tiempo como estrategias para compensar los condicionantes que sobre sus operaciones y negocios imponía el limitado capital de giro que disponía la mayoría de ellos[12]. Sin embargo, muchas de estas prácticas eran “armas de doble filo”. Varias fueron las ocasiones en las que los comerciantes rurales se quejaron por los créditos o fiados difíciles de cobrar. A fines de 1806, Don Gregorio Sánchez -que atendía una pulpería en San Isidro, un partido de los alrededores de la ciudad de Buenos Aires- le reclama a Marcos Telis la cancelación de sus deudas puesto que sólo le había pagado “dos reales de los muchos mas que habia estado debiendo en gastos”[13].

 

Al parecer, eran los mismos mecanismos establecidos para asegurar y ampliar sus negocios los que, paralelamente, ayudaban a generar o incrementar las condiciones de incertidumbre en las que los comerciantes desarrollaban sus actividades. Por otra parte, el robo de bienes empeñados como garantía de pago actuaba intensificando la inseguridad e inestabilidad propias de los tráficos mercantiles en la campaña[14]. En 1817, Don Santiago Villamayon, propietario de una pulpería en San Pedro, relataba a las autoridades el robo del que había sido víctima unas pocas noches antes. En su declaración señalaba que Juan Lucero, un sujeto que días antes le había empeñado algunos efectos personales, “se fue robándome todas estas prendas que eran por las que yo le había dado este dinero, y además de éstas me robó dos pares de espuelas de plata, una sobrecincha de hilo, un chicote con pasadores de plata, una jerga bordada, una camisa, un chaleco y una pañoleta de coco blanco”. Don Santiago mencionó también que le había entregado a Lucero unos cien pesos por las pocas prendas de uso personal que éste había empeñado en su pulpería[15], cifra que equivalía a casi el 30% del capital que giraba en su negocio (trescientos cincuenta pesos). Considerando las limitaciones del giro de Villamayon y los otros bienes en venta que el ladrón sustrajo de la pulpería, difícil habrá sido para Don Santiago soportar la pérdida de capital que el robo le supuso.

 

En 1814, la pulpería que Don Andrés Castro había establecido en el Fortín de Areco -en el norte de la campaña porteña- también había sido asaltada. En su informe del hecho, el Comandante del Fortín reseñaba los artículos hurtados: “una bolsita con doce macuquinos y una pieza de zaraza empezada y más de sobre las tablas dos piezas de zaraza, siete pañuelos de muselina, una apero de montar de su uso, dos piezas de Irlanda de algodón blanco, y siete varas de coco blanco”[16]. Sin dudas, y pese a que Don Castro manejaba su negocio con un giro de unos ochocientos pesos -cifra que superaba la media general de la campaña- el costo de los bienes robados en esta oportunidad más los que le sustraerían en los dos o tres delitos sufridos en el siguiente par de años, importaba una significativa reducción del líquido disponible para el negocio.

 

A las dificultades de cobrar los créditos y fiados y de recuperar el dinero prestado por prendas empeñadas, estos comerciantes sumaban la inseguridad derivada de los conflictos que surgían diariamente a causa de las mismas ventas de sus negocios. Durante las primeras décadas del siglo XIX, este panorama se complicó con el incremento en la campaña de las “gavillas de salteadores”, que encontraban entre los comerciantes a sus principales víctimas[17]. En este contexto, las convulsiones políticas de estos años no hicieron más que sumar nuevos elementos que contribuían a hacer aún más inestable el desarrollo de las actividades mercantiles rurales.

 

IV

 

Desde el establecimiento de un nuevo virreinato con capital en Buenos Aires, las remesas de metálico enviadas desde Potosí se habían convertido en la fuente de ingresos fiscales más importante del gobierno. Sin embargo, en los primeros años del siglo XIX la participación del situado en el presupuesto porteño se redujo drásticamente no sólo por la brusca caída de la producción argentífera sino también por el aumento de los requerimientos financieros de la Corona para enfrentar la coyuntura bélica europea. Para cubrir sus necesidades, el gobierno virreinal recurrió a los ingresos provenientes del comercio exterior -y a otras fuentes como la transferencia de ingresos de otras cajas y los aportes de particulares y corporaciones- cuando esos cánones no lograban suplir la totalidad de los gastos de la colonia. Sin embargo estos recursos más extraordinarios (que ya habían comenzado a utilizarse para paliar la crisis de la minería potosina) mermaban rápidamente al tiempo que la coyuntura que afectaba a la metrópoli comenzaba a incidir en la percepción de los más legítimos ingresos aduaneros porteños. En este contexto, y a pesar de los intentos del gobierno colonial porteño, se produjo el aumento de los gastos gubernamentales, en parte por la rápida militarización que siguió a las invasiones inglesas de 1806 y 1807, provocándose así el agotamiento de los recursos genuinos y extraordinarios[18].

 

Habiéndose interrumpido definitivamente el flujo de metálico altoperuano, los gobiernos revolucionarios que se sucedieron luego de mayo de 1810, debieron cubrir unos gastos militares cada vez más importantes en el marco de una penuria financiera que no cedía. A pesar de su aumento, los recursos provenientes del comercio exterior fueron, luego de la revolución, más bajos que en tiempos coloniales[19]. Por ello, desde fines de 1811, el gobierno porteño implementó algunos mecanismos de emergencia para obtener nuevos medios con los cuales financiar sus gastos de mantenimiento y las operaciones militares en el norte y en el litoral: las expropiaciones de bienes a los “enemigos de la revolución” y las contribuciones extraordinarias sobre fincas, comercio y artesanías. De difícil recaudación, ni unas ni otras lograron convertirse en fuentes estables de ingresos. Además, los montos obtenidos se agotaban rápidamente sin llegar a cubrir una proporción significativa de los ingresos que el gobierno necesitaba. Mientras que las expropiaciones de bienes proveyeron sólo entre un cuarto y un tercio de las entradas, las contribuciones extraordinarias apenas cubrieron una décima parte de los ingresos públicos en los cinco o seis años que siguieron a 1810[20].

 

A fines de 1816, Don Francisco Pelliza -que por entonces estaba comisionado para el cobro de la contribución extraordinaria a los comerciantes rurales- elevaba al Secretario de Hacienda del Estado una cuenta detallando lo recaudado el año anterior en tal concepto, así como los montos que periódicamente había ido entregando a la Tesorería General[21]. Gracias a ella sabemos que, ese año, los intermediarios minoristas de la campaña abonaron al erario porteño casi once mil pesos de la época, en concepto de contribución[22]. Considerando que, en 1814, la Aduana porteña había desembolsado más de novecientos mil pesos en gastos de guerra[23], las sumas recaudadas por Pelliza en las pulperías de la campaña no parecen haber permitido cubrir una porción significativa del conjunto de gastos que tenía que enfrentar el erario. Por lo demás, los gastos militares, que se incrementarían en los años siguientes, suponían también crecientes costos en recursos y hombres complicando aún más el panorama económico[24].

 

Pese a la muy reducida, casi insignificante, incidencia que en el presupuesto de ingresos y erogaciones del gobierno revolucionario estas contribuciones parecían tener, la situación era muy diferente para los propios comerciantes de la campaña y para el desarrollo de sus actividades mercantiles cotidianas. Como hemos visto, la mayoría de ellos manejaban sus negocios con giros bastante limitados siendo, además, frecuentes las ocasiones en que estaban expuestos a robos y/o a complicaciones por el cobro de fiados y créditos otorgados. En esta situación, sumar al pago de las patentes o licencias por el establecimiento de sus comercios el desembolso de entre catorce y veinte pesos anuales[25] en concepto de contribución extraordinaria, debió ser difícil de afrontar para muchos de estos comerciantes, poniendo consecuentemente en peligro la estabilidad y continuidad de sus emprendimientos.

 

Por otra parte, las valuaciones a partir de las cuales los comisionados establecían los montos a contribuir no siempre se correspondían con el capital de giro a disposición de los comerciantes rurales, motivando que muchos expresaran sus quejas por los montos requeridos en tal carácter. Como la que en 1815 elevaba Doña Luisa Martínez, una viuda encargada de atender una pulpería instalada en la zona de Chascomús, en el sur de la campaña, “a partir utilidades” con un joven apellidado Fernández. A fines de ese año, la mujer señalaba en una carta que las ganancias del negocio apenas alcanzaban para “adquirir la indispensable subsistencia de su dilatada familia”, justificando su pedido de reducción del monto de contribución en que “le es muy doloroso que siendo una Sra viuda sin mas amparo que el de sus propios brazos se le cobren los mencionados 4 ps siendo asi que otros individuos mas pudientes en este pdo solo pagan de 100 ps dos en este concepto”[26].

 

Un par de años antes, en julio de 1812, Francisco Lamadrid también había instalado un negocio en los alrededores de Chascomús “con un principal tan corto que apenas pasaba de 50ps”. Con el tiempo, había podido aumentar el giro de su pulpería logrando, en noviembre de 1815, venderla “con la propiedad del rancho en que la tenía […] en cantidad de 400ps”. A fines del siguiente año, Lamadrid elevaba un pedido de reducción del monto a pagar en concepto de contribución puesto que el comisionado Pelliza le reclamaba el pago de “6 ps mensuales por igual tiempo que el exponente fue dueño de dicha pulpería”[27]. Habiendo sufrido un arresto por causa de su deuda con el erario, fueron los propios vecinos y posibles clientes de don Francisco quienes dieron fe de las características de su negocio, convenciendo así a las autoridades porteñas que atendieron su pedido y finalmente reajustaron los montos a pagar.

 

Doña Luisa y Don Francisco no fueron, por cierto, los únicos solicitaron algún tipo de rebaja en el monto de la contribución extraordinaria. Muchos otros comerciantes de la campaña también lo hicieron aduciendo el estado de indigencia al que se verían reducidos en caso de afrontar tales pagos… Aunque en ocasiones, la posibilidad de pobreza alegada por los comerciantes devenidos en contribuyentes fuera más que remota. Tal fue, precisamente, el caso de Don Francisco Gutiérrez, un vecino de San José de Flores, un poblado situado en las inmediaciones de la ciudad de Buenos Aires, que tenía allí instalado un comercio en el que había invertido unos 2500 pesos de capital de giro. Como ya hemos señalado, muy pocos eran los comerciantes rurales que manejaban sumas semejantes. Las posibilidades de acopiar trigo, maíz y cebada proveniente de los labradores del oeste de la campaña para el abastecimiento del mercado urbano explican -al menos en parte- la prosperidad de los negocios de Gutiérrez que su giro deja traslucir[28]. En virtud de ello, para este “gran” comerciante rural, el pago de la contribución no parecía traer aparejadas dificultades económicas de consideración. Sin embargo, a fines de abril de 1816, Francisco Gutiérrez obtuvo de las autoridades revolucionarias una disminución de alrededor del 40% en el monto de la erogación que le correspondía, que pasó de cinco pesos y dos reales a sólo tres pesos[29].

 

Sin dudas, las relaciones personales y el conocimiento entre aquellos que fijaban los capitales sobre los cuales gravitaba la contribución y los comerciantes de la campaña que debían pagarla influyeron en la asignación de los montos a cubrir[30]. Al mismo tiempo, los mismos mecanismos establecidos para atraer a la dispersa clientela de la campaña generaron vínculos entre los comerciantes rurales y sus vecinos que, traspasando el espacio de la transacción comercial, se pusieron en movimiento a la hora de hacer frente a la presión impositiva de los gobiernos revolucionarios y negociar los montos a tributar.

 

Por otra parte, en estos convulsionados años, además de las contribuciones extraordinarias impuestas por el erario porteño, varios de los comerciantes de la campaña debieron afrontar el pago de “multas” impuestas por su supuesto comportamiento contrario a los intereses de los nuevos y frágiles gobiernos revolucionarios. A fines de 1816, el Alcalde de la Hermandad del partido de San Antonio de Areco, don Agustín Balmaceda, elevaba a las autoridades una denuncia en la que ponía de manifiesto la “conducta iniqua y escandalosa q.e observan los Españoles Europeos en estos destinos; ablan publicam.te con la mayor desfachates de […] nuestro Sup.rior Govierno […] hacen sus complos y convinaciones asu antojo […] y son los q.e nos hacen mas la guerra de opinion”[31] de un grupo de seis o siete comerciantes asentado en la zona. Atendiendo a la denuncia, las autoridades impusieron a los acusados una multa de quinientos pesos pagadera en efectivo o mediante el embargo de la parte del patrimonio necesaria para cubrirla.

 

Tres de los comerciantes acusados habían invertido en sus casas de comercio unos quinientos pesos de giro, cifra que -como hemos visto- rondaba el promedio del capital que la mayoría de los intermediarios rurales tenía destinado al efecto. Dos de ellos habían sido registrados en los listados de pulperos con arreglo a los cuales las autoridades recaudaban las contribuciones establecidas por el Segundo Triunvirato en 1812, con setecientos y ochocientos pesos de capital de giro, respectivamente. Al último de los acusados se le asignaron mil pesos de giro. Aunque la suma de los capitales invertidos por los pulperos denunciados superaba el promedio general, el monto de la “multa” insinuada por Balmaceda involucraba -cuando menos- la mitad del principal que estos hombres poseían para el giro de sus negocios. La situación para estos sujetos podía llegar a ser potencialmente insostenible si ello sumamos los problemas cotidianos que los comerciantes rurales atendían en sus negocios vinculados con el cobro de las deudas contraídas por adelanto de mercaderías y las dificultades relacionadas con la presión impositiva que venimos refiriendo.

 

Sin dudas, las ingentes necesidades de hacer frente a los gastos que demandaba la construcción de legitimidades para estos nuevos y frágiles gobiernos incidieron en la facilidad con que las autoridades gubernamentales aceptaron la sugerencia del Alcalde de la Hermandad. En este contexto, y mostrándose tan preocupados por evitar los calificativos (y su correspondiente connotación negativa) vertidos en la denuncia, como por desembolsar una cantidad de dinero por demás considerable, los comerciantes acusados buscaron dejar en claro su compromiso con la sociedad local, con “el sistema liberal” y con las autoridades revolucionarias. Por si mismos o a través de las declaraciones de sus propios vecinos, repitieron una y otra vez los generosos “préstamos” suministrados a los americanos, los auxilios otorgados al “Estado”, los beneficios dados a la “patria” así como la insolvencia y el “menoscabo” sufrido por sus caudales en los últimos tiempos. De todas formas, puesto a elegir, más de uno prefería hacer frente a algún tipo de colaboración monetaria -más o menos forzada- antes que cargar con el epíteto de “español europeo”.

 

Ciertamente, la capacidad de estos comerciantes de movilizar a su favor relaciones sociales generadas por la vecindad, el parentesco o los negocios influyó en el cauce que tomó la denuncia. A los pocos meses, los funcionarios encargados de dirimir el conflicto resolvieron sobreseer del cargo a los imputados. Aunque ello no supuso la cancelación de la “multa” impuesta –cancelación por demás difícil en el contexto de penuria económica que padecía el gobierno porteño al que ya hemos hecho referencia-, las autoridades estipularon que el monto del ahora llamado“empréstito” se establecería de acuerdo con las posibilidades de pago que demostraran los involucrados. En este contexto, y atendiendo a las dificultades que siempre suponía la recaudación de estas exacciones, comerciantes y autoridades acordaron en una suma que rondaba unos mil cien pesos en total, muy alejada de los seis mil pesos que el gobierno había esperado recaudar considerando las sugerencias del Alcalde denunciante pero que contemplaba y procuraba equilibrar las necesidades de unos y otros.

 

V

 

En las páginas precedentes, ensayamos inscribir en un marco sociopolítico las prácticas y estrategias económicas de los comerciantes de la campaña de Buenos Aires en los convulsionados años centrales de la década de 1810 para mostrar cómo nuevos y viejos problemas se combinaron para condicionar el desarrollo de sus actividades mercantiles. Siguiendo las líneas de análisis de los estudios de historia rural de los últimos años, procuramos así aproximarnos a conectar las dimensiones sociales, económicas y políticas en el estudio del comercio minorista del hinterland porteño a principios del siglo XIX.

 

Por esos primeros y convulsionados años, junto a una creciente y cada vez más heterogénea población rural, un amplio tejido de comercialización buscaba ocuparse de los intercambios comerciales en la campaña de Buenos Aires, en distintas escalas y manejando diversos recursos. En este marco, hemos visto que los pulperos, mercachifles y tenderos que habitaban el hinterland porteño debieron competir por atraer a una clientela que podía escoger a quien comprar y vender, a quien solicitar algún dinero en préstamo o donde empeñar sus pocos bienes en caso de necesidad. En esta competencia, fueron los mismos mecanismos establecidos para asegurar y ampliar sus negocios los que, paralelamente, ayudaron a generar o incrementar las condiciones de incertidumbre en las que los comerciantes desarrollaban sus actividades.

 

Sin dudas, los conflictos derivados de la crisis política del orden colonial y las necesidades de financiamiento de la guerra revolucionaria no hicieron más que restringir seriamente las posibilidades que estos actores tuvieron de desarrollar sus negocios. Empero, en un contexto de fuertes tensiones, choques y reacomodamientos de viejas y nuevas formas de poder, consenso y legitimidad, las relaciones personales generadas tanto por la vecindad, el parentesco y el conocimiento entre los pobladores rurales y los comerciantes de la campaña como por las mismas prácticas de negocios generaron vínculos que, traspasando el espacio de la transacción comercial, se pusieron en movimiento a la hora de hacer frente a la presión impositiva de los gobiernos revolucionarios e influyeron en las posibilidades de negociación de los actores implicados en estos procesos.

 

 

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* El presente trabajo ha sido presentado en el Congreso Internacional de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC Internacional) “La formación de los Estados latinoamericanos y su papel en la historia del continente” realizado del 10 al 12 de octubre de 2011 en el Hotel Granados, Asunción, Paraguay, organizado por Repensar en la historia del Paraguay, Instituto de Estudios José Gaspar de Francia, Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe, Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini” (Argentina). Entidad Itaipú Binacional. Mesa: Vida cotidiana, mentalidades, identidad y diversidad y su reflejo en los Estados latinoamericanos y caribeños.


** Licenciada en Historia. Auxiliar docente. Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. Integrante del Grupo de Investigación: “Problemas y Debates del Siglo XIX”. Dirección electrónica: anrosas@mdp.edu.ar

 

[1] Un balance actualizado sobre la historiografía rural rioplatense en Raúl Fradkin, “Caminos abiertos en la pampa. Dos décadas de renovación de la historia rural rioplatense desde mediados del siglo XVIII a mediados del XIX”, en: Jorge Gelman (comp.), La historia económica argentina en la encrucijada. Balances y perspectivas, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2006, pp. 189-207. Raúl Fradkin y Jorge Gelman, “Recorridos y desafíos de una historiografía. Escalas de observación y fuentes en la historia rural rioplatense”, en: Beatriz Bragoni (ed.), Microanálisis. Ensayos de historiografía argentina, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004, pp. 31-54.

[2] Un estudio de la estructura social de la campaña porteña de la época en Grupo de Investigación en Historia Rural Rioplatense, “La sociedad rural bonaerense a principios del siglo XIX. Un análisis a partir de las categorías ocupacionales”, en: Raúl Fradkin y Juan Carlos Garavaglia (ed.), En busca de un tiempo perdido: la economía de Buenos Aires en el país de la abundancia, 1750-1865. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004, pp. 21-63.

[3] En 1813-1815 la zona norte de la campaña agrupa a los partidos de San Nicolás de los Arroyos, San Pedro, Baradero, Pergamino, Arrecifes, Cañada de la Cruz, San Antonio de Areco, Fortín de Areco y Areco Arriba. La campaña cercana concentra los partidos de San José de Flores, Matanza, Morón, Quilmes, San Fernando y San Isidro. La zona oeste de la campaña incluye los partidos de Villa de Luján, Pilar, Guardia de Luján, San Lorenzo de Navarro y Lobos. El sur de la campaña abarca los partidos de San Vicente, Magdalena, Chascomús y Monsalvo, Tordillo y Montes Grandes. Aunque no ignoramos que esta división por zonas, como otras, entraña arbitrariedades, sigue, en líneas generales, las consideraciones geográficas e históricas indicadas en Grupo de Investigación en Historia Rural Rioplatense, “La sociedad rural bonaerense a principios del siglo XIX…”, pp. 29-30.

[4] Señala Carlos Mayo haciendo suyas las palabras de Azara. Y agrega luego que varias eran las pulperías de la ciudad de Buenos Aires que contaron con un capital inferior: “Sobre un total de 65 pulperías cuyo capital conocemos, 11 (el 16.9%) tiene menos de 201 pesos de principal”. Al respecto, véase el trabajo de Carlos Mayo (dir.), Pulperos y pulperías de Buenos Aires, 1740-1830, Mar del Plata, Grupo Sociedad y Estado – Universidad Nacional de Mar del Plata, 1995, pp. 25 y 28 respectivamente.

[5] Sobre las características de los comerciantes rurales en los años de 1810, véase Andrea Rosas Principi, “El comercio de mostrador en la campaña de Buenos Aires a principios del siglo XIX: los agentes sociales y sus giros”, ponencia presentada en la Jornada de Debate ‘Nuevas perspectivas de investigación en el mundo rural’, Buenos Aires, Red de Estudios Rurales – Programa de Estudios Rurales, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Universidad de Buenos Aires, 2004.

[6] Un listado ilustrativo de la variedad de productos en venta en las pulperías urbanas en el trabajo de Carlos Mayo (dir.), Pulperos y pulperías de Buenos Aires…, pp. 49-66. Sobre las pautas de consumo de los pobladores de la campaña porteña y las mercaderías de las pulperías que los abastecen, véase Matías Wibaux, “Por efectos que llevó de mi almacén…. El abastecimiento del comercio minorista y los hábitos de consumo en la campaña rural bonaerense a mediados del siglo XIX”, ponencia presentada en las X Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia, Rosario, Universidad Nacional de Rosario, 2005.

[7] Archivo General de la Nación, Argentina (en adelante AGN), Sala X, Sucesiones: 8141 (Año 1812); 3474 (Año 1819); 4844 (Año 1821); 7785 (Año 1823).

[8] Sobre estos temas, véase Juan Carlos Garavaglia, “De la carne al cuero. Los mercados para los productos pecuarios (Buenos Aires y su campaña, 1700-1825)” en: Anuario del Instituto de Estudios Histórico-Sociales, N° 9, Tandil, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, 1994, pp. 61-95. Jorge Gelman, “Los caminos del mercado: Campesinos, estancieros y pulperos en una región del Río de la Plata colonial” en: Latin American Research Review, Vol. 28, N° 2, Latin American Studies Association, 1993, pp. 89-118. Y Julio Djenderedjian, “Estrategias de captación y fidelización de clientes en un medio competitivo. Crédito, moneda y comercio rural en el sur entrerriano a fines de la colonia”, en: Anuario del Instituto de Estudios Histórico-Sociales, Nº 21, Tandil, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, 2006, pp. 287-310.

[9] “los ganados constituyen el primero de los rubros con un 42% del total de los bienes […] el 17% del total de los bienes -o sea, el segundo rubro relativo detrás de los vacunos- se refiere al capital invertido en la compra de… hombres, es decir, esclavos” señala Juan Carlos Garavaglia, Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense, 1700-1830, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1999, p. 126. El autor indica además que el precio promedio de los esclavos de las estancias era de 189 pesos (nota al pie 46, p. 327).

[10] Casi no es necesario aclarar que aquellos intermediarios que caracterizamos como “grandes” comerciantes rurales manejaban sus negocios, caudales e inversiones con montos de capital incomparablemente más reducidos que los grandes mercaderes porteños del periodo tardo-colonial, quienes “habían invertido grandes sumas de dinero, de 50.000 pesos para arriba, en el comercio” señala Susan Socolow, Los mercaderes del Buenos Aires virreinal, familia y comercio, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1991, p. 71. Sólo a título ilustrativo, recordemos que Domingo Belgrano -uno de los más grandes comerciantes porteños- legaba a sus herederos un “patrimonio neto al morir (es decir, descontado todo lo que debía) llegaba a la cifra de 370.686 pesos 5 5/8 reales” señala Jorge Gelman, De mercachifle a gran comerciante. Los caminos del ascenso en el Río de la Plata colonial, España, Universidad Internacional de Andalucía – Universidad de Buenos Aires, 1996, p. 25.

[11] Una aproximación a las características de sus inversiones en el trabajo de Andrea Dupuy, Andrea Rosas Principi y Valeria Ciliberto, “Hacendados y pulperos de la campaña porteña. Patrimonio e inversión en situaciones de frontera (Buenos Aires, primeras décadas del siglo XIX)” en: Procesos Históricos, Revista Semestral de Historia, Arte y Ciencias Sociales, Año VIII, Nº 15, Mérida-Venezuela, Universidad de Los Andes, 2009. Disponible en: http://www.saber.ula.ve/procesoshistoricos.

[12] Al respecto, véase Diana Duart, “El crédito como relación social: algunas consideraciones sobre los vínculos comerciales en el área de la frontera bonaerense del siglo XIX”, en: Valentina Ayrolo y Matías Wibaux (ed.), Actas de las Jornadas de Trabajo y discusión “Problemas y debates del temprano siglo XIX: espacio, redes y poder”, Mar del Plata, Universidad Nacional de Mar del Plata, 2005, pp. 53-59. Y el trabajo de Diana Duart y Matías Wibaux, “Proveedores, comerciantes y clientes. Dilemas del crédito mercantil en la campaña bonaerense, 1820-1870”, en: Valentina Ayrolo (comp.), Economía, sociedad y política en el Río de la Plata del siglo XIX, Prohistoria ediciones, Rosario, 2010, pp. 65-79.

[13] AHPBA, Juzgado del Crimen, 34-2-31-24 (1806), s/f.

[14] Sobre la estabilidad del comercio rural, véase el trabajo de Julián Carrera, “Entre el negocio fugaz y la empresa duradera. Comercio y pulperías rurales rioplatenses a fines del siglo XVIII”, en: Actas de las XXI Jornadas de Historia Económica, Asociación Argentina de Historia Económica – Universidad Nacional de Tres de Febrero, Caseros, 2008. Disponible en http://www.aahe.fahce.unlp.edu.ar

[15] El pulpero indicó a las autoridades que Juan Lucero “me pidió le diese algun dinero por un freno de copas con cabezadas de plata, unos estribos de plata medianos, una jerga bordada y todo el apero que tenia, por cuyas prendas le di setenta pesos y despues me pidió […] le franqueara algun dinero mas, le di treinta y tres pesos mas que asciende [a] la cantidad de ciento tres pesos”. AHPBA, Juzgado del Crimen, 34-2-37-75 (1817), s/f.

[16] AGN, Tribunal Criminal, Sala IX, 32-7-6, legajo 60, expediente 26 (1814), s/f.

[17] Sobre estas cuestiones, véase Raúl Fradkin, “Asaltar los pueblos. La montonera de Cipriano Benítez contra Navarro y Luján en diciembre de 1826 y la conflictividad social en la campaña bonaerense» en: Anuario del Instituto de Estudios Histórico-Sociales, Nº 18, Tandil, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, 2003, pp. 87-122. Sobre la justicia en la campaña, véase el trabajo de Juan Carlos Garavaglia, “La justicia rural en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XIX (estructuras, funciones y poderes)” en: Poder, conflicto y relaciones sociales. El Río de la Plata, XVIII-XIX, Rosario, Editorial Homo Sapiens, 1999, pp. 89-121. Del mismo autor, “Paz, orden y trabajo en la campaña: la justicia rural y los juzgados de paz en Buenos Aires, 1830-1852” en: Desarrollo Económico, Revista de Ciencias Sociales, Vol. 37, Nº 146, Buenos Aires, Instituto de Desarrollo Económico y Social, 1997, pp. 241-262. Y los trabajos compilados en Raúl Fradkin (comp.), El poder y la vara. Estudios sobre la justicia y la construcción del Estado en el Buenos Aires rural (1780-1830), Buenos Aires, Prometeo Libros, 2007.

[18] “Esa militarización, surgida de una oleada de generoso entusiasmo colectivo, […] va a perpetuarse, y con ella la carga fiscal que es su consecuencia. Entre 1807 y 1809 […] las transferencias directas de fondos a los cuerpos creados a partir de 1806 alcanzan un promedio anual de $ 939.676” señala Tulio Halperin Donghi. Y agrega luego que “Esos novecientos mil pesos transferidos en sueldos y soldadas exceden la suma total alcanzada por las exportaciones no mineras del virreinato (es decir, las de la zona económica de la que Buenos Aires es centro) salvo en años excepcionales”. Sobre el particular, véase Tulio Halperin Donghi, Guerra y finanzas en los orígenes del estado argentino (1791-1850), Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982, pp. 83 y 88, respectivamente.

[19] En la década de 1810 los ingresos de la Aduana de Buenos Aires se redujeron en un 47% respecto de la década de 1800 señala Roberto Cortés Conde, “Finanzas públicas, moneda y bancos (1810-1899)” en: Academia Nacional de la Historia, Nueva Historia de la Nación Argentina, Tomo V, Buenos Aires, Editorial Planeta, 2001, p. 463.

[20] Samuel Amaral, “El descubrimiento de la financiación inflacionaria. Buenos Aires, 1790-1830” en Investigaciones y Ensayos, Nº 37, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1988, p. 398.

[21] “Cuenta corriente que forma el comisionado de la campaña de las cantidades que ha recaudado en ella de contribucion extraordinaria, con arreglo al padron, y a las ordenes que se le han comunicado por el Sr. Secretario de Hacienda del Estado a quien la presenta y de los cargos que aparecen sentados en el Libro de su referencia y es como sigue: a saber” en AGN, Sala X, 42-5-7 (1816). En ella consta el dinero recaudado en Quilmes, Ensenada, Magdalena, Chascomús, Ranchos, San Vicente y Remedios, Monte, Lobos, Navarro, San Isidro, San Fernando y Conchas, Morón y Matanzas, Flores, Villa de Luján, Capilla del Pilar, Capilla del Señor, San Antonio de Areco, Guardia de Luján, Fortín de Areco, Salto, Arrecifes, Pergamino, Rojas, San Nicolás de los Arroyos y Baradero.

[22] Por entonces, los comerciantes de la ciudad de Buenos Aires -grandes, pequeños y hasta “extranjeros con tienda abierta”- abonaron un promedio anual de casi seiscientos cuarenta mil pesos, es decir unas sesenta veces más que sus pares de la campaña. Sobre el particular, véase Juan Carlos Nicolau, La reforma económico-financiera en la Provincia de Buenos Aires (1821-1825). Liberalismo y economía, Buenos Aires, Banco de la Provincia de Buenos Aires, 1988, p. 40.

[23] Tulio Halperin Donghi, Guerra y finanzas…, p. 103.

[24] Véase Raúl Fradkin, “Las formas de hacer la guerra en el litoral rioplatense” en: Susana Bandieri (comp.), La historia económica y los procesos de independencia en la América hispana, Buenos Aires, Asociación Argentina de Historia Económica – Prometeo Libros, 2010, pp. 167-213.

[25] Señalemos, sólo a título ilustrativo, que en ocasión del fallecimiento de doña Mónica de la Cruz Martínez, los peritos encargados de tasar los efectos de la pulpería que tenía en el puerto de Las Conchas, en inmediaciones de la ciudad de Buenos Aires, estimaron en 12 pesos el valor de un barril de vino de Mendoza. AGN, Sucesión 6778 (1812), f. 4v.

[26] Aunque la carta no está fechada, es probable que haya sido enviada a fines de 1815 ya que la respuesta al pedido de doña Luisa fue redactada en Buenos Aires el 31 de enero de 1816. AGN, Sala X, 42-5-7.

[27] Como en el caso de Luisa Martínez, la carta de Francisco Lamadrid tampoco está fechada. Sin embargo, las respuestas a su solicitud fueron redactadas en Buenos Aires entre el 27 de enero y el 5 de febrero de 1816. AGN, Sala X, 42-5-7.

[28] De hecho, es con estas actividades de acopio de la producción fruti-hortícola de la campaña para su venta en el mercado de Buenos Aires que se relaciona el dinámico crecimiento de la jurisdicción de Flores. Sobre el particular, véase el trabajo de Valeria Ciliberto, Aspectos sociodemográficos del crecimiento periurbano. San José de Flores, 1815-1869. Mar del Plata, Grupo de Investigación en Historia Rural Rioplatense – Universidad Nacional de Mar del Plata, 2004.

[29] El 29 de abril de 1816, el gobierno envía a Don Francisco Pelliza una carta en la que constan los montos que se habían rebajado a varios de los comerciantes de la campaña, entre los que figuraba Don Francisco Gutiérrez. AGN, Sala X, 42-5-7.

[30] Así parecía ocurrir también entre quienes fijaban los capitales y los comerciantes en la ciudad de Buenos Aires, según sugiere Juan Carlos Nicolau, La reforma económico-financiera…, pp. 43-44.

[31] “Autos obrados a represent.on de D.n Agustin Balmaceda Alcalde del Fortín de Areco contra Juan Coll, Ramon Blades, Josef Diaz, y otros, todos españoles europeos existentes en S.n Antonio de Areco”, AHPBA, 13.1.6.49 (1816). Un análisis de la causa en el trabajo de Juan Carlos Garavaglia, San Antonio de Areco, 1680-1880. Un pueblo de la campaña, del Antiguo Régimen a la modernidad argentina, Prohistoria ediciones, Rosario, 2009, pp. 355-360. Y Andrea Rosas Principi, “Comerciantes, conductas y contribuciones. Los pulperos de la campaña de Buenos Aires durante la revolución de independencia” en: Valentina Ayrolo (comp.), Economía, sociedad y política…, pp. 19-40.

 

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº . 7. Marzo 2012-Febrero 2013 – Volumen I


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