La penetración cultural en la Argentina dependiente

La dependencia económica argentina y su resonancia en la cultura*

Cristina Mateu**

Atardecer espectral. Victoria Crisorio. Argentina.

 

En el largo proceso que nos condujo de la independencia a la dependencia, el lugar de la ideología y la cultura y su correlato con las condiciones económicas que generan la dependencia resultan clave.

 

Las transformaciones culturales que se imponen a través de mecanismos de dominación económicos ocultan su esencia, que es el sometimiento económico-político y socio-cultural. La dominación económica necesita socavar la identidad de los pueblos que pueden oponérsele a esa dominación, utiliza la superioridad que le otorga la capacidad económica para controlar el proceso productivo masivo, la distribución, difusión y exhibición de los bienes materiales y simbólicos. A la vez esgrime la superioridad tecnológica y la difusión masiva como legitimación de ese predominio cultural.

 

 

La cultura argentina se va configurando al calor de procesos económico-sociales de carácter contradictorio y se desarrolla a través de la lucha entre los modelos, instituciones, contenidos y formatos culturales impuestos por las clases dominantes aliadas a las potencias extranjeras, y las diversas culturas de las clases subalternas que cuentan con recursos escasos y menos desarrollados tecnológicamente. Las tensiones[1] entre estas dos culturas: una dominante, la de las clases dominantes (en general, homogénea y hegemónica) y otra dominada, la de las clases subalternas (heterogénea, dispersa, vulnerable, resistente y contestataria) se acrecienta con la penetración de los capitales monopólicos extranjeros y con la dependencia de la Argentina a fines del siglo XIX. Esta es la primera etapa en la que la expansión de inversiones y relaciones comerciales con Europa anuda la dependencia económica –principalmente con Inglaterra pero también con Francia y Alemania– con la penetración cultural. El dominio de la oligarquía bonaerense y la consolidación del modelo agroexportador, en alianza y dependencia, fundamentalmente, con el imperialismo inglés, favoreció difusión rápida y unívoca de la cultura europea, especialmente la francesa.2

 

 

El desplazamiento y desprecio de la “barbarie” popular insubordinada, como única vía posible y válida para la modernización se conjugaba con el avance en la apropiación de la tierra y las inversiones de capital extranjero mientras que simultáneamente se proclamaba el progreso indefinido, el laicismo y el librecambio. El exterminio del indio y del negro, el sometimiento del gaucho, el aniquilamiento de la oposición de las provincias del interior y, finalmente, la explotación y discriminación a los inmigrantes, se justificaba en razón de la “modernización” necesaria para ser reconocidos y aceptados por los mercados europeos, sometiendo a quienes lo impiden.

 

 

A la vez que de este modo, sobre la base de esa asociación oligárquico-imperialista y del principio de la división internacional del trabajo junto con la proclamación de las ventajas comparativas como única vía de desarrollo, se trabó el desarrollo técnico-científico independiente, que hubiera dado lugar a una autonomía industrial y productiva. Prevalecía entre la oligarquía terrateniente argentina el criterio de considerar innecesaria la autosuficiencia y autonomía tecnológica, por la “feliz asociación” de intercambio con el “taller del mundo” proveedor de manufacturas. Pero la Primera Guerra Mundial demostraría que no hay “felicidad eterna”; y ante la decadencia del imperialismo inglés algunos sectores de la oligarquía apostaron a nuevos socios, nuevas inversiones de capital extranjero.3 Con la introducción de capitales norteamericanos que, al inicio de la etapa de sustitución de importaciones, comienza a llegar lentamente al país la inversión específica en cultura, por ejemplo en la naciente producción de cine local, comunicación, etc.

 

 

A la vez que la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa operaron en la Argentina en otro sentido, generando debates y denuncias sobre las políticas pro-imperialistas impuestas por la oligarquía, emergiendo una esperanza política y social nueva para las masas más oprimidas de la sociedad, que se expresaron básicamente, en el radicalismo y en el surgimiento del comunismo.

 

 

En la década del 20 el capitalismo monopólico dominante en el mundo ­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­–ávido de nuevas inversiones, pletórico de nuevas tecnologías y necesitando más consumidores– avanzó mundialmente en la inversión en cultura, especialmente en industrias culturales como se las denominó posteriormente.

 

 

Así en la cultura se abrió una nueva brecha entre quienes tenían los medios y las condiciones para producir bienes culturales y aquellos que tenían las ideas o iniciativas, el interés, las necesidades expresivas y comunicativas, pero no llegaban a cubrir los costos necesarios para realizarlos. La radio y el cine, que surgieron primero como innovación tecnológica y luego como vehículo para el consumo masivo, con su doble carácter de bien económico y cultural, fueron inmediatamente incorporados en la Argentina; como en otras áreas productivas, estas precarias industrias culturales argentinas inicialmente tuvieron un impulso puramente local y luego fueron absorbidas por intereses extranjeros.4

 

 

A partir de esta etapa la forma de penetración cultural se concentrará en los mecanismos que imponen las industrias culturales y el imperialismo cultural.

El rol y origen de las Industrias culturales

 

 

El crecimiento industrial en las grandes potencias mundiales desde fines del siglo XIX tuvo, en el desarrollo de las nacientes industrias culturales (fundamentalmente radio y cine), un instrumento que dio impulso e incentivó a la sociedad de masas y el consumismo, un vehículo de la cultura hegemónica de las grandes burguesías industriales, dueñas del aparato productivo. Pero estas industrias culturales homogeneizadoras, a la vez que impulsaron el consumismo masivo también fueron, en función de la rentabilidad que en esa masividad buscaban, receptoras de culturas subalternas oprimidas, diversas, dispersas y desestructuradas que –sometidas por las condiciones de realización, difusión, exhibición y distribución impuestas por ese capital monopólico– resultaban una manifestación deformada de esas culturas oprimidas.

 

 

Estas industrias culturales (IC) se caracterizaron por sostener un sistema de producción que requería y requiere al igual que cualquier industria de: capital, organización y división del trabajo, maquinarias, insumos, mercados en crecimiento, productos masivos, estandarizados y serializados para la producción y comercialización de servicios culturales. Su lógica, al igual que las otras industrias, está basada en la rentabilidad económica, la expansión en el mercado, en la explotación de la mano de obra intelectual (artistas, directores, autores, guionistas y otros) y manual (técnicos, operarios, etc.) y el sostenimiento permanente de pautas de renovación en una o en todas las partes del proceso productivo, como así también un intercambio activo con otras áreas productivas.

 

 

A las IC se les reconoce ese doble carácter económico y cultural, aunque muchas veces se tiende a sobrevalorar su aporte en el aspecto simbólico, aun cuando su origen estuvo y está fuertemente vinculado a la expansión monopólica del capital y a las necesidades de investigación científica, técnica que éste tenía y tiene para su inserción competitiva en el proceso productivo.

 

 

Ya desde principios del siglo XX, las potencias industriales –especialmente Estados Unidos, en donde este fenómeno se dio en condiciones ejemplares– vincularon a la cultura con el “consumo en masa” de la producción capitalista (como cultura de entretenimiento), transformando así a la cultura en una “industria cultural”, con el doble objetivo de acrecentar su riqueza, afianzar su dominio ideológico y ofrecer entretenimiento en el “tiempo de ocio” que la industria y la vida urbana generan y, simultáneamente, garantizar entre otras cosas el control social que requería el sistema.

 

 

El dominio económico y tecnológico en esta materia de algunas de las potencias industriales les facilitaba imponer una visión de la realidad política, económica y social al resto de los países no industrializados, en los diferentes niveles culturales y en todas las áreas de su realización, además de colocar los productos manufacturados que las metrópolis producen y difunden a través de sus florecientes IC (a través del cine, la radio, la publicidad). El control de las clases dominantes sobre la cultura garantizó la reproducción del sistema, encubriendo sus objetivos e intereses; intereses económicos que impulsaron abierta o encubiertamente manifestaciones artísticas y culturales (corrientes, estilos, movimientos, circuitos culturales) favorables a sus objetivos.

 

 

Desde esta perspectiva fue importante el rol fundamental que jugaron las IC en su vínculo con las políticas estatales de sus países. Esto quedó claramente manifiesto, antes y después de las guerras mundiales, en la difusión de las ideas y políticas de las potencias beligerantes mediante estrategias culturales vinculadas a los grupos económicos de estas industrias. También cuando para el fortalecimiento de las relaciones comerciales y diplomáticas las grandes potencias inversoras implementaron políticas culturales o buscaron para “estrechar lazos culturales” para introducir inversiones e industrias con un rol estratégico para sus intereses.

 

 

Actualmente se identifica a las denominadas IC con los “complejos”: fonográfico (radio y discográfica), editorial (libros, revistas, diarios) y audiovisual (cine, video, TV y radio, al que se agregó diseño y publicidad); que producen bienes tangibles e intangibles, realizan inversiones en bienes de capital (artefactos, cámaras, soportes, sonido, etc.), amplían la emisión y reproducción del bien cultural que producen para el “gran público”, en general, con fines de entretenimiento o comerciales, pero que simultáneamente constituyen transmisores de concepciones políticas, culturales, éticas.

 

 

En las grandes potencias industriales, especialmente en EE.UU., las IC dominan desde su génesis los tres complejos de las IC (directa o indirectamente por medio de testaferros y empresas subsidiarias), y tuvieron –como en otras áreas productivas– una expansión fundamental en la década del sesenta. Desde entonces controlan, de manera monopólica, la mayor parte del aparato productivo de esas industrias, son los fabricantes e inventores de principales insumos, aparatos y medios de producción de estas industrias, son los distribuidores de los bienes culturales, tienen las principales palancas de difusión y, en muchos casos, también tienen el control del patrimonio cultural mediante derechos de autor, de emisión, mecenazgos y fundaciones sin fines de lucro o con objetivos humanitarios, etcétera; a través de los cuales movilizan sumas fabulosas de dinero y establecen acuerdos comerciales con otras industrias (merchandising con industrias de alimentos o electrodomésticos, por ejemplo) y los distintos estamentos gubernamentales de sus países y de los países en donde invierten. A nivel mundial, el control de estos complejos está concentrado en pocas empresas monopólicas, que en EE.UU. se las conoce como “majors”, y que se instalan directamente en los países periféricos o a través de testaferros de éstas o asociados a empresas locales mediante importantes inversiones.

 

Los flujos de capital y la penetración cultural en los ´60

 

 

Desde fines de los 50 a inicios de los 60, se produce una nueva afluencia de inversión extranjera en la economía argentina con destino a la actividad industrial que opera sobre el expandido mercado de consumo urbano que también se reflejará en cambios culturales.

 

 

El nuevo proceso de concentración y centralización monopolista incrementó en la economía argentina el peso de las relaciones económicas con los países industrializados y, en particular, con los Estados Unidos. Una rama característica de estas inversiones fue, a partir de los cambios tecnológicos y sociales de la segunda posguerra, la de las industrias culturales. Estas “estallaron” como fenómeno particular del período, en el que la expansión económica, la emergencia de nuevos grupos sociales activos en la producción y en el mercado junto a los procesos democráticos y nacionales abrieron cauce a una diversidad de manifestaciones culturales –innovadoras, masivas, muchas de ellas largamente silenciadas– que favorecieron el desarrollo de estas industrias.

 

 

Se trató de una tendencia internacional que impactó nacionalmente en el período post-peronista. Acompañadas de una fuerte inversión publicitaria, especialmente a través de la TV y el cine, que introdujeron masivamente en la Argentina contenidos y formatos que reflejaron la hegemonía de los Estados Unidos en esos años, en la industria discográfica, en el peso de la cinematografía “hollywoodense”, en las cadenas de distribución y difusión, etc. promoviendo nuevos consumos económicos y culturales.

 

 

El fenómeno, vinculado a la “cultura de masas”, actualizó y llevó a un nuevo nivel los debates sobre la dependencia económica y cultural, generando en contrapartida respuestas culturales nacionales impugnadoras de esa tendencia en términos culturales y también de modo general con respecto a la hegemonía norteamericana. Aunque estas respuestas adquirieron a lo largo de la década del 60 una gran expansión y se enhebraron con la producción sociológica, histórica y de crítica cultural en torno a la dependencia y de diversos planteos críticos. En este trabajo haremos especial hincapié en la influencia y contradicciones que generaron esas industrias culturales de capitales extranjeros en la cultura nacional.

 

Por un lado, el golpe militar de 1955 y la Guerra Fría modifican el campo cultural vertiginosamente. La división del mundo en dos bloques antagónicos encontró en el occidente capitalista una expansión de la economía, producto de la guerra y nuevas tecnologías en desarrollo, con la recuperación de la economía europea en creciente competencia con la norteamericana, mientras que el campo socialista se consolidaba. En muchos países del Tercer Mundo se estaban librando luchas nacionales y sociales que hicieron crujir las economías coloniales y dependientes, generando procesos de liberación nacional y social en China, Checoslovaquia, Hungría, Vietnam y posteriormente en Cuba. Este proceso político y económico generó la movilización política y cultural de amplias masas y de jóvenes y mujeres, como así también, la difusión masiva y el florecimiento de culturas ignoradas (generalmente del Tercer Mundo) hasta entonces, oprimidas y emergentes.

 

 

Entre los años 1960 y 1970, un nuevo proceso de concentración y centralización del capital monopólico produjo una expansión de inversiones imperialistas (especialmente norteamericanas) en los países con escaso desarrollo industrial (el exceso de capital productivo en las metrópolis industriales se volcaba en los países del Tercer Mundo). Esta expansión fue acompañada por una consecuente campaña anticomunista, que desplegó EE.UU. desde la década de 1950 (por ejemplo, con la difusión de películas norteamericanas sobre la Segunda Guerra en las que estaban presentes estos dos aspectos –económico e ideológico–: inversión norteamericana y contenido anticomunista). Muchas de estas inversiones de capital monopólico estuvieron vinculadas a las IC que, producto de los cambios sociales y tecnológicos, estallaron como el fenómeno cultural de la etapa.

 

 

Hasta ese momento, la cultura dominante y hegemónica estaba formateada por los estilos de la cultura de élite, considerada y calificada como “cultura universal”, aquella constituida por las obras “clásicas” europeas, que incluían todas las formas de la cultura de las clases aristocráticas y de la alta burguesía europea. Esta nueva fase de concentración y centralización del capital monopólico y de inversiones en IC se expandirá sobre la base de una nueva difusión cultural impuesta por la producción masiva de las industrias culturales apelando a las formas de representación simbólica de las culturas subalternas de las grandes metrópolis y potencias imperialistas que surgían con la emergencia de los movimientos populares y nacionales de posguerra.

 

 

Las IC de las grandes potencias industriales cristalizarán y re-significarán esos contenidos populares, apropiándose de sus formatos para ponerlos al servicio de los intereses políticos y económicos del capital monopólico para ganar a ese gran público en sus propios países. Pero también, aprovechando la simpatía que el primitivo origen popular y anti-hegemónico de esos movimientos culturales generaba en los países periféricos oprimidos y de la efervescencia social con que se los asociaba (movimientos que tenían un origen rebelde de enfrentamiento al “establishment”), para penetrar en los países periféricos. Las grandes potencias industrias utilizaron a las IC para ingresar a través de contenidos culturales en los mercados del Tercer Mundo y disputar su dominio con otras potencias.

 

 

La penetración de los nuevos bienes de consumo, especialmente los culturales, introdujo un debate –en todos los ámbitos sociales– en torno a su aceptación o rechazo al consumo masivo de esos productos y a las industrias culturales que los promovían. Por ejemplo, la expansión de la Coca Cola significó la ruina de la industria de bebidas gaseosas locales –de pequeños capitales nacionales que existía en todas provincias argentinas– por la práctica monopólica de producción y distribución de aquella empresa norteamericana. Pero además con ello, junto a la promoción de su consumo, a partir de la fuerte inversión publicitaria, impuso no solo un cambio cultural en las costumbres cotidianas, sino también la penetración de una cultura y una ideología imperialistas, que en general a través de formatos e imágenes audiovisuales populares en su publicidad o con el auspicio de actividades culturales y de entretenimiento (en general las publicidades de empresas transnacionales utilizaban representaciones y artistas reconocidos por los sectores oprimidos de aquellas potencias: Elvis Presley y la juventud rebelde de fines de los ´50, por ejemplo). Las nuevas pautas musicales o estéticas que su introducían eran menos amenazantes para la cultura nacional y popular que sus contenidos menos visible, aquellos que se introducían por las premisas ideológicas impuestas por los intereses monopólicos con la promoción de este consumo (individualismo, ley de mercado, superioridad occidental, Tercer Mundo atrasado, etc.). Este contenido oculto era ampliamente difundido a través de la TV, el cine, la publicidad callejera. La industria discográfica monopólica, la cinematográfica “hollywoodense”, establecieron un tipo de consumo en el que el interés económico se asociaba a un contenido simbólico.

 

 

La masificación que producen las IC –asociadas a la popularización de la cultura– en sus propios países y en los países periféricos, las obligan a ser receptoras, también, de formatos y contenidos surgidos en los países dependientes y en sus clases oprimidas; formatos y contenidos que reconfiguran desde su perspectiva monopólica y sus intereses económicos, políticos e ideológicos. En lo fundamental, estos intereses y concepciones predominan en la TV, así como en las grandes discográficas, editoriales y estudios cinematográficos transnacionales. Y generan una recepción contradictoria en los diversos públicos, porque tienen aspectos populares que facilitan el reconocimiento y la aceptación de ese producto cultural por parte de los grandes públicos, pero a la vez sus objetivos monopólicos y sus intereses políticos más profundos son contrarios a los de las grandes mayorías populares.

 

 

Desde la década de 1950, como contrapartida a este fenómeno de las industrias culturales imperialistas, desde los sectores nacionales y populares surge una enorme producción con escasos recursos y alcances (porque no cuenta con los medios económicos ni tecnológicos para la elaboración industrial o para distribución masiva de sus bienes culturales) que genera una cultura contra-hegemónica. Dispersa y variada, esta cultura enfrenta a la homogeneización cultural que impone el gran capital monopolista.

 

Esta cultura anti-hegemónica vibra al calor del auge de luchas sociales que en la Argentina, tienen un giro en el Cordobazo y otras puebladas de la época, así como con los movimientos pacifistas y los movimientos revolucionarios que conmocionaron el mundo por entonces –desde la Revolución Cubana al Mayo Francés y la Revolución Cultural China– y tuvieron un enorme impacto en la producción cultural de y hacia las grandes mayorías. Especialmente, como contra-respuesta la Revolución Cultural China, a nivel internacional y nacional, con la consigna “servir al pueblo” introdujo una nueva concepción sobre el papel de la cultura popular, el rol de los intelectuales y de las masas populares frente a la cultura en la lucha por el poder.

 

 

En los países capitalistas, la producción impulsada por las IC no tiene como objeto operar sólo en el plano cultural o en lo económico, sino también en el político e ideológico, a través de una intervención política e ideológica abierta hasta a aquellas menos visibles y que tiene una forma de penetración más sutil, como el de las marcas de vestimenta y su publicidad, por ejemplo, que modelan el gusto de determinados mercados, a los que les inscriben características sociales identificatorias; construyen estereotipos universales de género, estigmatizando grupos sociales, generando fragmentaciones superpuestas dentro de las culturas oprimidas y desencuentros entre los diferentes afluentes de las culturas nacionales que tienen su expresión en el ámbito local (por ejemplo, en relación a la existencia y origen del rock y la pertinencia del llamado rock “nacional”). A este mecanismo apabullante de la penetración económica y cultural se lo denominó “imperialismo cultural”.

 

 

La TV, la música y el cine de los grandes capitales monopólicos, especialmente norteamericanos, se filtraban y se filtran en la cultura cotidiana de la gran masa, y especialmente entre los jóvenes, a través de mega-producciones con capacidad para inundar el mercado por la masiva difusión y distribución que alcanzan. Mientras, todas las producciones nacionales, críticas o no del sistema, debían y deben realizar esfuerzos gigantescos para mantenerse, ser conocidas, acceder al circuito cultural y recuperar lo invertido para poder seguir produciendo, ya sea otra película, otro libro, otro disco, otra muestra plástica.  A la vez, cada nueva etapa de expansión del capital monopólico acompañado por innovaciones tecnológicas en el área de la producción cultural genera una brecha entre quienes poseen la clave estratégica de esas nuevas tecnologías y quienes no acceden a ellas.

 

 

En los años sesenta, esta contradicción entre ambas producciones culturales –las de carácter monopólico y las de origen nacional y popular en relación a las condiciones políticas, económicas e ideológicas y su inserción social– renovó el interés y la respuesta de revalorización de la cultura nacional en determinados sectores sociales; especialmente entre los jóvenes, a través de la difusión de las peñas folclóricas no comerciales, como también del tango, así como otros contenidos populares.

 

 

A la vez, en aquellos años, se debatía si la cultura nacional y popular debía reformatearse, actualizarse introduciendo algunas formas o contenidos de esa cultura masiva para competir en el mercado cultural dominado por el ritmo que imponían las grandes industrias culturales trasnacionales o si solo se trataba de rescatar la producción artística nacional. Alguno de esos debates planteaban la disyuntiva si para hacer frente o competir es penetración cultural se fomenta, por ejemplo, un folclore de proyección o se mantenía la tradición folclórica, si Astor Piazolla o tango clásico, discusiones que apuntaban al debate “renovación o tradición”, pero no se centraban en el control de los medios de producción, difusión y exhibición de esas manifestaciones. Como así también se discutía, frente al fenómeno del imperialismo cultural, por ejemplo, si la mejor estrategia contra su penetración era la organización de peñas clásicas o si se debía utilizar el formato del happening dándole un color local, para atraer a la juventud seguidora del rock, visto, a su vez, como producto “extranjerizante”. En tanto, la industria cultural de capital monopolista extranjero operaba (y opera) sobre los dos términos de ese debate: toma la producción de la cultura nacional cristalizando o estereotipando sus rasgos (operatoria del tradicionalista), y también hibrida o licúa sus características particulares homogeneizándola con otras expresiones “más actuales” (operatoria modernista). Y en ambos casos estandariza o mderniza imponiendo cambios por fuera de los intereses y necesidades creativas de los sectores populares, porque su interés fundamental es realizar su ganancia a través del consumo y la masificación cultural.

 

 

 

Conclusiones

 

 

Sin duda el poder de los medios de comunicación y de las industrias culturales vinculadas a los intereses económicos y políticos de las grandes potencias penetran con mucha vitalidad en la Argentina de la década del 60, no siempre con inversiones directas o instalaciones productivas, muchas veces como ya señalamos aprovechando el control que tienen de ambos extremos del eslabón la producción de bienes de capitales e insumos: por un lado, en la producción de los bienes de capital e insumos necesarios del sector, y por el otro, el control de la difusión, exhibición y distribución de bienes culturales a nivel local y mundial.

 

 

En esos años se abre un proceso –en las condiciones económicas, sociales y políticas que ya hemos señalado– rico y contradictorio de producción cultural en el ámbito nacional. En un país dependiente como la Argentina con una cultura nacional y popular diversa y amplia, expresión de los diversos aportes étnicos y socioculturales que la constituyeron, en la que la penetración de una cultura de masas estandarizada y homogeneizadora de las IC se expresará como tensión y reafirmación de manifestaciones culturales locales.

 

 

Las inversiones de capitales que introducen una cultura de masas, fundamentalmente, a través de las IC (con objetivos sectoriales y extra-nacionales), enajenan la capacidad creativa e identitaria de los “cultores populares”, generando una subordinación directa o indirecta a determinados modelos estéticos, en la organización de equipos creativos, en la introducción de novedades o elementos materiales o simbólicos ajenos a la estructura originaria, en la formación de artistas e intelectuales, prevaleciendo como objetivo el de la ganancia por sobre el mensaje escrito, plástico, musical, cultural. Pero en respuesta, entre los sectores subalternos se generan una producción cultural variada y contra-hegemónica, heterogénea, expresión de los diversos los sectores sociales oprimidos. En un país dependiente como es la Argentina la potencialidad de estas manifestaciones culturales difícilmente pueda ser eliminada, reabsorbida o anulada por los intereses de las IC trasnacionales porque condensan los intereses constitutivos de clase, étnicas, de género, estéticas, etarias, nacionales, regionales, etc., de los sectores oprimidas que luchan por sus condiciones de vida y expresan en esas producciones culturales sus particularidades aunque resulte desigual su alcance dado que las IC tienen la propiedad de las palancas clave de los medios de producción, ejercen mecanismos monopólicos de control para imponerse, reproducirse en forma masiva.

 

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NOTAS

 

* El presente trabajo ha sido presentado en el Congreso Internacional de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC Internacional) “La formación de los Estados latinoamericanos y su papel en la historia del continente” realizado del 10 al 12 de octubre de 2011 en el Hotel Granados, Asunción, Paraguay, organizado por Repensar en la historia del Paraguay, Instituto de Estudios José Gaspar de Francia, Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe, Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini” (Argentina). Entidad Itaipú Binacional. Mesa  El  problema de la dependencia y la soberanía en la historia latinoamericana

 

** Docente e investigadora de la UBA, Magister en Historia Económica y de las Políticas Económicas, integrante de ADHILAC

 


[1] Josefina Racedo analiza la relación dialéctica entre la cultura oprimida en resistencia y lucha con la cultura opresora (“Una nación joven con una historia milenaria”, en Trabajo e identidad ante la invasión globalizadora, Buenos Aires, La Marea y Ediciones Cinco, 2000).

2 Otto Vargas señala que la penetración imperialista en la Argentina se impuso mediante el modelo económico inglés, el modelo del ejército alemán y de la cultura francesa (Vargas, Otto, El Marxismo y la Revolución Argentina, Buenos Aires, Ágora, 1999).

3 Los capitales norteamericanos comenzaron a penetrar a inicios del siglo XX, disputándoles en 1904 a los ingleses en los frigoríficos la producción, el mercado, pero sin lograr la asociación privilegiada que tuvieron estos últimos, por el carácter competitivo de la economía argentina con la de Estados Unidos.

4  Mateu, Cristina. Avances y límites de la industria cinematográfica argentina, 1935-1955, Buenos Aires, Ediciones Cooperativas,  2008.

 

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº 7. Marzo 2012-Febrero 2013 – Volumen II

 

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