Marlon Brando o el cansancio de la rebeldía

Homenaje a uno de los más controvertidos mitos de Hollywood

Carolina Crisorio

 

Me he preguntado por qué me ha afectado escuchar la noticia del fallecimiento de Marlon Brando. No alcanza con enumerar las cualidades sobre las que todos (y todas) hablan: inteligente, sensual, maestro en un estilo de actuación en el que podía hacer, con un gesto milimétrico, el pasaje de un tierno niño a un psicótico brutal, o al revés. Tal el caso del Stanley Kowalski de Un tranvía llamado deseo (A streetcar named desire, 1951), la magistral obra de Tennessee Williams que le permitió su lucimiento junto a Vivian Leigth y su primera nominación al Oscar, dirigidos por Eliah Kazan.

 

Brando, queriéndolo o no, marcó toda una generación de actores como Dustin Hoffman o Robert De Niro,  para la cual el método Stanislavsky de actuación se transformó en una meta casi sacra. Ya en sus comienzos, para preparar su primer papel en la pantalla grande como un paciente parapléjico permaneció un mes inmovilizado (The men, 1950). 

 

Marlon imperial, ya fuera como romano (Julius Caesar, 1953) o en su edulcorada versión de Napoleón (Desiree, 1954), u oficial nazi de Young Lions (1958), nos trasladó a mares lejanos y a romances exóticos en la historia del joven aristócrata que intentaba mantenerse al margen de las injusticias que desataba su antagonista, el capitán mesiánico de la real marina británica, encarnado por el excelente británico Trevor Howard (Mountiny of the Bounty, 1962).

¿Qué sentimientos pesaban más al ver su papel en El Salvaje (The Wild One, 1954)? ¿La ternura por un chico que no sabe qué hacer de su vida, incomprendido a la mirada de los adultos estilo James Dean? ¿o la sensualidad de su imagen transgresora que, como Elvis Prestley, rompía con los prejuicios y una moral reprimida e hipócrita?  Éstos eran jóvenes que en sus conductas ponían en cuestión los dorados cincuenta y el pleno auge del Estado de bienestar(well fare). Además, entre el polaco macho-pelele de Un tranvía… y el oficial del ejército de reprimidos impulsos sexuales gays en su trabajo con Liz Taylor (Reflections in a a goleen eye, 1967), desplegó una sexualidad ambivalente en la que el ideal machista dejaba traslucir fisuras apenas insinuadas en el cine del establishment bajo el celoso control del puritanismo protestante.

 

Entre sus personajes aparecen adolescentes rebeldes y/o marginales que, en los momentos decisivos podían asumir un compromiso ético, movilizados por el amor o por la culpa, pero modélicos al fin, que -como el  boxeador lumpen Terry Maloy de Nido de Ratas (On the waterfront, 1954/ Oscar al mejor actor) -, fueron el único resquicio de crítica en una sociedad amordaza por la caza de brujas anticomunista, que paradójicamente expulsó a una personalidad de la talla de Charles Chaplin, quien retornó a su país natal.

 

 

 

 

 

En ese film Eliah Kazan dejaba traslucir una crítica a los oscuros vínculos de ribetes mafiosos entre empresarios y sindicatos, alimentados bajo el modelo de economía mixta inaugurado por Roosevelt tras la gran depresión de 1929/30. El hermano de Terry Maloy encarna esta influencia maligna sobre el protagonista. Éste, conmovido por el sufrimiento de una muchacha a quien ama, cuyo hermano ha sido víctima de la violencia sindical, y guiado por un sacerdote católico logra poner en movimiento sus reservas morales. Por tal motivo, recibe una paliza brutal y, casi completamente destrozado, camina hacia un futuro mejor frente a una masa casi inerme y alienada. Terry camina solo, exaltando el individualismo de la sociedad estadounidense y dejando mal paradas a las masas. El personaje, al igual que el sheriff de A la Hora Señalada con el inigualable Gary Cooper -, le enrostra a la sociedad su cobardía y refuerza la idea de la elección  individual en la búsqueda del camino correcto. En otras palabras, son críticas “dentro del sistema” con posturas cercanas a la mirada “liberal” pero cuidadosamente distantes de cualquier simpatía hacia los “socialismos reales” o utópicos.

 

Entonces, poco a poco, el Marlon Brando-ídolo se transformó en uno de los vehículos más potentes del disconformismo. Con poses y actitudes que pateaban el tablero de la represión y la censura fue ganando en actitudes desbordantes. Como siempre ocurrió en la meca del jet set, su imagen de rebelde de celuloide se confundía con la de carne y hueso. Por ello, ya en 1954, cuando recibió su primer Oscar posó frente a los fotógrafos con el famoso humorista de posiciones conservadoras Bob Hope – anfitrión de ese evento durante muchos años – pugnando por quedarse con la estatuilla. Este “jugando a estar enojado” mientras posaba para las fotos era una ironía sobre sí mismo, o sobre la imagen de sí mismo, y a ella volvió una y otra vez.

 

La maquinaria de la industria cinematográfica, como siempre, deseaba sacar jugo de todo y no renunció a ninguna de sus multifacéticas cualidades, en comedias amables como Guys and Dolls (1955) y La casa de té de la luna de agosto(The Teahouse of August Moon, 1956), o en films bélicos como Sayonaraen plena Guerra de Corea en 1957.

 

El hecho de aceptar las reglas del juego le llevó a afirmar que el único motivo por el que permanecía en Hollywood era que no tenía “el coraje moral de rehusar el dinero”.  Por ejemplo, asumiendo el rol de padre de Superman del malogrado Christopher Reeves, recibió 3 millones de dólares en 1978. En su última aparición con Robert De Niro (The Store, 2001) cobró una suma semejante.

Este ribete mercantil sin embargo, jamás hizo que desdeñara ningún papel que le permitiera alimentar su fama de “niño maldito”.

 

Le interesó participar en la coproducción ítalo-francesa Queimada (1969), en una historia que evocaba las luchas por la independencia en el Caribe. Cuentan que durante su rodaje Brando se molestó con el director Gillo Pontecorvo  por cómo trataba a los extras y que sólo habría retornado a la filmación cuando el director los agasajó con una comida “de primera”. Fuera o no la fuente de desavenencias con el italiano, las relaciones con sus directores muchas veces fueron muy difíciles y asumió el papel de star, tuviera o no el protagónico del film. A pesar de ello, Pontecorvo, quien había ganado renombre con su arremetida contra el colonialismo francés en su Batalla de Argelia, siguió ponderando a Marlon Brando, de quien habría dicho que era el único actor capaz de sonreír con una mitad de la cara y llorar al mismo tiempo con la otra mitad.

 

En 1972 las pantallas fueron testigos de otro nuevo mito: Vito Corleone. Personaje delineado bajo la pluma de Mario Puzo y la dirección de un joven Francis Ford Coppola, marcaba el ocaso de la vieja mafia, la de la era de prohibición de la venta de alcohol, y el advenimiento de una nueva generación de narcotraficantes, conspiradores, traficantes de armas y golpistas. No podemos menos que conmovernos por la frustración de este padre siciliano, que bien podría haber sobrevivido las purgas del mítico Elliot Ness, ante el fatum. Es que su hijo menor (Michael Corleone, interpretado por Al Pacino) no puede convertirse en un político próspero y legal, como él deseaba. Este héroe de guerra, ante el atentado que sufre su padre, el Padrino, se ve impelido a abandonar toda legalidad y se transforma en la mano más sangrienta de la sucesión de Don Vito. Éste se transforma en un ablandado “abuelito”, tal como en la  escena en la que juguetea con su nieto hasta caer con su último hálito vital. Las imágenes nos devuelve un Marlon Brando de gran ternura, donde sella la parábola de este duro en franca declinación – ¿él mismo?- que Hollywood premió con el Oscar al mejor actor.

Sabido es que no asistió  personalmente a la ceremonia, y su emisaria, una joven indígena, leyó un comunicado de protesta por la situación de los pueblos originarios en Estados Unidos rechazando el “máximo galardón”. Muchos en “la Meca del cine” nunca se lo perdonaron. La gran máquina de producir dinero no debía presentar fisuras. Esta vez, en lugar de jugar a tironear de la estatuilla con gesto adusto pateaba el tablero y rompía el axioma sagrado: “el show debe continuar”. ¿O en realidad creaba su propio show, como cuando le gustaba inventarse un lugar de nacimiento exótico?

 

De esa aparición de un anciano en el final de su vida, regresó con una nueva vuelta de tuerca sobre su propio mito de erotismo desenfrenado pocos meses después en otra obra inolvidable: El último tango en París (Last tango in Paris, 1973). Bajo el influjo del argentino saxo del Gato Barbieri, el film italo-francés nos arrojaba en medio de una relación angustiante entre ese hombre ya maduro y una joven Maria Schneider. Este film instaló en las charlas de café porteñas no sólo el problema de la falta de comunicación, sino también las humoradas acerca de la “escena de la manteca”. Otra vez un joven director como Bernardo Bertolucci ponía a Marlon Brando  en el centro de las controversias.

 

En 1979 otra vez con Coppola volvió a dar otro personaje de antología que en su momento no fue bien recibido por la crítica: el coronel Kurtz de Apocalypse Now. Algunos miembros del equipo se han quejado en declaraciones a programas chismosos de la TV yanqui porque Brando llegó tarde a la filmación – ya retrasada – y, en lugar de ajustarse al guión discutieron largamente con Coppola las características del personaje antes de largarse a rodar. Era el momento de cobrar la cuenta y las críticas lo arrojaron a los galgos. Sin embargo los cinéfilos alejados de la máquina de hacer dólares de Los Ángeles aquilatan este personaje que casi fue el canto del cisne de las grandes composiciones que este actor nos dejó.

Después lo perdimos, y sólo tuvimos algunos reflejos de su antiguo talento en su psicoanalista de Don Juan de Marco (1995), donde trabajó un joven talentoso y seductor, Johny Depp, quien declaró haber encontrado comprensión y guía en el veterano actor ya que ambos compartían el problema de la adicción y los excesos.

 

Cansado de los sets de filmación, la fama y los billetes no le hicieron la vida más fácil. Cuando en 1991 debió sentarse frente al tribunal que juzgaba el asesinato del novio de su hija Cheyenne (quien se suicidó en 1995) a manos de Christian, su hijo mayor, sostuvo que había sido un mal padre y que en realidad estaba teniendo lugar un “juicio a Marlon Brando”. En algún sentido tenía razón. Hienas y rémoras encontraron otro alimento para la prensa amarilla. La “gente bien” podía volver a escandalizarse, y reconfortarse por el castigo que había caído sobre su vida desordenada. Como en las fábulas con moraleja podía verse que “quien mal anda, mal acaba” y que “nunca hubiera debido abandonar la actuación o mezclarla con la política”.

A los ochenta años, abandonado por casi todos, sin dinero y agobiado por el sobrepeso nos abandonó definitivamente.

 

 

 

 

 

Como dijo Rober De Niro “ahora es inmortal”. Pareciera resonar la voz de Cecil B. De Mille ordenando a las cámaras que rueden la escena final.


Buenos Aires. Julio de 2004

 

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº. 1 a 4. 2006-2009


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