El catecismo de Fray Camilo *
Jorge Núñez Sánchez **
En medio de la noche colonial, en Quito se escribió un nuevo catecismo, que trajo luz a las mentes, inflamó de patriotismo los espíritus y, en definitiva, contribuyó a revolucionar el mundo hispanoamericano.
Su autor fue un iluminado fraile chileno llamado Camilo Henríquez, que pertenecía a la Orden de los Ministros de los Enfermos Agonizantes de San Camilo de Lelis, conocida generalmente como Orden de la Buena Muerte, a la que ingresara en Lima, en 1789, y en la que había profesado como sacerdote a inicios de 1790. En resumen, su profesión oficial era la de ayudar en sus últimos días a los ancianos, enfermos y moribundos. Pero quizá ese mismo contacto cotidiano con la muerte lo había puesto a reflexionar profundamente en la vida, tanto individual como colectiva, y así, buscando explicaciones para las realidades de su tiempo, se había convertido en un estudioso de las nuevas ideas y había llegado a la lectura de los filósofos ilustrados y otros autores prohibidos por la Iglesia Católica.
José Camilo Henríquez González había nacido en Valdivia, Chile, el 20 de julio de 1769, siendo hijo del capitán de infantería española don Félix Henríquez y Santillán (1745-1798) y de doña Rosa González y Castro (1747-1798). Rebelde desde pequeño, la edad de trece años se fugó de su casa y terminó en Lima, capital del virreinato del Perú, donde fue acogido por un bodegonero chileno y más tarde pasó a estar bajo la dirección de su tío materno Juan Nepomuceno González. En esta ciudad ingresó a la “Orden de los Ministros de los Enfermos Agonizantes de San Camilo de Lelis” (u «Orden de los frailes de la Buena Muerte»), luego de presentar una probanza de limpieza de sangre de sus antepasados (ser cristianos viejos y no tener ascendientes moros o judíos) en 1789; finalmente fue consagrado sacerdote el 28 de enero de 1790.
Según informes de su Orden Religiosa, «tenía una distinguida capacidad y no cedía a persona alguna en su contracción al estudio. Hizo extraordinarios progresos y adquirió crédito y estimación por su saber, habiendo dado preferencia a las investigaciones políticas, al examen de autores modernos y al cultivo de las ideas liberales. Sus estudios preferidos fueron la filosofía, el latín, las ciencias matemáticas y físicas; cursó asimismo con gran aprovechamiento la teología y la historia.” (1)
Naturalmente, ello le provocó persecuciones de la Inquisición limeña, que lo apresó y lo encerró en sus húmedas mazmorras, acusado de leer “El Contrato Social” de Rousseau, única obra que hallaron en sus manos; de ahí fue rescatado por su Orden, pero la prisión nunca aminoró el espíritu libérrimo ni el vuelo de pensamiento del audaz fraile.
Fue así como este estudioso de San Agustín, del padre Las Casas y del filósofo Suárez, se volvió un lector apasionado de las obras de Rousseau, Voltaire, Montesquieu, el abate Raynal y John Adams, en las cuales se empapó de las ideas que inspiraron la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa. De la primera, aprendió la lección anticolonial, que enseñaba que ningún pueblo puede estar bajo la dominación y dependencia de otro si no es por la fuerza, por lo que también era necesaria la fuerza para lograr su liberación. De la segunda, la lección de la soberanía popular, que mostraba que no había otra base justa de poder que no fuera la voluntad popular y que todo poder emergía de un “Contrato Social”, por el que todos los hombres cedían algo de su soberanía para que se formara una autoridad común, que los beneficiase a todos. Y ambas juntas le aportaron a su conciencia el ideario de los Derechos del Hombre, que para fray Camilo fue toda una revelación, puesto que enseñaba a mirar al hombre en su integridad y no sólo como lo describía el poder: criatura débil ante el pecado o vasallo potencialmente insumiso, al que había que refrenar y controlar por la fuerza.
Esas ideas revolucionarias eran atractivas y poderosas, puesto que apelaban a la conciencia superior de los hombres, aunque cuestionaban por la base el sistema colonial y el poder monárquico existente, e inclusive, en su mayoría, estaban en contradicción con los dogmas y enseñanzas oficiales de la Iglesia. Su alma de patriota se entusiasmó con el discurso anticolonial y antimonárquico, pero sufrió una guerra civil interna con el cuestionamiento de los dogmas religiosos, por lo que se dedicó a estudiar los evangelios y la doctrina de los doctores de la Iglesia, en busca de un objetivo que a primera vista parecía imposible: conciliar el discurso liberador de norteamericanos y franceses con la teología católica.
Y en esas andaba cuando su Orden decidió fundar una casa en la ciudad de Quito, aprovechando la Real Licencia concedida por Cédula de 9 de agosto de 1806. Al año siguiente, el 14 de junio de 1807, el Arzobispo de Lima, Bartolomé María de las Heras, dio buenos Informes sobre la vida y costumbres de los padres Gerardo Moreira, Camilo Henríquez, José Romero y Tomás Ahumada, a quienes la Orden de la Buena Muerte había designado para abrir su casa quiteña. (2)
Tras viajar del Callao a Guayaquil en el mes de agosto, fray Camilo llegó finalmente a Quito a mediados de septiembre de 1807. Para entonces, ya había avanzado notablemente en su tarea de conciliación ideológica, que concluyó finalmente en esta ciudad, al amparo del clima intelectual que se vivía en ella. Usando con provecho el poco tiempo libre que le dejaban sus responsabilidades, leyó todo lo que pudo en la Biblioteca de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás, donde los jesuitas habían dejado un gran fondo bibliográfico, que luego el doctor Eugenio Espejo había incrementado y actualizado, durante su gestión como Director. Ese esfuerzo intelectual le permitió completar finalmente la obra intelectual en que venía trabajando, que era un Catecismo Patriótico, en el que, por medio de preguntas y respuestas, desarrollaba algunas ideas precursoras de la emancipación americana, referidas a la libertad personal y nacional, los derechos del hombre y del ciudadano, las obligaciones de los ciudadanos, la tiranía, la monarquía, el colonialismo, entre otras. A eso vino a juntarse la noticia del apresamiento de Fernando VII por Napoleón Bonaparte y el entronizamiento de José I en la península ibérica, lo cual le dio pie a nuestro autor para reorientar su trabajo, aunque insistiendo en sus ideas fundamentales.
Pero la labor de fray Camilo no se quedó en el ámbito libresco, sino que se proyectó directamente al espacio de la política, toda vez que Quito bullía por entonces de patriotismo y su universidad era un centro de debates sobre el destino de la nación quiteña. Ese clima intelectual, que se había iniciado en tiempos del doctor Espejo, se había mantenido luego gracias a la labor de los profesores de la Real y Pública, entre los que descollaban el Vicerrector de ella, doctor Manuel Rodríguez de Quiroga y el joven José Mejía Lequerica. Pero, sin duda, había alcanzado su clímax en tiempos del Presidente Carondelet (1797–1807), un notable ilustrado que se interesara grandemente por el progreso del país quiteño y por el avance de su universidad, quien acababa de fallecer en esta ciudad, dejando una general congoja entre los Amigos del País.
Había algo más: animando secretamente ese ambiente, desde el fondo del escenario, se hallaba la logia “Ley Natural”, que había reemplazado a la “Escuela de la Concordia” fundada por Eugenio Espejo. En ella confluían las gentes de más avanzado pensamiento patriótico: nobles titulados, pensadores radicales, curas ilustrados, artistas. El Presidente Carondelet, un antiguo masón de los Países Bajos, había presidido por casi una década los trabajos de esta logia o taller de estudios, donde también habían laborado, durante su estancia quiteña, los sabios naturalistas Humboldt y Bompland, quienes aportaron nuevas ideas y derroteros de acción a la Ilustración local.
Fray Camilo encontró en esta logia su espacio natural de acción política. Él, que había sido perseguido por la Inquisición a causa de sus ideas liberales, se encontró aquí a cubierto de las acechanzas inquisitoriales y rodeado de gentes que pensaban de modo similar y ansiaban nuevas luces para sus esfuerzos intelectuales. En ese ámbito, a la vez activo y reservado, el fraile iluminado halló oportunidad tanto de aprender cuanto de enseñar, bajo un alero de absoluta tolerancia de ideas. Ahí se codeó con la Ilustración quiteña en pleno: con notables ilustrados, como el Marqués de Villa Orellana y Manuel Rodríguez de Quiroga, que dirigían la Real y Pública Universidad de Santo Tomás; con jóvenes liberales de sólida formación intelectual, como José Mejía Lequerica, Juan de Dios Morales Leonin y Antonio Ante, pero también con curas progresistas y patriotas, como Juan Pablo Arenas o José Riofrío, que basculaban aún entre los principios de la dogmática tomista y el ideario liberal de los franceses.
De ahí que su catequesis revolucionaria y cristiana fuera para todos una revelación, una bienvenida revelación. Porque, sin pretenderlo, lo que el sagaz fraile había desarrollado era un verdadera “Teología de la Liberación”, puesto que su objetivo principal era minar intelectualmente al colonialismo español y coadyuvar a la libertad de los países hispanoamericanos.
Llegados a este punto, permítasenos una digresión para señalar que el historiador Robert L. Gilmore ha logrado establecer que un mes y medio antes de la revolución quiteña de 1809, don José Núñez, de Panamá, informó a las autoridades del istmo que había recibido de Quito (ciudad que conocía y donde tenía amigos) un documento manuscrito titulado “Catecismo en que debe estar instruido todo fiel vasallo de Fernando Séptimo”. Gracias a la acuciosidad intelectual del historiador colombiano Gustavo Pérez Ramírez, hemos podido conocer que
“en este catecismo se decía que Napoleón vendría a apoderarse de América y que, consecuentemente, América debía proclamar su independencia, hacer la paz con Inglaterra, y rescatar a Fernando de su traidor, y esto se imponía en conciencia. Entre otras aseveraciones de este catecismo todas dignas de tenerse en cuenta en nuestros días, cabe citar esta: la riqueza de América debe permanecer en América, cuyos residentes serán ricos y poderosos.”
Todo indica que este documento enviado desde Quito a Panamá fue la primera versión del catecismo patriótico escrito por fray Camilo Henríquez, mismo que en el futuro tendría una versión más avanzada, adecuada a la realidad chilena de 1810, bajo el título de “Catecismo Político Christiano”, que circularía poco antes de la reunión del Cabildo Abierto santiaguino del 18 de septiembre de 1810, que instituyó la Primera Junta de Gobierno chilena. Su autor firmó con el seudónimo de “Don José Amor de la Patria”, pero varios detalles, como las reiteradas y afectuosas menciones a Quito, muestran que fue escrito por fray Camilo Henríquez.
Esos escritos de fray Camilo constituyeron una primera “Teología de la Liberación” formulada en tierras americanas, porque, en esencia, reivindicaban la esencia liberadora del pensamiento cristiano, despojándola de los agregados conformistas y acomodaticios creados por la Iglesia oficial para satisfacción del poder monárquico.
En esencia, este seguidor del pensamiento de Suárez de Figueroa y San Agustín rescataba la idea cristiana de la igualdad entre los hombres; proclamaba el amor a la Patria (en este caso, la Patria Americana) como un lección de solidaridad social enseñada por Cristo; cuestionaba al poder monárquico como viciado por su base y naturalmente proclive al despotismo; denunciaba al sistema colonial como ilegítimo, violento, absurdo y el peor método de gobierno, y sostenía, con ejemplos bíblicos, que Dios repudiaba el sistema monárquico “como perjudicial y ruinoso a la humanidad, por las fundadas y sólidas razones que (en el cap. 8 del lib. 1.° de los Reyes) expuso su infinita sabiduría…” y, por el contrario, se inclinaba por el sistema republicano. Decía en su catecismo:
“El gobierno republicano, el Democrático en que manda el Pueblo por medio de sus representantes o Diputados que elige, es el único que conserva la dignidad y majestad del Pueblo: es el que mas acerca, y el que menos aparta a los hombres de la primitiva igualdad en que los ha creado el Dios Omnipotente; es el menos expuesto a los horrores de despotismo, y de la arbitrariedad; es el mas suave, el mas moderado, el mas libre, y es, por consiguiente, el mejor para hacer felices a los vivientes racionales.”
Continuando con su sagaz análisis, sostuvo que las monarquías y los reyes que las presidían habían sido el resultado del uso de la violencia sobre “los débiles y desunidos mortales”. Que luego ellos habían creado leyes para defender sus privilegios y se habían concedido a sí mismos “atributos que casi todos los igualaban al Criador, y que envilecían y degradaban la especie humana”. Y que finalmente habían denominado como alta traición o crimen de lesa majestad cualquier idea, esfuerzo o intento de contener el despotismo, castigando “con los cadalsos, con los tormentos y los mas espantosos suplicios a los que no eran esclavos mudos y estúpidos.” En una velada crítica a la misma Iglesia, y en especial a la jerarquía religiosa, sostuvo también que la tiranía de los reyes había sido impuesta con la ayuda de unos “hombres perversos que ganados con los empleos, con los honores y las rentas coadyuvaban a estos designios.” Y denunció finalmente como una invención perversa la teoría del “poder de derecho divino” sostenida por el Papado y las Monarquías, expresando:
“Los Reyes añadieron a la fuerza el artificio, e hicieron creer a los hombres embrutecidos, que su autoridad la tenían de Dios, para que ninguna mortal pudiese contestarla ni limitarla.”
Entrando a analizar el origen de la soberanía, sostuvo que los pueblos, cuando tuvieron libertad para hacerlo, escogieron casi siempre el sistema republicano, pero que, si alguna vez escogieron designar un monarca,
“el Pueblo que lo eligió, que lo instituyó y nombró, le dio la autoridad para mandar, formó la constitución y extendió, o limitó sus facultades y prerrogativas, para que después no abusase de ellas.”
Dicho de otro modo, sostuvo que la monarquía era, en general, un producto ilícito de la fuerza de los poderosos, tolerado luego por el pueblo soberano, y excepcionalmente era un gobierno escogido por el propio pueblo, pero que, en cualquier caso, los Reyes tenían
“su autoridad del Pueblo que los hizo reyes, o que consintió en que lo fuesen después de usurpado el mando.”
Agregó que cuando los pueblos instituían un gobierno, fuese monárquico o republicano, lo hacían para buscar la felicidad de todos y no de una sola familia o persona poderosa, y que si el Rey resultaba ser “un inepto, un malvado o un tirano”, el Pueblo que le había conferido el poder de mandar, podía,
“como todo poderdante, revocar sus poderes y nombrar otros guardianes que mejor correspondan a la felicidad común.”
Siguiendo con esta lógica se preguntaba qué ocurría con el poder cuando, como en el caso de la España de ese momento, se disolvía el gobierno por el cautiverio del Rey y toda su familia. ¿A quién volvía la autoridad? ¿Quién podía organizar de nuevo el sistema de gobierno? La respuesta era precisa y maciza:
“La autoridad vuelve al Pueblo de donde salió, vuelve a la fuente pura y primitiva de donde emanó, y el Pueblo es el único que tiene autoridad para nombrar o instituir un nuevo Rey, o para darse la forma de gobierno que mejor le acomode para su prosperidad. Esta es la Doctrina que, como una verdad incontestable, han enseñado los mismos Españoles en sus proclamas, actas y manifiestos escritos con motivo de la invasión y perfidia de Bonaparte, y así es que verificado el cautiverio de los Reyes y de toda su familia, las Provincias de España, instituyeron las Juntas provinciales independientes las unas de las otras; y al fin instituyeron la Junta Suprema por la elección y votos de todas las Provincias.”
Se preguntaba finalmente si la Junta Suprema de España tenía autoridad para mandar en América. Y respondía con la misma lógica irrebatible:
“Los habitantes y Provincias de América solo han jurado fidelidad a los Reyes de España y solo eran vasallos y dependientes de los mismos Reyes… Los habitantes y Provincias de América no han jurado fidelidad ni son vasallos o dependientes de los habitantes y provincias de España, (quienes) no tienen pues autoridad, jurisdicción, ni mando sobre los habitantes y Provincias de la América… La Junta Suprema no ha podido pues mandar legalmente en América, y su jurisdicción ha sido usurpada como la había usurpado la junta provincial de Sevilla.”
Con estas preguntas y respuestas, el catecismo de fray Camilo lograba llevar al lector hacia la conclusión de que los pueblos americanos, en ejercicio pleno de su soberanía, y ante el vacío de poder producido en España por la invasión napoleónica y la captura de sus reyes, tenían el pleno derecho de instituir Juntas Soberanas y darse el sistema de gobierno que fuera de su agrado. Pero su autor iba más allá: actuando con suprema sagacidad política, a la vez que con sentimientos de elevada humanidad, recomendaba a los americanos lo siguiente:
“Formad vuestro gobierno a nombre del Rey Fernando para cuando venga a Reinar entre nosotros; dejad lo demás al tiempo y esperad los acontecimientos; aquel Príncipe desgraciado es acreedor a la ternura, a la sensibilidad y a la consideración de todos los corazones americanos. Si el tirano (Napoleón) … lo deja que venga a Reinar entre nosotros; si por algún acontecimiento afortunado él puede romper las pesadas cadenas que carga y refugiarse entre los hijos de América, entonces vosotros, americanos, le entregareis estos preciosos restos de sus dominios, que le habeis conservado como un deposito sagrado. Mas entonces también, enseñados por la experiencia de todos los tiempos, formareis una constitución impenetrable en el modo posible a los abusos del despotismo, del poder arbitrario, que asegure vuestra libertad, vuestra dignidad, vuestros derechos y prerrogativas, como hombres y como ciudadanos, y en fin vuestra dicha y nuestra felicidad.”
Y agregaba una expresión totalizadora de repudio a toda nueva forma de colonialismo, refiriéndose a aquellas que asomaban en el horizonte americano:
“Ni Reyes intrusos, ni franceses, ni ingleses, ni Carlota, ni portugueses, ni dominación alguna extranjera. Morir todos primero antes que sufrir o cargar el yugo de nadie.”
Como podemos ver, el catecismo patriótico de fray Camilo Henríquez fue prácticamente el guión político por el que se guiaron los revolucionarios quiteños de 1809, en la teoría y en la práctica.
Capítulo aparte era lo referido al sistema colonial, que fray Camilo denunciaría con duros términos, como un sistema ruinoso y destructivo de la economía americana, que había frenado las formas productivas desarrolladas por los criollos para proteger su monopolio comercial y que solo se interesaba por saquear los riquezas y recursos del continente, sin interesarse por su progreso ni por su seguridad militar. Entrando en un detallado recuento de los males causados en América por el colonialismo español, nuestro pensador denunciaba:
“La Metrópoli nos carga diariamente de gabelas, pechos, derechos, contribuciones e imposiciones sin número, que acaban de arruinar nuestras fortunas…; la Metrópoli quiere que no tengamos manufacturas, ni aun viñas, y que todo se lo compremos a precios exorbitantes y escandalosos que nos arruinan; toda la legislación de la Metrópoli es en beneficio de ella, y en ruina y degradación de las Américas…; todas las providencias del govierno superior tienen por objeto único llevarse, como lo hace, el dinero de las Américas y dejarnos desnudos, a tiempo que nos abandona en los casos de guerra; todo el plan de la Metrópoli consiste en que no tratemos, ni pensemos de otra cosa, que en trabajar las minas, como buenos esclavos, y como indios de encomienda, que lo somos en todo sentido, y nos han tratado como tales.
La Metrópoli ha querido que vamos a buscar justicia y a solicitar empleos a la distancia de mas de tres mil leguas para que en la Corte seamos robados, saqueados, y pillados con una imprudencia, y un descaro escandaloso, y para que todo el dinero lo llevemos a la Península. Los empleados y europeos vienen pobrísimos a las Américas, y salen ricos y poderosos: nosotros vamos ricos a la Península y volvemos desplumados, y sin un cuartillo; ¿cómo se hacen estos milagros? todos lo saben.
La Metrópoli abandona los pueblos de América a la mas espantosa ignorancia, ni cuida de su ilustración, ni de los establecimientos útiles para su prosperidad… Los tesoros que se arrancan de nosotros por medio de las exacciones fiscales solo deben servir para dotar magníficamente empleados europeos, para pagar soldados que nos opriman, y para enriquecer la Metrópoli y los favoritos.”
El tránsito de un revolucionario
Si fray Camilo ayudó a transformar a Quito, también Quito lo transformó a él, en un juego de influencias mutuas que proyectaría sus luces a todo el continente. En efecto, él había llegado a Quito como un fraile iluminado por las luces de la Ilustración, pero atado todavía a sus obligaciones religiosas y con la misión esencial de recoger fondos para fundar una nueva casa de la Orden de la Buena Muerte. La verdad sea dicha, nunca descuidó su misión básica de atender a enfermos y moribundos, ni su nueva misión de adelantar en Quito la instalación de una nueva sede de su Orden. Y del cumplimiento cabal de sus obligaciones religiosas informó el mismísimo Presidente interino de la Audiencia de Quito, D. Diego Antonio Nieto Polo, el 19 de mayo de 1808, al Superior de aquella Orden, padre Gerardo Moreira, diciendo:
«…En obsequio a la verdad, debo decir a V, R. que me consta el esmero, celo y exactitud con que han procurado llenar todas las obligaciones de su Sagrado Instituto en la asistencia puntual de los enfermos que los han necesitado; y desde su arribo a esta ciudad, he oído con mucha satisfacción los elogios que justamente se dispensan tanto a V. R. como a los Padres Camilo Henríquez y Tomás Ahumada por los efectos de su caridad que han recibido muchos de sus vecinos, nobles y plebeyos, sin excepción de personas…»
Pero no es menos cierto que fray Camilo se dio modos para introducirse en los ajetreos patrióticos quiteños, que eran una avanzada de los ajetreos similares que empezaban a bullir en el resto del continente. Así, conoció de cerca los efectos políticos causados en Quito por el fallecimiento del Presidente Carondelet, ocurrido en la hacienda de Chillo, de propiedad del Marqués de Selva Alegre, el 10 de agosto de 1807. Luego, presenció las disputas entre los oidores por acceder al gobierno interino de la Audiencia y tomó conocimiento de los planes autonomistas de los patriotas, que buscaban aprovechar la crisis que había en la cabeza de la monarquía.
Más tarde, fue testigo del destierro de Juan de Dios Morales a Guayaquil y su posterior confinio en Píntag, dispuestos por el Presidente interino de Quito, D. Diego Antonio Nieto Polo. Presenció el arribo del nuevo Presidente de la Audiencia, D. Manuel Urriez, Conde Ruiz de Castilla, y fue quien sugirió a los patriotas organizar un homenaje público por su llegada, como pretexto para montar varias obras de teatro de claro contenido patriótico y humanístico: “Catón”, “Andrómaca”, “Zoraida” y “La Araucana”. Asistió a la reunión logial del 25 de diciembre de 1808, celebrada en la hacienda Chillo, en la que, a pretexto de celebrar la Navidad, se pusieron a punto los planes para formar una Junta de Gobierno Autonomista. Y finalmente presenció la represión desatada por las autoridades contra los patriotas, en marzo de 1809, tras conocer los planes conspirativos que se hallaban en marcha.
Eso asustó al inteligente fraile, que de inmediato armó viaje para Guayaquil, con rumbo a Lima, so pretexto de informar a sus superiores acerca del avance de los trabajos de instalación de la sede quiteña. Escapó, pues, de un posible carcelazo en Quito, pero no pudo escapar del largo brazo de la Inquisición limeña, que lo apresó al poco tiempo de llegar a la capital virreinal, acusándolo de haber sido un secreto protagonista de las acciones subversivas descubiertas en Quito. Esta nueva prisión en las mazmorras inquisitoriales se extendió de junio de 1809 a enero de 1810, en que finalmente fue liberado, gracias, una vez más, a la intervención de su Orden, que de inmediato lo envió de nuevo a Quito, para que concluyera la misión encomendada.
Cuando el buen fraile llegó a esta ciudad, a fines de marzo de 1810, se había cumplido un año de su ausencia y la situación política había cambiado abruptamente. Sus hermanos de logia y socios de lucha patriótica habían puesto en ejecución sus planes revolucionarios el 10 de agosto de 1809, pero habían sido finalmente derrotados por el poder colonial y ahora se hallaban casi todos presos en el cuartel de la Real Audiencia, bajo la estrecha vigilancia de las tropas de pardos limeñas y guayaquileñas enviadas por el Virrey del Perú.
En las calles de Quito se respiraba un aire de sospechas y persecuciones oficiales, mezclado con la rabia contenida de los quiteños. Es que la Junta Soberana de Quito, pese a su fracaso político y militar (causado por la oposición de las demás provincias y la defección de algunos de sus líderes), había permitido a los quiteños saborear las dulzuras de la libertad y entrever las luces de una vida en democracia, por lo que ahora no se resignaban a esa forzada restauración colonial. Además, les indignaba la situación de maltrato y persecución en que habían sido colocados los dirigentes intelectuales de la elite quiteña y los diputados de los barrios de la ciudad, contra los que se habían incoado juicios y se pedían durísimas penas, acusándolos de ser reos de Estado.
En medio de sus trabajos religiosos, fray Camilo vivió por largos meses ese clima de angustia, zozobra e irritación social, que él supo transformar en indignación creativa, para desarrollar una obra intelectual cada vez más audaz y radical, bajo el seudónimo de Quirino Lemáchez, que era un anagrama de su propio nombre.
Henríquez estaba convencido de la necesidad de difundir las ideas y esfuerzos de independencia en los demás países del área, incluidos Perú y su natal Chile. Por eso, reformó su “Catecismo de los Patriotas” y produjo un nuevo catecismo de igual concepción y finalidad política, titulado “Catecismo Político Cristiano”, copia del cual envió secretamente a sus amigos de Chile, para que lo reprodujeran y distribuyeran como un documento escrito por un tal “Don José Amor de la Patria”.
Entre tanto, avanzaban en Quito los procesos contra los patriotas de 1809, que finalmente no llegaron a sentencia sino que desembocaron, un año más tarde, en la masacre de los revolucionarios presos, efectuada por la soldadesca enviada por el Virrey de Lima, bajo el pretexto de que un grupo de gentes del pueblo había intentado liberarlos. Todo ello marcó a fuego la conciencia de Camilo Henríquez y templó su espíritu para nuevas luchas por la libertad americana. Además, esas experiencias vividas en Quito lo motivarían a escribir posteriormente, durante su estancia en Argentina (1817), una conmovedora obra de teatro a la que tituló “La Camila o la Patriota Sud Americana”, cuyo escenario es el país quiteño y cuyos actores son los habitantes de Quito que huyen de la violencia represiva del poder colonial y también los indios de la selva, que finalmente los protegen y apoyan.
Desde esa su “época quiteña”, marcada por la clandestinidad y el secreto, fray Camilo se volvió un enamorado de los anagramas y seudónimos, tras los cuales buscaba ocultar su verdadera identidad. Ello le fue útil y lo puso a salvo de las persecuciones oficiales en Quito, aunque no lo salvó de las garras de la Inquisición de Lima, que, por lo que se puede apreciar, debió tener un “familiar inquisitorial” entre los frailes de la Orden de la Buena Muerte, que espiaba constantemente a fray Camilo e informaba de inmediato al Santo Oficio. Más tarde, ya en su Chile natal, nuestro personaje usaría diversos nombres supuestos para sus escritos políticos y periodísticos, entre ellos los de Roque Harismenlic, Cayo Horacio, Canuto Handin y Patricio Curinancu.
Para 1811, convertido ya en un patriota radical, decidió lanzarse abiertamente a la lucha anticolonial, aún a costa de abandonar sus tareas religiosas. Así, ese mismo año volvió a Chile y se metió de lleno en la acción política. Redactó y distribuyó manuscrita su famosa “Proclama de Quirino Lemáchez”, en la que exhortaba a sus conciudadanos a votar por los mejores hombres para integrar el Congreso Nacional Constituyente. Dijo en esa proclama:
“¡De cuánta satisfacción es para un alma formada en el odio de la tiranía, ver a su patria despertar del sueño profundo y vergonzoso, que parecía hubiese de ser eterno, y tomar un movimiento grande e inesperado hacia su libertad (…)
¡Sea lícito al compatriota que os ama y que viene desde las regiones vecinas al Ecuador con el único deseo de serviros hasta donde alcancen sus luces y sostener las ideas de los buenos y el fuego patriótico, hablaros del mayor de vuestros intereses!.”
No era casual esa mención a nuestro país, que para entonces asomaba a los ojos de América como una nueva Numancia, cuyos hijos habían preferido morir inmolados antes que seguir bajo el yugo de la dominación extranjera. Al evocar a Quito, con sus héroes y mártires de la libertad (cosa que haría reiteradamente en su obra) Camilo Henríquez buscaba homenajear al primer país que había levantado el pendón de la independencia americana, así como evidenciar su identidad política con la causa revolucionaria.
Quito, cuya revolución ayudó a preparar él mismo, sería, una y otra vez, el referente ideal que fray Camilo utilizaría para hablar de una conciencia nacional lograda y de un pueblo alzado en armas por su libertad. Eso explica que, cuando su acción política lo lleve más tarde a la Presidencia del Senado de Chile, proponga y obtenga de ese cuerpo legislativo la declaratoria de que “Quito es luz de América”, con el mandato oficial de que esa frase, grabada en grandes caracteres, sea colocada en el faro ubicado a la entrada del puerto de Valparaíso, para que la vean todos los marinos y viajeros que arriben a éste.
Previamente, Henríquez fue electo diputado suplente por el distrito de Puchacay al Congreso Nacional Constituyente de Chile y también fue el encargado de pronunciar el sermón en la misa celebrada por la inauguración del poder legislativo, ocasión en la cual sostuvo que Dios autorizaba a Chile para constituirse en país independiente y al Congreso para darle una constitución al nuevo Estado. Luego, desde la suplencia legislativa, presentó al Congreso un plan de instrucción pública, destinado a formar una base ciudadana para la nueva república.
Pero su mayor esfuerzo se orientó al desarrollo de la prensa, que él veía como el mecanismo más idóneo para la difusión del ideario de la independencia y la formación de una opinión ciudadana. Bajo su orientación, el gobierno de José Miguel Carrera adquirió una imprenta en los Estados Unidos y nombró a Camilo Henríquez editor del primer periódico nacional chileno, “La Aurora de Chile”, que empezó a circular el 13 de febrero de 1812.
La “Aurora…” fue la tribuna desde la cual el combativo fraile difundió sus ideas políticas y sociales, por medio de artículos cargados de amor a la Patria y a la libertad de los pueblos y no exentos de crítica a los errores oficiales. Ello motivó al gobierno de Carrera a nombrar una comisión que elaborase un reglamento de prensa, iniciativa que Henríquez combatió, por considerarla un atentado contra la libertad de prensa. Ello provocó un conflicto político en el bando de los patriotas, que terminó con la vida de la “Aurora…”, después de más de un año de publicación y con 58 números salidos a la luz.
Un año más tarde, en abril de 1813, nació bajo su dirección un nuevo periódico, titulado “El Monitor Araucano”, de igual orientación patriótica. En éste apareció publicada la última versión de su memorable “Catecismo de los Patriotas”.
Uniendo la teoría a la práctica, fray Camilo desempeñó varios cargos políticos de importancia al par que desarrollaba su labor periodística. Fue senador entre 1812 y 1814 y en 1813 ocupó la Presidencia del Senado. En tal condición, redactó el Reglamento Constitucional de 1812 y presentó a la legislatura un importantísimo proyecto de ley destinado a la protección de los indígenas.
Más tarde, ocurrido el “Desastre de Rancagua” (1814), en el que fueron derrotadas las fuerzas patriotas, cruzó la cordillera y se exilió en Mendoza y luego en Buenos Aires, conde colaboró con diversos periódicos argentinos.
Mientras permanecía en Buenos Aires, afectado en su salud, se desarrolló la Campaña de los Andes, dirigida por San Martín y O’Higgins, que determinó la libertad definitiva de Chile. Entre tanto, fray Camilo escribió dos obras de teatro: “Camila o la Patriota Sud Americana”, referida a la lucha y martirologio de los patriotas quiteños, y que se representó por primera vez en Buenos Aires, en 1817, y “La Inocencia en el Asilo de las Virtudes.”
Mientras dudaba todavía de volver a su país, donde ahora gobernaba un bando patriota enemigo de los Carreras, con quienes él había colaborado, recibió una amable carta del libertador y Director Supremo de Chile, general Bernardo O’Higgins, en la que éste le invitaba a retornar y colaborar con la construcción del nuevo Estado republicano. Decía la carta, fechada el 15 de noviembre de 1821:
«Aunque en este último período de la libertad de Chile ha guardado usted tanto silencio que ni de nuestro suelo ni de mí se ha acordado en sus apreciables producciones, que siempre se conocen por la inimitable dulzura y juicio que las distinguen, yo quiero ser el primero en renovar una amistad que me fue tan amable y que puede ser útil al país en que ambos nacimos. Muchas veces he deseado escribir a usted ofreciéndomela y aún invitándole a su regreso; pero no quería ofrecer lo que no fuese equivalente, o mejor, de lo que usted disfrutase, y aún esperaba la terminación de la guerra para que ni ésta retrajese a usted en venir.
Ahora, pues, que la libertad del Perú ha asegurado la nuestra; ahora que nuestra República debe empezar a engrandecerse, es cuando escribo ésta para proponerle el que venga al lado de su amigo, a ayudarle en las penosas tareas del gobierno. Los conocimientos y talentos de usted son necesarios a Chile y a mí; nada debe, pues, retardar su venida cuando la amistad la reclama.[…]
Cualquiera que sea la comodidad con que en ésa le brinden, yo le protesto que las que le proporcionaré no le serán desagradables, y sobre todo usted no debe apetecer más gloria que la de contribuir con sus luces a la dirección de esta República que le vio nacer. No le arredren a usted ni la preocupación ni el fanatismo: usted me ha de ayudar a derrocarlo con tino y oportunidad». (3)
Animado con tan enaltecedora invitación, fray Camilo volvió a Chile, donde O’Higgins se apresuró a nombrarlo Director de la Biblioteca Nacional (27 de abril de 1822) y le encargó la edición de “La Gaceta Ministerial” y de otro boletín sobre la estadística del país. También continuó con su labor legislativa, como diputado por Copiapó, abogando por la creación de una vigorosa marina de guerra. Y participó en los debates de la Constitución chilena de 1823.
Nombrado Oficial Mayor del Departamento de Relaciones Exteriores, no pudo posesionarse por el grave quebranto de su salud y finalmente murió en Santiago, el 17 de marzo de 1824.
El gobierno y el parlamento decretaron solemnes funerales de Estado en su memoria. Terminó, así, la vida de este enamorado de la libertad, fundador de la primera Teología de la Liberación y “primer escritor de la revolución chilena”.
El pensamiento político de Camilo Henríquez
Volviendo a la “Proclama de Quirino Lemáchez”, podemos afirmar que en este documento se revela ya, de modo explícito y diáfano, su pensamiento anticolonial y esencialmente republicano, que luego se expresaría reiteradamente en otros escritos suyos y particularmente en sus formidables artículos publicados en la “Aurora de Chile”. Así, profundizará sus conceptos políticos sobre el amor a la Patria, de evidente origen roussoniano, en los que el patriotismo es visto no tanto como un sentimiento afectivo hacia el propio suelo y la tierra de los antepasados, sino como una virtud política, resultante de una inter-relación entre una república protectiva y benéfica y unos ciudadanos inflamados de patriotismo y filantropía, que están dispuestos a dar la vida por la defensa de su Patria y su sistema constitucional: “La idea de la libertad es muy hermosa, cuando es bien conocida: presentándose al ánimo acompañada de sus bienes y encantos, excita en él un entusiasmo abrasador e invencible. La historia de las repúblicas abunda en hechos que prueban esta verdad; rasgos sublimes de patriotismo que honran a la naturaleza humana y que ensoberbecen nuestra condición”. (4)
Pero el amor a la Patria requería de un sentimiento complementario: el odio y desprecio a los tiranos que la dominaban y humillaban. Dicho de otro modo, su amor a la libertad y su espíritu libertario lo impulsaban a odiar y combatir a los enemigos de la Patria. Por eso escribiría en su artículo “Pueblos Americanos”:
«Mi alma detesta la tiranía y se esforzó por trasladar a las vuestras este odio implacable: la alienta el amor de la libertad y de la gloria, y no omitió medio alguno para despertar en vuestros pechos esta pasión sublime, fecunda en acciones ilustres, y tan necesaria para regenerar a los pueblos, y elevar los Estados». (5)
Paralelamente a su preocupación por la libertad e independencia nacional, estaba su interés por la libertad de los ciudadanos y la garantía de sus derechos civiles, que él veía como la otra cara de una misma moneda. Es más, considera a la libertad civil inclusive más importante que la libertad nacional, pues ve al hombre libre, a la sociedad ciudadana libre, como el germen de cualquier otra dimensión de la libertad. Escribe a este propósito:
“Sólo es feliz el hombre libre, y sólo es libre bajo una constitución liberal, y unas leyes sabias y equitativas. Poco importa la libertad nacional si no se une con la libertad civil. Cuántos pueblos gimen bajo un yugo de bronce aunque forman estados independientes!
La libertad debe rodear al hombre bajo la garantía de la ley (…) La libertad debe de parte del estado asegurar a todos los ciudadanos una gran consideración y dignidad. Debe ser una cualidad inapreciable la ciudadanía, ha de ser una dignidad el ser ciudadano (…) “(6)
Empero, a diferencia de la mayoría de líderes de la emancipación, Henríquez expone, como parte sustantiva de su teoría política, la preocupación por la libertad de cada ciudadano frente a los abusos de los ricos y poderosos, que estima debe ser garantizada por una república justa y equitativa:
“Lo que es aún más necesario, y lo más difícil de existir fuera de las repúblicas, es una integridad severa en hacer justicia a todos y en proteger al débil contra la tiranía del rico. Si la debilidad no está siempre protegida por la fuerza pública resulta un estado sumamente infeliz y que induce la indiferencia por el bien común” (7)
De otra parte, empeñado en esa regeneración de la sociedad, se interesa grandemente por la moral ciudadana y mira a la república liberal como el ámbito de realización de la nueva virtud cívica, que debe reemplazar los vicios y ruindades de la monarquía y del sistema colonial. Si el viejo régimen corrompió y degradó el espíritu de los hombres, la república debe, en su opinión, liberarlos de esa degradación y elevar el espíritu individual y colectivo de los ciudadanos hacia la dignidad, la fraternidad y una sana emulación. Pero sus palabras de admonición no solo apuntan hacia la monarquía sino en general a todo “gobierno arbitrario” y a todo “Estado corrompido” que humille y degrade el espíritu cívico. Por eso, escribe lo siguiente:
“En las monarquías no puede unirse bien, ni subsistir la grandeza de alma con la degradación que se ve en los palacios y con las humillaciones y bajezas a que es necesario sujetarse para hacer fortuna (…) En un gobierno arbitrario ninguno incurre en la tentación de adquirir mérito, ni talentos, porque saben que los empleos y las distinciones se venden, se reservan para la intriga y aun se distribuyen por un capricho injusto (…) No hay verdadera emulación en un país en que la cábala, el favor, la opulencia destruyen los derechos del mérito y la virtud. En los Estados corrompidos se asciende a la fortuna por medio de la infamia, y la mediocridad, y aún la incapacidad se sostiene en ella por medio de bajezas, adulaciones, robos y otros delitos”(8)
¡Cuántas visiones, cuántos ámbitos particulares, cuántos aspectos de la vida social fueron analizados por este hombre con alma de libertador! Para no alargarnos más, digamos que América fue otro de sus temas predilectos, tanto en la teoría como en la práctica. Escribió en julio de 1812:
“En las provincias Americanas, sujetas antes al imperio español, se abre en la época actual una escena muy brillante. El valor, la resolución de los héroes, el entusiasmo de los republicanos antiguos y modernos, se han desplegado gloriosamente por la gran causa de la libertad nacional. La espada de la tiranía expirante ha inmolado en algunas partes muchas víctimas; pero de su sangre se han levantado nuevos héroes (…) Las crueldades con que la dominación antigua se despide del nuevo mundo, su desesperación y rabia sanguinaria, aun en sus últimos alientos, la han hecho más odiosa, han descubierto todo su carácter y han puesto a los hombres en la necesidad de vencer o morir”.(9)
Finalmente, hay que precisar que fray Camilo no trepidó en enfrentarse con los dogmas religiosos cuando estos entraban en contradicción con la razón y la ciencia. Tal lo ocurrido con motivo del terremoto del 19 de noviembre de 1822, que afectó a la región comprendida entre Illapel y la isla de Chiloé y causó poco más de doscientos muertos y una suma similar de heridos. El mismo Director Supremo de Chile, don Bernardo O’Higgins, estuvo a punto de morir aplastado por los escombros del Palacio de Gobierno, en Valparaíso.
Tan grave cataclismo, que también destruyó la bahía y el puerto natural de Quintero, provocó una enorme conmoción social, en medio de la cual un buen número de gentes fanatizadas empezaron a practicar brutales y sangrientas penitencias, asignando al terremoto un carácter de castigo divino por los pecados de los hombres. Fastidiado con tan denigrante espectáculo, fray Camilo dio su último gran combate ideológico, puesto que salió a explicar el origen natural del fenómeno telúrico, en un artículo que mencionaba las teorías científicas de Voltaire, Rousseau y Montesquieu. Además de criticar las ideas que motivaban a esos angustiados creyentes, reprobó con moderación el repugnante espectáculo que ellos habían protagonizado. Mas esto motivó, a su vez, la airada réplica del dominico Tadeo Silva, un cura tradicionalista, quien salió a defender las acciones de los penitentes y acusó de “impíos y blasfemos” a los planteamientos de fray Camilo, llegando incluso a manifestar públicamente su duda sobre las creencias religiosas del fraile revolucionario.
Se entabló, de este modo, un amplio y apasionado debate político–religioso, en el que intervinieron intelectuales, autoridades, religiosos y ciudadanos, quienes alimentaron el conflicto por varios meses. Lo cierto es que Camilo Henríquez utilizó esa circunstancia para enfrentar las concepciones fanáticas del clero más atrasado de su país y difundir entre sus conciudadanos las ideas del racionalismo y la ilustración.
En resumen, podemos afirmar que toda la obra literaria de Camilo Henríquez fue elaborada con el objeto de transmitir el pensamiento y las ideas políticas y filosóficas de su autor. Para alcanzar tal finalidad y el objetivo de ser “el primer escritor de la revolución chilena”, fray Camilo recurrió a los más diversos géneros que estaban a su alcance: catecismos, ensayos, proclamas, sermones, artículos de prensa, obras dramáticas y poesía lírica.
Fuentes
* Colección de Biografías y Retratos de Hombres Celebres de Chile de Miguel Luis Amunátegui
* Escritos políticos de Camilo Henríquez Introducción y recopilación de Raúl Silva Castro
* Historia de Chile de Francisco Frías Valenzuela
* Nueva historia de Chile desde los orígenes hasta nuestros días de Carlos Aldunate, Horacio Aránguiz, Patricio Bernedo, Cristián Gazmuri, Ricardo Krebs, Marco Antonio León y Samuel Vial.
* Diccionario histórico y bibliográfico de Chile de Fernando Castillo, Lía Cortés y Jordi Fuentes
NOTAS
*Estudio introductorio del libro Jorge Núñez Sánchez: Eugenio Espejo Campaña Nacional del Libro y la Lectura. Quito. 2009.
** Jorge Núñez Sánchez historiador ecuatoriano. Premio Nacional Espejo 2010. Ecuador. Presidente Honorario de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC Internacional).
(1)Informe del padre Luis Antonio Martínez de Morentin, archivero de la congregación de los Padres Camilos, sobre la vida y obra de fray Camilo Henríquez. Archivo de Raúl Silva, Santiago de Chile.
(2) Informe del padre Luis Antonio Martínez de Morentin, cit.
(3) «Escritos Políticos de Camilo Henríquez» de Raúl Silva Castro, 1º edición Santiago 1960, página 31.
(4) C. Henríquez, “Sobre el amor de la libertad”, Aurora…, Nº 24, Tomo 1, 23 de julio de 1812.
(5) C Henríquez, “Pueblos Americanos…”, Aurora de Chile, Nº 29, Tomo 1, 27 de agosto de 1812.
(6) C. Henríquez, “Aspecto de las Provincias Revolucionadas de América”, Aurora…, N° 30,
Tomo 1, 3 de septiembre de 1812.
(7) C. Henríquez, “Del patriotismo o del Amor a la Patria”, Aurora…, Nº 26, Tomo 1, 6 de agosto
de 1812.
(8) C Henríquez, “Del honor en los pueblos libres”, Aurora…, Nº 32, Tomo 1, 17 de septiembre
(9) C. Henríquez, “Sobre el amor de la libertad”, op. cit.
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Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº 8. Marzo 2013 – Febrero 2014. Volumen II
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