Viaja en peregrina a la zona bananera de Santa Marta

Clinton Ramírez C.* [1]

Resumen

Este texto, suerte de ensayo y crónica, revisa a saltos la historia de la Zona Bananera de Santa Marta. Recurre en su indagación y exposición a las fuentes más antiguas y novedosas sobre el tema, a obras literarias icónicas que recrean la huelga y sus efectos, además de acudir a la memoria familiar y personal, como quiera que el autor pertenece a una familia vinculada a la historia de la subregión. Concluye con una mirada física y personal al presente de los pueblos de la antigua subregión económica y cultural en víspera de los 90 años de la huelga y masacre de las bananeras, un hecho vital en la historia del país y de las luchas obreras en el continente.

Palabras claves: Zona Bananera de Santa Marta, huelga, masacre, élite, conflicto, literatura, crónica, presente.

Abstract

This text, sort of essay and chronicle, reviews the history of the Santa Marta Banana Zone in leaps and bounds. In his research and exposure, he resorts to the oldest and newest sources on the subject, to iconic literary works that recreate the strike and its effects, in addition to resorting to family and personal memory, since the author belongs to a family linked to the history of the subregion. It concludes with a physical and personal look at the present of the peoples of the former economic and cultural subregion on the eve of the 90th anniversary of the strike and massacre of the banana companies, a vital event in the history of the country and of the workers’ struggles on the continent. .

Keywords: Banana Zone of Santa Marta, strike, massacre, elite, conflict, literature, chronicle, present.


Introducción

Este artículo, suerte de ensayo y crónica, tiene el propósito elemental de revisitar la historia de la llamada Zona Bananera de Santa Marta: una subregión inquietante, localizada, como indican los mapas y los vientos, al norte del departamento del Magdalena, en Colombia. Es un territorio muy conocido, entre muchas otras disculpas, porque ella fue escenario de la famosa Masacre de las Bananeras de 1928 y porque en un pueblo suyo, Aracataca, nació Gabriel García Márquez (1927), autor de la mítica novela Cien años de soledad (1967).

Es una visita de vuelta al pasado y de regreso al presente en víspera de los 90 años de la masacre de obreros. Visita, conviene precisar, a la manera en que los niños saltan los cuadros de la peregrina, juego muy practicado en esta conflictiva porción de tierra y cultura del Caribe colombiano. Comparte la simpleza y la complejidad de la peregrina en la medida en que avanzamos y volvemos a orear aspectos polémicos, ideologizados, como la conducción de la huelga, el papel del Estado y las elites bananeras en el desenlace fatal y las contribuciones reales de la United Fruit Company a la región. 

Para el viaje en peregrina acudo a fuentes conocidas y recientes. Unas centradas en la historia de la subregión antes de que fuera la Zona Bananera. Otras interesadas en explicar el origen y desarrollo del conflicto bananero que concluyó en la masacre de diciembre de 1928.  Otro grupo de textos dados a examinar los avatares de la región durante la Segunda Guerra Mundial y con el retiro posterior de la Compañía a mediados de la década de los sesenta del siglo anterior. El recorrido, a saltos, de casilla en casilla, de apartado en apartado, concluye con una mirada rápida a la historia inmediata de la alguna vez conocida Zona Bananera de Santa Marta: una existencia marcada por los signos de las más actuales violencias del país. Incluye esta visita ─intelectual, física y lúdica─ una revisión de fuentes literarias difíciles de eludir, pero igual interroga la memoria familiar y personal, como quiera que pasé mi infancia en fincas de la Zona Bananera y el andar de mi familia está vinculada a su historia.

El viaje, en víspera de un aniversario más de la huelga y masacre del 28, tiene un propósito menos explícito y circunstancial al de ser compartido en un acto académico en 2018. Lo anima el deseo de servir de posible mapa a quienes, alejados física, temporal y culturalmente de la historia y vida de la Zona Bananera, quieran entrar a ella, saltar al desgaire las muchas casillas de su eterna peregrina de tierra.

Quiera que este plan, oculto, pero no secreto, rinda beneficios cuando, algunos inquietos muchachos y muchachas, oriundos o no de la región, armados de mejores ánimos, intenten su propio viaje en peregrina y regresen de la indagación con otras visiones del tiempo de una parcela de la historia acaso inabarcable, que nunca se cansa de ser contada.

El banano en Río Frío

El banano es introducido en el Magdalena en la década de 1880, en Río Frío, un corregimiento de Ciénaga. Río Frío había sido un pequeño centro productor de tabaco y cacao, bienes que la Compagni Inmobiliere et Agricole de Colombie exportaba a Europa. La producción y exportación de tabaco vivía, para entonces, un periodo de franco declive en un país sacudido por las eternas revueltas civiles.

La región poseía, antes de la instalación de esta firma, una cierta tradición agropecuaria, producto de varios proyectos de inmigración y poblamiento, fallidos la mayoría, algunos de ellos adelantados por las autoridades de la Colonia en el siglo XVIII.  Estas, en el último tercio del siglo XVIII, lograron con cierto éxito poblar las selvas existentes entre Río Frío y la Fundación de San Carlos, plan de penetración que respondía a una política más amplia que pretendió conectar Ciénaga con Valledupar a través del “camino de la montaña”, la futura Zona Bananera. La resistencia y los ataques de los chimilas impidieron redondearlo en los tiempos previstos. 

En la República, los gobiernos del país y la región practicaron, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, la misma política de inmigración y poblamiento a fin de impulsar la agricultura y el comercio de exportación. El comercio de Santa Marta, durante las primeras tres décadas de vida republicana, había cifrado su dinámica en la importación. Pero el movimiento del puerto y del comercio, si bien generaron fortunas particulares, poco aportaron al desarrollo de la ciudad (Elías, 2010, p 351). La pobreza en las calles era la nota dominante, como anotan varios viajeros. La alternativa en consecuencia, dada la escasez de agricultores y artesanos hábiles, fue la importación de extranjeros.

El empresario alemán Charles Hauer Simmonds, procedente de las Antillas, obtuvo, en 1857, una autorización para importar un centenar de alemanes de Hamburgo, que fueron distribuidos en distintas ocupaciones en Santa Marta y la villa de Ciénaga (Bermúdez, 2012, p. 144). Algunos de estos desertaron o decidieron volverse colonos por cuenta propia, según anotaciones de viajeros de este período. Todavía en 1870, debido al fracaso rotundo de varios de estos proyectos poblacionales, el Estado Soberano del Magdalena crea, en diciembre 21, la Sociedad de Inmigración y Fomento, en la que figuraron Manuel Julián de Mier, Manuel Vengoechea y el mismo C. H. Simmonds.   

Ciénaga contaba, en víspera de la Independencia, con una población mayoritariamente indígena, de afectos realistas, que sería sacrificada el 10 de noviembre de 1820 en una batalla que selló la libertad de esta parte del litoral Caribe. Esta población vivía de la práctica del comercio con pueblos vecinos de la Ciénaga Grande y el río Magdalena. Su localización, además, la convirtió, ya en la República, en un sitio de obligado tránsito del comercio entre Honda, el río Magdalena y Santa Marta, siempre a través de las redes de caños de la Ciénaga Grande (Bermúdez, p.150). En 1834, en respuesta a sus avances materiales y comerciales, el gobierno del general Santander la elevó a cabecera de cantón.

Elisée Reclus, que la visitó en 1855, camino a la Sierra Nevada de Santa Marta, subrayó el progreso percibido en Ciénaga y en la Fundación de San Carlos. Sin vacilación atribuyó la dinámica observada a la existencia de una economía agrícola en manos de una significativa presencia de colonos italianos. Estos, antiguos compañeros de luchas de José Garibaldi en el sur del continente, habían llegado a Santa Marta en 1848. Los genoveses Archile Sírtori, Blas Pezzotti y Gerónimo Costa, por ejemplo, operaron en Orihueca, Rio Frío y en inmediaciones del río Cataca, respectivamente. En estas zonas cultivaron cacao, tabaco, caña y explotaron madera. Giacomo Costa Colón, hijo de Gerónimo Costa, adquirió parcelas y fundó la hacienda Cangrejal en 1857, en terrenos en los se formaría, décadas más tarde, la población de Aracataca (Bermúdez, pp. 142-143). A estos pioneros habría que sumar, por estos años, a Jacobo Henríquez de Pool, la firma Symond Edwards y a Pedro Fergusson, asociados para sembrar tabaco en Orihueca y Cañabobal. Este tabaco, procesado en Ciénaga, tenía como destino Alemania (Henríquez, 2006, p. 189). Santa Cruz de Papare, para la misma época, producía caña de azúcar, miel, ron, además de cacao y tabaco, productos que exportaba, legal o ilegalmente, a las Antillas, expresamente a Curazao. La hacienda, a cinco kilómetros de Ciénaga, contaba con un pequeño puerto.  

La élite samaria, enriquecida en el comercio exterior -legal e ilegal-, insiste, en la década de los ochenta, en el proyecto de llevar el ferrocarril hasta el río Magdalena y mejorar el puerto, infraestructuras esenciales en sus proyectos de expansión. Funda además una sociedad de agricultores. Los asociados han hecho cuentas y tienen contactos en el exterior. Quieren experimentar con un producto nuevo: el banano Gros Michel, cuyas semillas José Manuel González importa de Panamá, de Boca del Toro. Nace así la Lucía, en Rio Frío (Herrera Soto y Romero Castañeda, 1979), en tierras adquirida por González Bermúdez a Estanislao Silva (A. Correa, 1996, p.136), primera hacienda bananera de la región.

La élite samaria no solo quiere mantener una buena participación en el comercio exterior, liderado ahora por el puerto de Barranquilla, sino que le apuesta a un nuevo producto de exportación que gana terreno en los mercados de Estados Unidos. Las inversiones requeridas, sin embargo, superan las reales posibilidades de una élite sin mayores capitales, como quiera que parte de ella había migrado a Barranquilla, atraída por el liderazgo de su puerto.

El asomo de la United Fruit Company

La de Bermúdez y socios fue una empresa con visos heroicos. La sociedad, en medio de las dificultades de transporte y logística predecibles, de la incipiente organización, de la falta de redes de distribución en los Estados Unidos, logra contratar un vapor y exportar varios miles de racimos de bananos, aunque no con la frecuencia y el éxito esperados.

Esta aventura probó, sin embargo, que el Magdalena, en Ciénaga y sus corregimientos –en el valle del viejo camino de la montaña-, tenía un enorme potencial exportador para un nuevo producto con mercado seguro en los Estados Unidos.

Había tierra apta, agua disponible y un mercado en crecimiento, y tales condiciones pronto atrajeron a nuevos inversionistas, tantos nacionales como extranjeros. J. Sander, asentado en Nueva Orleáns, adquirió en Rio Fío cerca de 3500 hectáreas, incluyendo los predios de la Lucía. Sander, a su vez, según A. Correa, cedió sus tierras y el negocio, en 1892, a la Colombia Land Company, antecedente inmediato de la United Fruit Company (p.136). Minor Keith, interesado en expandir el negocio a Suramérica, manejaba los hilos detrás. Se hizo a la concesión del ferrocarril y se fundó la Compañía del Ferrocarril de Santa Marta. Serían los primeros pasos en grande del capital extranjero para ampliar la producción y las exportaciones de la fruta en la región de Santa Marta. Los envíos al exterior, sin embargo, apenas sí superaron los 500 mil racimos a mediados de la última década del siglo XIX (Meisel, 2004, p. 14). El negocio solo despegaría una vez concluyó la Guerra de los Mil Días. 

Son fáciles de imaginar, puestas todas las fichas en el tablero, los palos y ruedas con los que tropezó el negocio en esta fase de actos heroicos. Los embarques eran lentos y corrían semanas entre uno y otro. Súmese, a esta dificultad logística, el ciclón de 1894, que destruyó la línea férrea y varios puentes. Estos hechos obligaron a exportar por el intratable mar de Ciénaga. Los vapores debían fondear lejos de la orilla por la bravura y llaneza del mar (Del Corral, 1992, pp. 55-56). La fruta sufría mucho al ser transportada en canoas y bongos hasta los vapores, anclados frente a las playas de la actual Costa Verde. El negocio, en una época de experimentos en la producción y exportación de una fruta perecedera, resintió además los efectos de las guerras de 1895 y los Mil Días (1889-1902). Esta última confrontación sería la más desastrosa para la imberbe economía bananera, ya que la Zona Bananera fue escenario de intensos combates en el último año del conflicto. Recuérdese que, en Neerlandia, finca bananera de Ciénaga, se firmó, el 24 de octubre de 1902, el tratado que puso fin a este conflicto entre liberales y conservadores.

En este ambiente de renovación, liderado por una élite emprendedora, pero sin el suficiente capital para desarrollar un negocio a gran escala, aparece la UFCO, empresa que el ubicuo Minor Keith fundó en Boston, en 1899, al asociarse con su competidor Andrew W. Preston y el transportador y comercializador de la fruta Lorenzo Dow Baker, quien había iniciado su negocio en Jamaica. Las tierras de Ciénaga ofrecían inmejorables condiciones. El puerto de Santa Marta, de aguas profundas y seguro, garantizaba atraque de barcos de gran tonelaje cerca del pequeño muelle: una infraestructura que la compañía del ferrocarril intervino. Solo a la llegada de la UFCO, Santa Marta rompió con el aislamiento del mundo y la pobreza que caracterizaba a su sociedad desde el terremoto de 1834. Los cambios en su cuadrícula y su infraestructura serían inusitados y significativos en las primeras tres décadas del siglo XX.   

Los esfuerzos de la élite

Colombia, en víspera del arribo de la UFCO a Santa Marta, estaba dominada por una aristocracia de abogados, magistrados, prelados y filólogos. Las mujeres apenas sí podían heredar. En Santa Marta, la capital del Magdalena, el panorama tendía a reproducirse, sin filólogos, pero sí con buenos músicos.  

Una élite de origen colonial vivía de la política, el comercio de tránsito, el contrabando y la navegación. Una porción de extranjeros audaces explotaba, asociados con nacionales o solos, los cultivos de caña de azúcar, cacao, café y tabaco. Los De Mier, con más de un siglo de residencia en Santa Marta, poseían cerca de veinte mil hectáreas de tierras, algunos miles de ellas dedicadas a la producción de caña, miel, ron y cacao, como sucedía en las haciendas San Pedro Alejandrino, en inmediaciones de Mamatoco, y Santa Cruz de Papare, entre los ríos Córdoba y Toribio, en Ciénaga.  

El poder de la élite samaria estaba cimentado en la costumbre de los apellidos, la influencia política, las excelentes relaciones con la Iglesia y la posesión, legal o ilegal, de grandes extensiones de tierra. La mayoría de estas tierras, silvestres aún, las vendieron o arrendaron a la UFCO con títulos de última hora, producto de disputas legales eternas. Se trataba, como reseñan algunos viajeros extranjeros del siglo XIX, de una sociedad amable, de mujeres de grandes ojos negros y adictas a los bailes de salón (valses y polcas), pertenecientes a familias con muchas tierras, pero arruinadas.

Casi dos décadas antes del primer embarque de banano, varios empresarios oriundos de Santa Marta (Abello, Obregón, Ujueta, entre otros), con capital para invertir, migraron a Barranquilla. Esta ciudad monopolizaba, desde la construcción del ferrocarril Barranquilla-Sabanilla, una parte sustancial del comercio exterior. El mismo Charles Simmonds, quien en 1872 instaló en Pueblo Viejo un aserradero a vapor en el que procesó maderas provenientes de la Fundación de San Carlos y acopiadas en Bocas de Cataca, migró a Barranquilla, luego a Perú y más tarde se estableció en Cali, donde fue asesinado en 1895 (Bermúdez, p.145). Poseía, en 1862 (Viloria, p. 25), la segunda fortuna de Santa Marta. En Ciénaga, eje de sus negocios de siembra y exportación, poseía una factoría destinada al procesamiento de tabaco, en una edificación construida al norte de la futura Plaza del Centenario, inmueble que aún se conserva en ruinas.  

Solo unas pocas familias –la todopoderosa De Mier, Alzamora, Echeverría, Vengoechea, González, Bermúdez, Munive, Salcedo- se mantuvieron en Santa Marta y la región. Algunas contaban con capitales para constituir nuevas empresas. Los extranjeros pudientes apenas pasaban de un digito en la ciudad. Estos, sin embargo, como sucedía en el resto del país, influían en la vida económica y social de las regiones en donde residían. La influencia de los ingleses aún era notoria en este período, según han anotado los estudiosos (Deas, 1989, p. 162). Vivía aún el inglés Robert Joy, quien seguía, a sus sesenta y dos años, anotándose en las empresas de transportes y navegación promovidas en Santa Marta. Miembros de estas familias samarias unieron esfuerzos, todavía en 1881, para asociarse con el Estado Soberano del Magdalena. Crearon la Compañía Colombiana de Vapores para cubrir el trayecto Santa Marta-Barranquilla a través de los caños de la Ciénaga Grande y del puerto de Ciénaga, población que se conectaba con Santa Marta por una vía concluida en 1846, aunque en regular estado. La empresa pretendió, sin ninguna dura, mantener vivo el comercio de tránsito entre el puerto marítimo de Santa Marta y el río Magdalena. Joy, por supuesto, figura en la lista de los socios de la empresa de navegación (Viloria, 2014, pp.36-37). 

La influencia del banano

El banano, una vez establecida la UFCO en la región, pasó a ser uno de los principales productos de exportación del país después del café. Las exportaciones crecieron a tasas impresionantes a la vuelta de pocos años. Entre 1903 y 1911 crecieron en promedio cerca del 28.5%, según cálculos de Meisel (p.14).

La empresa, ciertamente, podía exportar más, pero con distintas estrategias mantenía el control de los volúmenes exportables y evitaba así caídas de los precios de la fruta en el mercado americano. Una de ellas consistía en adquirir más tierra de la necesaria y mantenerla ociosa, accionar que produjo un exceso de capacidad. Hacia 1930, la UFO explotaba una quinta parte de ellas, es decir, 12 mil de las 60 mil hectáreas adquiridas desde su instalación. En 1926, antes de la huelga mayor, exportó la cifra record de 10.9 millones de racimos.

El puerto de Santa Marta alcanzó en pocos años un dinamismo que pocos llegaron a presentir. La ciudad fue otra. Del marasmo la sacó “el atigrado racimo de banano que se comió míster Herbert en Cien años de soledad”, subraya el samario Ramón Bacca en una graciosa crónica suya (2014, p.24). “Jacarandosa silbaba ´La Papindó´, la más vieja de las locomotoras, bautizada así en honor de las ‘chicas´ francesas que también habían llegado con el auge del banano” (p. 24). El embarque de banano en el puerto y el arribo o salida del tren le imponían un nuevo ritmo a la adormilada atmósfera samaria. Este silbido jacarandoso solo se vería cortado por la Segunda Guerra Mundial: un período de penurias y preocupaciones para la aristocracia bananera, como puede leerse en algunos cuentos del mismo Bacca, entre ellos “En la guerra no hay manzanas”.

La guerra impuso otro paisaje. Estados Unidos requirió los barcos de la Flota Blanca. En ellos remitía hombres y pertrechos a los frentes de guerra en Europa. Las familias pudientes sufrieron, a partir de 1942, una crisis doble, de efectivo y existencial. Los cheques, que la compañía giraba por el arrendamiento de las fincas o por el pago de la fruta, cesaron. Los contratos firmados con la empresa quedaron sin efectos debido a la guerra. Muchas familias, al intensificarse las hostilidades en Europa, abandonaron las casas de Bruselas, Londres, Bristol y París para regresar a Santa Marta y Ciénaga. Algunas fueron a vivir a Barranquilla, donde las razas le imponían al mundo otro orden, más abierto, menos conventual.

El esplendor de los veinte

El impacto del negocio verde se hizo sentir en el paisaje, la arquitectura, la infraestructura de Santa Marta, Ciénaga y Aracataca en las primeras décadas.

Santa Marta, en los veinte, construyó los teatros Universal, Variedades y Rex (Ospino, 2014, pp. 21-22) para presentar obras de teatro, operetas y proyectar películas de cine mudo. En 1915, en la calle de la Acequia con la actual Campo Serrano, se levantó el edificio Lacouture Zúñiga, cuya fachada está construida con ladrillos romanos importados de Noruega. Santa Marta, que cinco años antes de instalarse la UFCO, carecía de acueducto en la mayor parte de sus casas históricas, construyó acueducto y alcantarillado que pronto quedarían desbordados al crecer la ciudad debido al movimiento del puerto y el ferrocarril. Hacia el sur del casco urbano, en inmediaciones del río Manzanares, la compañía levantó una especie de ciudadela alambrada para sus directivos: un modelo de arquitectura replicada, en menor escala, en Prado-Sevilla y San José de Aracataca, aún supérstites. Son los famosos “gallineros electrificados” de los que se burla el narrador de Cien años de soledad.

La necesidad de albergar a los obreros del puerto y el ferrocarril y las exigencias locativas de un comercio creciente corrieron varias veces el borde urbano en menos de dos décadas. 

La ciudad creció en tres direcciones. Los directivos de la UFCO construyeron la ciudadela El Prado fuera del perímetro, a dos kilómetros de la Avenida Colón, hoy Santa Rita. Hacia el norte, en inmediaciones del puerto, fue planeado y construido el barrio Norte, para atender las necesidades de habitación de los obreros. Finalmente, en los alrededores del viejo Camino de Mamatoco y San Pedro Alejandrino (Avenida Libertador), los potentados del banano edificaron lujosas casas quintas, estilo victoriano. La economía del banano impuso de esta manera a la capital del departamento tres ejes de crecimiento con lenguajes arquitectónicos diferenciados, a decir de Ospino Valiente. Viviendas funcionales para los obreros, quintas confortables para los productores locales y ciudadelas o barrios cerrados para los directivos de la UFCO y sus familias (2016, p.136). 

Los problemas de hacinamiento y de salud pública, asociados a la fuerte migración producida por el banano, persistieron, pese al esfuerzo de los gobiernos seccional, municipal y nacional. La antigua Avenida Colón empezó igualmente a urbanizarse con hermosas casas quintas, muchas de las cuales se conservan en medio del comercio creciente. Alrededor de la Plaza de San Francisco fueron levantadas hermosas casas de dos pisos. Hacia el norte, entre la Iglesia San Francisco y las calles Cangrejal y Cangrejalito, la ciudad se pobló de comercios, hoteles y bares de soporte a las actividades del puerto y el ferrocarril, como documenta Ospino.    

Ciénaga no solo construyó en una década las mansiones y edificios de su centro histórico –El Teatro Barcelona, la Casa Morelli, el Palacio Azul, el Palacio de Gobierno, entre otros- (Henríquez, 2016, pp. 44-45). Su perímetro creció hacia el sur, sobre los playones de pelusa de salitre al otro lado de los patios de la estación del ferrocarril, como puede leer quien quiera en La casa grande (Cepeda, 1974, p. 83), una novela-estación indispensable para asomarse por dentro a la cotidianidad y los conflictos de la vida bananera de las grandes familias.

 Aracataca creció hasta convertirse en municipio en 1912. Fue tanta la irrupción de obreros que, alrededor de la plaza del pueblo, las casas servían al mismo tiempo de albergue, comedor, cantina y tienda.

El agente comercial y político colombiano Pedro Peña, de visita en Aracataca en 1912, dejó un vivo testimonio sobre la presión demográfica de las peonadas que arribaban para ganar dinero y jugarse la vida al azar. “Por eso, todas las habitaciones son licorerías y fondas, o combinaciones de aquello y almacenes de diversos efectos de comercio”, escribió Peña (1913). Según su testimonio, en estos improvisados establecimientos quedaban, de sábado a lunes, de doce a quince mil dólares, producto del pago de jornales a los centenares de peones que trabajaban en las bananeras de Aracataca. Peña pasó una noche sin pegar los ojos al no encontrar un cuarto en donde descansar. Este hecho le permitió observar, en uno de los patios vecinos de la plaza, el desarrollo de una noche de cumbiamba interminable y pendenciera.

Este ambiente será recogido, años más tarde, por Gabriel García Márquez en La hojarasca (1955) en los siguientes términos:

En medio de aquel ventisquero, de aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel, los primeros éramos los últimos; nosotros éramos los forasteros; los advenedizos (2011, p. 10).   

El tren ─la columna del negocio─, con la inyección de capital de la UFCO, adquirió después de treinta años de aplazamientos, de perezosas locomotoras, un desarrollo a la medida de las exigencias del negocio verde. En 1906, llegó a Fundación, un antiguo territorio agrícola y ganadero, el límite sur más extremo de la región bananera del Magdalena, ya que la UFCO se negó a extenderlo hasta el río Magdalena. Los apeaderos y caseríos fueron apareciendo a lado y lado de la carrilera y los ramales. De 5 locomotoras, 6 vagones de pasajeros y 61 carros para trasportar la fruta en 1900, el ferrocarril pasó a contar, en 1920, con 20 locomotoras, 17 vagones de pasajeros y 281 para carga.    

El banano fue en realidad una peste, como dice el narrador de Cien años de soledad, y todo mundo quería ir y arribó a los pueblos de la Zona en busca de una oportunidad. Todo el mundo se sintió con derecho de tentar a la suerte en los viejos dominios del camino a la montaña.

La llegada del tren, en la famosa novela, Gabo la recrea de la siguiente manera: “Ahí viene –alcanzó a explicar (la lavandera del río)- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo” (p. 225). Es el tan renombrado tren amarillo de Macondo, aparato que llevó al mítico pueblo graciamarqueano, trasunto afectivo y dramático de la Zona Bananera, incertidumbres y evidencias, halagos y desventuras, cambios, calamidades y nostalgias. 

El poder del enclave

La UFCO desarrolló su enclave bananero en la región de Santa Marta en menos de veinte años. El gobierno de Rafael Reyes le adjudicó miles de hectáreas de tierra baldía y amplió la concesión del ferrocarril. Las grandes inversiones requeridas por el negocio corrían por su cuenta. La UFCO controlaba el puerto, el transporte marítimo, el telégrafo, el ferrocarril, el riego, el crédito y el 50% de la producción y su mercadeo en distintas ciudades de los Estados Unidos. Todo este control fue desarrollado en cumplimiento de una cuidadosa, exitosa y consentida estrategia de integración vertical, iniciada por Minor Keith cuando adquirió tierras, la concesión del ferrocarril y el puerto. Esta estrategia evitaba o reducía el riesgo de producir y comercializar una fruta altamente perecedera (Bucheli, 2013, p. 10). Su organizada red de comisariatos en Santa Marta, Ciénaga, Sevilla, Aracataca y Fundación constituía otra forma de controlar los precios en la región bananera. Mediante la oferta de productos baratos, sobre todo en tiempo de inflación, evitaba presiones sobre los salarios, los costos de producción, el precio de pago de la fruta a los productores locales y el precio final en el mercado internacional. El efecto de los comisariatos sobre el comercio de la región, incluida la plaza de Barranquilla, proveedora del comercio de Ciénaga y la Zona, fue causa de un incubado malestar que obligó a los comerciantes a apoyar la huelga. Los productores de Santa Marta, Ciénaga y Aracataca, mediante la modalidad de contratos, estaban sujetos a sus inflexibles condiciones de negociación. Abogados y miembros de la aristocracia del Magdalena Grande trabajaban en las oficinas e intendencias de la UFCO. Aseguraba así, mediante este entramado de relaciones sociales y políticas, el acceso a los favores de los poderes político y judicial, siguiendo un modelo ensayado con éxito en Centroamérica. Su poder total y absoluto le valió el calificativo de la Mamita Yunai. Nada se movía sin su mirada celosa y a ello contribuyó la anuencia de los gobiernos conservadores de la Regeneración. A los productores independientes y rebeldes, como el general liberal Benjamín Herrera (Luna, 1960), le rechazaban la fruta en los ramales y en los alrededores del puerto de Santa Marta, bien porque no pasaba el control de calidad de sus inspectores o para no saturar el mercado en los Estados Unidos. Los productores nacionales para acceder a créditos, riego y mercado debían atarse a férreos contratos de compra de la fruta. Aunque siempre se quejaron, personalmente o través de la Sociedad de Agricultores del Magdalena, nunca lograron mejoras en el precio de compra ni en las condiciones de negociación durante esta época. Ninguna empresa rival podía operar. Ni siquiera la Cuyamel penetró el mercado de la Zona, por mucho que algunos productores locales de Santa Marta y Ciénaga intentaron aliarse con ella, entre ellos el infatigable Juan B. Calderón, un influyente miembro del Partido Liberal. La compañía acudía a los tribunales amigos para sacar a estas empresas de competencia. Alegó, en todo momento, la existencia de contratos de suministro firmados a su favor por los productores que buscaban vender la fruta a empresas rivales. Los más perjudicados eran, en una disputa asimétrica, los propietarios medianos y pequeños de Ciénaga y Aracataca, de orígenes sociales humildes y liberales en política, a diferencia de los grandes cultivadores samarios de apellidos españoles y conservadores, aliados incondicionales de la UFCO (LeGrand, 1989, pp. 194-195). Sus propiedades y dominios se extendían en todo Centro América y el Caribe. En la Zona Bananera del Magdalena llegó a tener bajo su propiedad miles de hectáreas improductivas para controlar el volumen de exportación y los precios al consumidor. La política de sostener bajos e invariables los precios finales le permitía llegar a las mesas de cientos de miles de familias urbanas de los Estados Unidos, país que vivió, a principios de la primera década del siglo XX, un intenso proceso de industrialización que atraía a miles de habitantes rurales y de inmigrantes europeos. Las campañas publicitarias, en el creciente mercado americano, fueron enfocadas hacia las familias obreras y urbanas con niños pequeños. Sobre las estrategias publicitarias de la UFCO en los Estados Unidos, anota Bucheli:

Las compañías importadoras intentaron aumentar aún más la demanda mediante la distribución de libros y panfletos que resaltaban los beneficios del banano. Su objetivo principal eran las amas de casa, a quienes les enseñaban recetas con banano, el valor nutricional de la fruta y las ventajas de utilizarlo como alimento para bebés, gracias a su textura (p. 29).

La UFCO generó en la región bananera una ola de inversiones impredecibles. Se produjo una inmigración sin precedentes en una zona de la región Caribe caracterizada por su aislamiento colonial. Semejante invasión de razas y lenguas, García Márquez la llamó “la hojarasca” en su novela homónima de 1955. La influencia de la UFCO creó, sin duda, oportunidades de negocios y ensanchó notablemente un mercado pequeño, pero significó para los pequeños agricultores independientes, por ejemplo, la pérdida de espacios, la ruina o la sumisión. Solo los más grandes y previsivos pudieron rehacerse cuando, concluida la Segunda Guerra Mundial, fundaron compañías propias para comercializar lejos de la influencia de la UFCO.

Sobre el todo-poder de la UFCO, LeGrand anota:

El capital que la United Fruit Company invirtió en la zona bananera y las conexiones de mercado que estableció, abrieron nuevas oportunidades para algunos colombianos. La zona fue inundada por trabajadores del puerto, del ferrocarril y del campo, por pequeños agricultores, comerciantes, tenderos y agricultores ansiosos de producir banano. En alguna forma esta gente se benefició de la presencia de la United Fruit Company por la valorización del terreno, por el crecimiento de una economía monetaria, y por nuevas posibilidades de empleo y mercado. Al mismo tiempo, el dominio de la United Fruit Company en la economía regional y su control de la vida política local frustró las ambiciones de muchos grupos (pp. 186-187).

Tensiones y conflictos

Estas transformaciones, ciertamente, trajeron también, debido al poder la UFCO, tensiones y huelgas que involucraron a obreros, sindicalistas, comerciantes, productores, colonos, políticos y periodistas, víctimas y adversarios de la poderosa empresa americana al estallar la huelga grande de 1928. Los campesinos y colonos, que no encontraban trabajo en las fincas, civilizaban en tierra de nadie. Venían civilizando la montaña desde antes de la llegada de la UFCO y el establecimiento de la agricultura comercial en la Zona. Este grupo fue de los primeros en sentir el poder de la UFCO. Sucedió igual con los productores locales en la medida en que estos ampliaban sus cultivos y construían canales de riegos. Su batallar contra la UFCO comenzó antes de 1910. En 1919, por ejemplo, los campesinos de Sevilla, comandados por Desiderio Daza, denunciaron ante el Ministerio de Industrias las presiones sobre sus parcelas realizadas por la UFCO y los productores locales. Estos alegaban, una vez los colonos civilizaban selvas y bosques, derechos sobre tales tierras. Los colonos finalmente eran expulsados sin recibir ningún tipo de compensación (Botero y Guzmán, 197, pp. 311-389). Sin tierras que cultivar, tomaban el camino de la proletarización o se marchaban a sitios más retirados de la montaña. Entre 1920 y 1929, la UFCO expulsó de sus parcelas a 35 colonos, empleando incluso la fuerza de agentes a su servicio (LeGrand, 1983). La UFCO y los productores locales, a pesar de la vigilancia y las acciones de la Comisión de Baldíos, creada para la Zona Bananera en 1923, continuaron despojando a los colonos de tierras públicas en Orihueca, La Tal, Sevilla y Tucurinca, ignorando los derechos que sobre las mismas les otorgaban las leyes de colonización 161 de 1874 y 48 de 1882, instrumentos que la Nación diseñó e implementó para favorecer la colonización de baldíos en amplias zonas del país. Los comerciantes locales a su vez, primero los de Ciénaga y Zona Bananera y luego los de Barranquilla, sintieron el peso de la competencia comercial desde cuando la UFCO estableció su red de comisariatos, hacia 1916. Algunos productos básicos, como el arroz y el aceite, podían adquirirse a precios significativamente más bajos que los ofrecidos en el comercio local. En 1927, la Sociedad de Comercio de Ciénaga, encabezada por Sebastián Carbonó[2]  y Aristides Facholas, le solicitaron a la Superintendencia de la UFCO en Boston pago semanal para los obreros, la suspensión de los vales y la eliminación de los comisariatos. Boston remitió el asunto a Santa Marta con Thomas Bradshaw, quien ignoró la petición. Las diferencias de precios eran del 20% a favor de los productos de los comisariatos, según LeGrand. Antes de la Segunda Guerra Mundial, en Ciénaga, un kilo de arroz podía costar en un comisariato 30% menos. A finales de los cincuenta, camisas alemanas y artículos de aseo para hombres costaban 15% menos que artículos similares en los almacenes de Ciénaga. Los comisariatos vendían de manera preferencial a sus empleados, contratistas, obreros y productores locales. Sucedía igual en el comisariato de Prado Sevilla. Los vales constituían, sin ninguna duda, una limitación del efectivo y una restricción del comercio, como alegaban los comerciantes de Ciénaga.   

La UFCO trajo crecimiento de la producción exportable, valorizó tierras y fomentó la aparición de pueblos al pie de la carrilera del tren. Las aristocracias de Ciénaga y Santa Marta vivieron, durante las primeras décadas del negocio, momentos de esplendor y derroche –la famosa bruselitis o brucelosis-. Sin embargo, el campesinado, los colonos y la masa de obreros y sus familias, al comenzar la década del veinte, vivían en condiciones difíciles. Había una población flotante de obreros, cerca de 10 mil, que apenas lograba engancharse una o dos veces a la semana los días de corte y embarque de la fruta. Los obreros seguían esperando el cumplimiento de las normas sobre salubridad, seguro colectivo, seguro de accidente y descanso dominical remunerado. El incumplimiento reiterado de estas normas corría no solo por cuenta de la UFCO, que producía directamente menos del 50% de la fruta en los años veinte, sino por parte de los productores nacionales que le vendían a aquélla. También los productores locales acudían a terceros para enganchar a los obreros y campesinos de la zona. Tales exigencias de los trabajadores, que venían figurando en las reclamaciones de los comités de obreros desde 1918, hicieron parte del pliego de peticiones presentado a la UFCO en octubre de 1928 y que la empresa desestimó al no reconocer personería jurídica a los delegados.

Los argumentos para rechazar el pliego y a los delegados eran muy simples. Ni los delegados ni a quienes representaban eran sus empleados. Esto sucedía porque, como se ha repetido sin cansancio, la UFCO contrataba a los obreros través de intermediarios o capataces. Así que, ante la ley, los obreros no eran sus obreros y, por ello, los abogados de la empresa rechazaron el pliego petitorio. Los abogados de la empresa –los decrépitos abogados de negros, los ilusionistas del derecho, como los denomina García Márquez en Cien años de soledad- se encargaron de establecer que los obreros ni siquiera existían. “Las reclamaciones -se lee en la novela- carecían de validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter temporal” (2012, p. 299).  

La huelga

Las principales huelgas de la década del veinte fueron en su orden la de los trabajadores de la Tropical Oil Company en 1924, la de los trabajadores del Ferrocarril del Pacifico en 1926 y la de los trabajadores de la Tropical Oil Company en Barrancabermeja en 1927, orientada y dirigida esta última por Raúl Eduardo Mahecha, María Cano e Ignacio Torres Giraldo. Esta huelga, duramente reprimida, concluyó con el asesinato de media decena de huelguistas. La huelga de los trabajadores de la Zona Bananera del Magdalena fue, sin duda, la más importante debido a la masacre en la que desembocó y por sus repercusiones políticas.

La huelga estalló cuando la empresa se negó a negociar el pliego petitorio. Este había sido votado por la asamblea de los comités de obreros de la Zona Bananera agrupados en la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena (USTM). Los encargados de negociar con la UFCO fueron los directivos Pedro M del Rio, Erasmo Coronel y Nicanor Serrano. Habían sido escogidos en asamblea y ratificados por el comité ejecutivo de la USTM, fundada un año antes, en 1927, por José Russo: un cienaguero de ascendencia italiana y de claras trazas anarcosindicalistas. Detrás de los comisionados operaban Alberto Castrillón, Ignacio Torres Giraldo y Raúl Eduardo Mahecha, reconocidos dirigentes del Partido Socialista.  

La influencia de estos reconocidos dirigentes políticos y sindicales juagaría un papel trascendental en la huelga. Su orientación movilizó a los obreros de la Zona, pero su notoriedad sirvió para que los enemigos de la huelga en el Magdalena le hicieran ver al gobierno de Abadía Méndez, en Bogotá, que detrás del movimiento había una conspiración bolchevique –comunista- que quería tomarse el poder. ¿Rumores, chismes, manipulación? Este argumento, repetido hasta la saciedad, condenó al parecer cualquier posible negociación. Se creó un clima tenso que condujo a la militarización de la Zona una vez el general Carlos Cortés Vargas fue nombrado primero como Jefe Civil y semanas más tarde Jefe Civil y Militar, investido de plenos poderes. Para testigos de la huelga y su desenlace, como el escritor y periodista liberal Gregorio Castañeda Aragón, mediante esta estratagema de manipulación, las reivindicaciones legales de los obreros fueron transformadas en un ataque contra el régimen. El asunto, debido a la participación de los dirigentes sindicales y miembros del naciente Partido Socialista en la huelga de Barrancabermeja, era muy sensible al interior de un gobierno desafecto a las protestas y reclamos laborales. En las movilizaciones de los trabajadores veían y quisieron hacer ver una conspiración contra el sistema y el modelo económico. 

Había cerca de 25 mil obreros en los distintos pueblos y fincas de la Zona al estallar la Huelga, incluyendo Aracataca y Fundación. En la Plaza de la Estación de Ciénaga, donde hoy se erige un monumento en honor a los mártires, se concentraron, una vez la huelga fue votada, los obreros, sus familias y sus dirigentes en espera de una posible negociación con la gerencia de la UFC. Más o menos el 60% de estos 25 mil obreros y campesinos participaron del paro decretado el 12 de noviembre. Muchos obreros, los del distrito bananero de Rio Frío, por ejemplo, fueron contrarios a la huelga. La entraron a apoyar, con el paso de los días, un tanto a regañadientes. En realidad, como se supo más tarde, los obreros no compartían todos los puntos del pliego. Estaban en contra de la eliminación de los vales y de los comisariatos, incluidos en el pliego por petición de los comerciantes de Barranquilla y Ciénaga, que veían en estas figuras una competencia desleal. ¿Por qué se concentraron en Ciénaga? ¿Estaba en los planes de los dirigentes sindicales y políticos de la huelga marchar hacia Santa Marta? Se llegó a hablar, en los días de mayor radicalización del movimiento en los pueblos de la Zona, que Mahecha preparaba un ejército de 3 a 4 mil hombres, armados de machetes y fusiles, que marcharían a Santa Marta contra los dirigentes de la UFCO y los grandes productores, reacios a todo arreglo. Mito o realidad, manipulación o rumores, la huelga, nacida en las fincas de Aracataca, Guacamayal y Sevilla, para los primeros días de diciembre, trasladó las escenas de sus últimos actos a Ciénaga, a los playones de la Estación del Ferrocarril. Los cálculos más ecuánimes indican que el 5 de diciembre, al momento del Gobierno declarar el Estado de Sitio en la provincia de Santa Marta y nombrar a Cortés Vargas Jefe Civil y Militar, había en la Estación de Ciénaga cerca de 4000 obreros, muchos de ellos acompañados por mujeres e hijos.  

Esta huelga no fue el primer conflicto laboral serio en la Zona. En 1918 hubo un cese de trabajo en el que participaron obreros ferroviarios y portuarios dependientes de la compañía bostoniana. En 1924, igualmente, hubo otra huelga general en la que la empresa fue requerida a cumplir las leyes laborales, reconocer a los obreros y mejorar las condiciones de salubridad e higiene en los campamentos. En 1927, con el liderazgo de la USTM, y la asesoría de Ignacio Torres Girarlo y María Cano, los trabajadores estuvieron a punto de ir a paro. El famoso huracán de ese año, que en Sevilla tiró varios miles de hectáreas al suelo, evitó el paro.

El pliego de peticiones presentado en 1928 contaba de 9 puntos. Tres puntos exigían el cumplimiento de las leyes colombianas sobre el seguro colectivo y obligatorio, accidentes de trabajo y habitaciones higiénicas. Se exigía, además, aumento salarial del 50 por ciento, cesación de los comisariatos y de préstamos por vales, pago semanal, contratación colectiva y establecimiento de más hospitales.

César Riascos Cifuentes, productor de Ciénaga que asistió a dos reuniones con los delegados y la UFCO en Santa Marta, consideró, como consideraron muchos productores locales, que el alza de salario solicitada era insostenible. Los salarios pagados en las distintas áreas de la Zona -Río Frío, Orihueca, Sevilla, Aracataca, Fundación- eran diferenciales. Iban de 1,20 pesos en Río Frío a 2.00 en Fundación. Para estudiosos del tema, y críticos de la UFCO, como Catherine LeGrand, los salarios eras altos en comparación con los vigentes para otros trabajadores de la época. Riascos Cifuentes fue inflexible frente al punto del alza. Según el empresario bananero Armando Riascos Labarcés (Ciénaga, 1926 – Ciénaga, 2015), en entrevista concedida a Carlos Payares González (pp.275-309), su padre fue quien promovió, en la primera reunión sostenida con los delegados, el salario diferencial por zonas de producción, pero estimó un desatino el alza del 50%.

Una de las reuniones de acercamiento entre delegados de los obreros, algunos productores bananeros y comisionados de la compañía tuvo lugar, el 19 de noviembre, en la sede de la gobernación de Magdalena. La reunión no condujo a ningún resultado conciliatorio. La reunión cumplió con el ritual de “llenarse de razones” para que a nadie sorprendieran las acciones militares en marcha. “Esta clase de reclamos no tienen otra solución que las bayonetas y la cárcel”, expresó, según Castañeda Aragón, uno de los productores (1931, p. 20). La estrategia dilatoria estaba en marcha. Se aceptaron, aparentemente, algunos puntos del pliego, pero no los más significativos para los huelguistas, que rechazaron los posibles avances al conocerlos en Ciénaga, y motivó, el 21 del mismo mes, el envío de un telegrama al Gobierno pidiéndole “autorizar concepto acerca de si los trabajadores de la United tenemos o no derecho a que las leyes de seguro colectivo, accidentes de trabajo y descanso dominical, nos cobijen (p.21). El gobernador Núñez Roca, enterado del contenido el telegrama, apoyo con otro la petición de los huelguistas. “Creo que cualquier que sea la respuesta de su Excelencia, clara y precisa, determinará la normalidad. Urge que el gobierno diga la última palabra” (p.21). El gobierno guardó silencio. Dos días más tarde, el 23, en vista de que sus órdenes de garantizar el orden en la Zona, y el derecho a los obreros que desearan volver al trabajo, no eran cumplidas por el Jefe Militar Carlos Cortés Vargas, el gobernador puso otro telegrama al presidente, en el que advierte que la solución violenta de este asunto traería consecuencias dolorosas y provocaría un escándalo en todo el país” (p.22). Todavía el 26, el gobernador escribe otra vez a Abadía Méndez, poniéndole en conocimiento del nulo avance que el Jefe de la Oficina General del Ministerio de Industria en “su inteligencia” de promover un acuerdo entre patronos y obreros (p.22). El gobernador volvió a conferenciar con el gerente de la compañía. Todo intento de un arreglo de último momento chocó con una silenciosa barrera, ideada por los consultores de la empresa y los productores locales enemigos de la huelga. Estos últimos, según Castañeda Aragón, enviaban al Gobierno telegramas alarmantes. En Ciénaga, decían, donde se concentraba gran parte del movimiento, “se pronunciaban discursos a los obreros aconsejándoles el pillaje a los comisariatos yanquis…, en la Zona no se podía transitar sin pasaportes expedidos por los huelguistas, por lo que las autoridades de Aracataca habían abandonado la población, etc.” (p.22). El efecto no tardó en producirse. El 29 de noviembre el ministro de Gobierno le advierte al gobernador Núñez Roca de “la necesidad de que la huelga se denominará movimiento comunista (p.23).  El 2 de diciembre, en un telegrama, el Jefe Militar declaraba incitador comunista a Pedro Barrios Bosch, redactor del Diario del Córdoba, de Ciénaga, propiedad de Julio Charris, comerciante y bananero amigo de la huelga (p.23). Todo, según la argumentación de Castañeda Aragón, estaba consumado. Cortés Vargas se cruzó de brazos, ajeno a las peticiones del gobernador, a la espera de ser investido como Jefe Militar, y así poder adelantar una acción de armas. Se aprestó, con sus hombres, a batir por el fuego a los amotinados (p.24). Su designación como Jefe Civil y Militar en la Zona tardó menos de tres días en ser oficializada.

El alcalde Fuentes Jiménez, al tanto de las maniobras de Cortés Vargas, percibió pronto la negativa de este de despejar a las multitudes congregadas en la Plaza de la Estación del Ferrocarril. La medida pretendía evitar posibles perjuicios contra ciudadanos por parte de los huelguistas. Había cerca de 4000 obreros, según el alcalde, atentos a las arengas de los dirigentes sindicales. La situación se tornaba delicadísima. Los obreros, reconoce, estaban dispuestos a todo con tal de hacer sentir sus exigencias y reivindicaciones. El 5 de diciembre, muy temprano, impidieron el servicio de expendio de carne en el mercado y controlaron toda entrada y salida del casco urbano de Ciénaga. Estas actuaciones seguían el curso esperado por Cortés Vargas. La conspiración, como observa Payares González siguiendo a Castañeda Aragón, estaba cumplida (2016, p.p. 31-32). En pocas horas sería el único poder en la región bananera de Santa Marta.  

César Riascos, en la noche del 5 de diciembre, en Ciénaga, en la compañía de su cuñado Enrique González Guerrero, otro rico productor local, atestiguó la posesión de Carlos Cortés Vargas como Jefe Civil y Militar. Para Armando Riascos, quien al momento de la huelga contaba con dos años, los dirigentes obreros declararon enemigo del movimiento a su padre y luego procedieron a acusarlo del trágico final. Inventaron que envió un emisario a Pozos Colorados a detener el tren en el que venían a negociar con los obreros el gobernador Núñez Roca y el gerente de la UFCO, Thomas Bradshaw. “Eso es una calumnia, la mentira más grande… La línea férrea estaba en poder de los huelguistas… Era difícil moverse” (p. 283). Riascos Labarcés desmiente en concreto a Alberto Castrillón, quien, en la Estación del Ferrocarril, el 5 de diciembre en horas de la tarde, denunció que Riascos Cifuentes envió un emisario a detener el tren. Gabriel Fonnegra (1980) estuvo en Ciénaga y la Zona en los años setenta en plan de recoger testimonios sobre la huelga. En su libro escribió que Riascos Cifuentes, Camilo Barreneche y algunos soldados interceptaron, a eso de la una de la tarde, el tren en el que Núñez Roca se dirigía a Ciénaga. Riascos le informó al gobernador que los obreros, amotinados en Ciénaga y armados con fusiles, esperaban su arribo para matarlo. Según le dijeron a Fonnegra –“según dicen”-, Núñez Roca decide abortar el viaje.  

La familia Riascos viajó a Bruselas en 1929. La de González Guerrero se residenció en Santa Marta, en donde este hizo una exitosa vida pública y empresarial. La vida de estos hombres y familias, como la de otros productores cienagueros –Atilio Correa, Ramón García, Francisco Elías, Eduardo Noguera-, no fue fácil por estos meses críticos de la historia de Ciénaga. Las amenazas de los obreros fueron constantes durante la huelga y los meses siguientes. Los consejos de guerra seguidos a los dirigentes y simpatizantes del reprimido movimiento aumentaban las fricciones. En las esquinas del centro de Ciénaga se vivían momentos de silenciosa tensión. Los bananeros locales solo quisieron, en opinión de Riascos Labarcés, un arreglo rápido. Dependían de las exportaciones para mantener las fincas y pagar a los contratistas que enganchaban al personal. Los productores defendían sus intereses económicos. A ellos los arruinaba el prolongado cese de actividades. Las exportaciones de ese año alcanzaron, pese a la huelga y la masacre, 10.2 millones de racimos, 1.6 millones de racimos más que 1927, año del huracán que tumbó varios millones de matas de guineo en Sevilla.   

Cortés Vargas y la masacre

Carlos Cortés Vargas, trasladado a la Zona como jefe militar el 13 de noviembre, un día después de votada la huelga, mostró, según sus críticos, una conducta de intransigencia frente al movimiento y sus líderes.

Aunque en su libro –Los sucesos de las bananeras-, publicado unos años más tarde, intentó justificar su proceder en el Magdalena, todo apunta a que él fue una de las piezas maestras de la Masacre de las Bananeras.

Su designación fue preparada en Bogotá y Santa Marta y contó con la anuencia de la embajada de Estados Unidos. Se hizo con un propósito específico: destruir a sangre y fuego a los líderes del movimiento y reprimir las exigencias legales de los trabajadores bananeros.

Este es el sentir del escritor y periodista samario Gregorio Castañeda Aragón, quien, en 1931, viviendo en Barcelona, escribió un folleto en el que pone al descubierto, en su sentir y entender, las maquinaciones efectuadas en Santa Marta y Bogotá para aplastar la huelga de 1928.

El clima laboral, como reconocen los estudiosos de este capítulo aún abierto de la historia colombiana, se volvió mucho más tenso. La UFCO recurrió a trabajadores desafectos a la huelga y los enganchó, a través de contratistas, para que cortaran la fruta y cargaran los trenes. Los huelguistas, como respuestas, realizaron mítines permanentes, bloqueos a la vía ferroviaria y saboteos a las líneas telegráficas. Sus mujeres, como se demostró después, o ellas mismas declararon, se encargaban de picar la fruta en los ramales y estaciones de embarque. Hubo detenciones, realizadas por el propio Cortés Vargas. Todo indica que el general jugó, siguiendo instrucciones del ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, y de algunos dirigentes bananeros, a que el clima empeorara y los obreros radicalizaran sus acciones para lograr de esta manera que Abadía Méndez decretara el Estado de Sitio, como en efecto sucedió en la tarde noche del 5 de diciembre. 

En la madrugada del 6, Cortés Vargas, ya posesionado como Jefe Civil y Militar, hizo presencia en la Plaza de la Estación de Ciénaga. Marchó del cuartel a la estación al frente de unos 400 hombres. Informó a los huelguistas, a través de un subalterno, que la Zona se declaraba bajo Estado de Sitio. El subalterno ordenó a los manifestantes dispersarse en el término de cinco minutos. Los trabajadores, en lugar de dispersarse, procedieron a abuchearlo y lanzar consignas contra el imperialismo: “¡Abajo el imperialismo yanky!” y “¡Viva Colombia Libre!”. El propio Cortés, vencido el plazo estipulado de un minuto adicional, dio la orden de abrir fuego.

El episodio, recreado cinematográficamente en Cien años de Soledad y citado en muchos libros sobre el hecho sangriento, es bastante conocido:

José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. “Estos cabrones son capaces de disparar”, murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez levantó la voz.

-¡Cabrones! –gritó-. Les regalamos el minuto que falta.” (p.303)

Los nidos de ametralladoras de la novela empezaron, entonces, a escupir balas sobre la muchedumbre, propiciando una danza macabra que apenas sí les dio tiempo de tirarse al suelo.  

Las cifras oficiales, reportadas al día siguiente, hablaron de 13 muertos y 19 heridos. Los médicos encargados de hacer el levantamiento de los cadáveres en Ciénaga, los doctores Manuel J. Del Castillo y Anselmo Martínez, siempre hablaron de 9 muertos. Los más enterados del hecho afirmaron que Cortés Vargas ordenó el alto al fuego apenas empezaron a disparar sus hombres. Para otros, los soldados dispararon de pie y al aire. Esto explica el número reducido de víctimas mortales en la Estación del Ferrocarril. Hubo 29 muertos más en los enfrentamientos sostenidos en Prado Sevilla entre los huelguistas comandados por Erasmo Coronel y miembros de la Policía y los celadores y gringos atrincherados en sus gallineros electrificados. Riascos Labarcés aseguró, en la misma entrevista a Payares, que los muertos pudieron llegar al centenar, porque muchos delincuentes, que aprovecharon la huelga para saquear los comisariatos y las fincas, fueron abatidos en distintos puntos de la Zona. Las cifras de 1000 o 3000 muertos hacen parte de la fantasía, la desinformación y la magia de García Márquez (p. 293-295). Gaitán, en opinión de Riascos Labarcés, exageró las cifras presentadas a la Cámara y utilizó la masacre, que la hubo, para ascender políticamente.  

Para Riascos Labarcés, Gaitán exageró los hechos en sus intervenciones de septiembres de 1929. Nunca hubo las tales fosas comunes denunciadas. Ni en predios de La Floresta, ni de Sevillano -pertenecientes a su padre-, ni en ninguna otra parte de Ciénaga. Algún periódico de la época, adversario del Gobierno, cifró en 1000 los muertos. Hasta el embajador de Estados Unidos reportó una cifra similar. García Márquez, en la citada novela, habló de 3000 muertos, un número inverosímil, propio de su estilo hiperbólico, pero que muchos historiadores asumieron como reales. En charla sostenida con Armando Riascos y Jaime García Márquez, en El Rodadero, en los últimos años del siglo XX, García Márquez fue enfático al decirle a Riascos que Cien años de Soledad era una novela, no un libro de historia. “Esas fueron sus palabras… Pero como puso tres mil (muertos), todo el mundo cree que fueron tres mil” (p. 294).

Reacciones sobre la huelga y la masacre

Durante la huelga y la masacre el autoritarismo campeó. Los obreros y sus dirigentes fueron perseguidos. Muchos de ellos y sus simpatizantes resultaron condenados, en sumarios consejos verbales de guerra, a pagar hasta 25 años de cárcel, medidas que luego serían revocadas. Víctor Manuel Fuentes, el alcalde de Ciénaga, acusado también por Cortés Vargas de ser cómplice de los huelguistas, huyó para escapar de los consejos de guerra de 1929. Finalmente, un juzgado de Santa Marta revocó, en mayo del mismo año, la orden de captura emitida contra él. Escribió un informe al gobernador en donde relata los hechos centrales de la huelga y sus actuaciones. Su testimonio ayuda a comprender la atmósfera reinante los días previos a la huelga y los días que siguieron al sangriento episodio. Para sus críticos, sin embargo, simpatizó con la huelga por sus nexos con el comercio de Barranquilla.

¿Qué postura adoptó la élite de Santa Marta frente a la masacre? En septiembre de 1929, con motivo de los debates que Jorge Eliécer Gaitán promovió en la Cámara de Representantes, ilustres hombres de la clase dirigente del departamento reaccionaron indignados.

Gaitán acusó a los productores liberales Enrique González y César Riascos de ser responsables de la masacre. González denunció el oportunismo de Gaitán, su falta de rigor y sus ambiciones políticas. Asumió la defensa de su cuñado Riascos, que para entonces vivía en Bélgica con su familia.

Cuenta Armando Riascos que, años después, cuando hacía campaña en el Magdalena y la Zona, Gaitán le pidió a César Riascos apoyo político y dinero. “Mi papá lo ayudó económicamente (p. 295). Sus familiares e hijos le reprocharon el gesto, pero Riascos Cifuentes apoyó a Gaitán, hombre combativo como él y por quien sentía simpatía.

Enrique González, al enterarse por la prensa de las acusaciones de Gaitán, escribió sendos telegramas a Carlos Cortés Vargas. El primero, fechado el 9 de septiembre, califica de folletinesca la relación de sucesos sobre las bananeras expuesta por el político liberal. En el segundo, de la misma fecha, lamenta que hombre de la inteligencia de Gaitán haya acogido, en sus investigaciones en Ciénaga, especies calumniosas, pues todo es fantástico. En un tercer telegrama, esta vez dirigido a Presidente de la Cámara de Representantes, González Guerrero moteja las intervenciones de Gaitán de fantástica relación de sucesos de un individuo ambicioso de celebridad y aplausos baratos. El 10 de septiembre, el obispo Joaquín García Benítez dirigió un telegrama al Secretario del Ministro de Guerra. El obispo se admira de que los hechos tan horrendos denunciados por Gaitán hayan sido cometidos sin que la ciudadanía honrada los hubiera repudiado. Un último telegrama, suscrito también en Santa Marta por varios exmandatarios departamentales, da el tono de la postura de la élite samaria frente a los hechos:

Santa Marta, septiembre 11 de 1929

Señor Ministro de Guerra, Bogotá.

Hanos extrañado concepto temerarios depresivos lanzados en Cámara de Representantes contra personajes, jefes, oficiales, tropa, con motivo de última huelga región bananera.

Mientras no demuéstrese verdad cargos por medios legales, consignamos nuestra protesta por labor denigratoria que referíamonos y sin temor afirmamos que sin intervención ejército en esta región, la anarquía habría sido la inevitable consecuencia.

Firman, entre otros, Florentino Goenaga, Juan B. Cormane, Lázaro Riascos C., Joaquín Campo Serrano, todos exgobernadores del Magdalena. En el Magdalena, para ellos, solo hubo una huelga y la intervención del ejército estuvo plenamente justificada (Payares, pp. 43- 45)

Un baile de Carnaval

Ya en febrero de 1929, menos de tres meses después -de los hechos, de la huelga, de los sucesos-, se organizó en Santa Marta un baile de Carnaval en homenaje al General Carlos Cortés Vargas. A este evento social asistieron Thomas Bradshaw, gerente de la UFC, y los más selectos caballeros y damas de la sociedad bananera de Santa Marta y Ciénaga.  

El escritor Ramón Illán Bacca, en 1978, con motivo de los cincuenta años de la masacre, publicó el cuento “Si no fuera por la Zona Caramba…”, texto en el que recrea, en su peculiar estilo sutil y sarcástico, el baile ofrecido a Cortés Vargas. Hasta el obispo asiste -en cuerpo y alma- al evento, si hemos de creerle a la escritura puntillosa de Bacca.

Desde el canapé Germania dijo algo sobre la gente provinciana, de modales bruscos y falta de clase.

Las escaramuzas fueron interrumpidas por la llegada del obispo. Los invitados se agolparon a su alrededor para besarle el anillo. Cuando le tocó el turno a Enrique Olmos y se inclinó, el prelado le dijo:

 —Veo que la luz se está haciendo en su mente, espero que también en su corazón.

En el cuento de Bacca, Aquiles Olmos, sobrino del dueño del periódico, no oculta su sorpresa al recibir la invitación al baile. Para el joven Olmos los organizadores están locos: “¿Cómo se les ocurre hacerle un homenaje a un carnicero de éstos?”. Su tío, en cambio, dueño del único periódico de oposición, le recuerda que los tiempos han cambiado, que cuando apoyaron la huelga a los comerciantes les interesaba la desaparición de los comisariatos. “Recuerda”, le dirá, “que lo que nos da de vivir es el almacén, no el periódico”.

El relato de Bacca saca a relucir cierta pugna al interior de la clase dominante en Santa Marta frente a la huelga y su desenlace fatal.  Según la socialidad del texto –las miradas y visiones enfrentadas- resulta inobjetable el real propósito de los comerciantes que apoyaron la huelga.

El interés de los comerciantes pareciera confirmar la sospecha de Riascos Labarcés y de muchos otros dirigentes. Para estos el movimiento creció tanto porque fue sostenido por el comercio mayorista de Barranquilla, enemigo declarado de los comisariatos y los vales. El comercio mayorista financió la huelga con comida, pero cuando esta se tornó violenta, puntualiza Riascos Labarcés, los comerciantes le ´cortaron el chorro´ (p. 289).  Según Riascos Labarcés, el comercio de Barranquilla y Ciénaga se asustó cuando grupos de huelguistas empezaron el asalto de los comisariatos. Temieron igual por la suerte de sus tiendas y depósitos en Ciénaga y la Zona.

La huelga simplemente, según la anterior postura, se les salió de las manos a los comerciantes y a los dirigentes del Partido Socialista. Los obreros carecían de formación política. Pretendían solo algunas reivindicaciones. Una parte importante de ellos ni siquiera estaba de acuerdo con la huelga. La huelga degeneró en asaltos y pillajes. Los celadores de los comisariatos reaccionaron ante los asaltos. Los cálculos finales de los dirigentes salieron mal. La UFCO no negoció. El Gobierno, en manos suyas la suerte del conflicto, resolvió a plomo, con persecuciones y juicios verbales el movimiento de 1928.

Los obreros y muchos otros hombres –asaltantes de los comisariatos, en la versión de Riascos Labarcés- pagaron con sus vidas este juego de pulsos que tuvo como escenario trágico la Plaza de la Estación de Ciénaga, Prado Sevilla y varios pueblos de la Zona Bananera del Magdalena a lo ancho y largo de las vías del tren.   

Testimonios familiares

Clinton Racines Vargas (Ciénaga, 1919 – Barranquilla, 1992) tenía nueve años al momento de la masacre. Vivía con su familia en Ciénaga, en la calle de las Carreras con calle 17, a escasos dos cuadras de la Estación del Ferrocarril y a tres del Cuartel, que operó en donde en los cuarenta fue construido el Hotel Tobiexe, hoy sede del INFOTEP. Sus hermanas menores aún viven en la misma casa de esquina. Vivió de cerca los hechos. Una década más tarde comenzó a trabajar en fincas bananeras como asistente de administrador. Llegó a ser a los pocos años Spray Master y chief Clark (administrador) de La Agustina, La Gabriela, Macondo, Montería, La Esperanza, La Libertad y La Paulina en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Siempre fue un liberal bien rojo de la cabeza a los pies. Vivió casi toda su vida metido en fincas de la Zona Bananera de Santa Marta, a sol, lluvia y huracanes, y más tarde, a principios de los setenta, luego del retiro de la UFCO (1965), marchó a la Zona de Urabá, donde administró la finca Cincinnati. Regresó a Ciénaga en 1974 para administrar, en los siguientes cuatro años, fincas de los Riascos Labarcés y de Manuel Vives Henríquez.   

Armando Ramírez (Rio Frío 1936), a quien Clinton Racines crió, entró a trabajar en la UFCO en octubre de 1950 como aguador de La Gabriela. Fue más tarde sopletero (fumigador) y capataz de cuadrilla bajo el mando de Clinton Raciones, el Spray Master, jefe y responsable del control sanitario de la finca. En 1953-54 pasó a ser dependiente del Comisariato de Sevilla. Debía desplazarse, además, a los otros comisariatos de la Zona a realizar inventarios. Entre 1954 y 1957, ya en la División de Sanidad Vegetal, ocupó diversos cargos, entre ellos el de time-keeper (planillador) y supervisor de cargue del banano en los trenes. Los viernes, cuando llegaba el tren de pagos, debía realizar labores de coordinación y supervisión de las décadas o quincenas adeudas a los obreros y personal de la compañía. Este último año, en el tercer trimestre, salió rumbo a Venezuela, a Macuto, cerca de La Guaira, de donde regresó en diciembre, en víspera del golpe a Pérez Jiménez. Volvió a Venezuela en 1958, en marzo, para trabajar en el departamento de nómina del hospital José María Vargas de La Guaira.

Ellos, mi abuelo y mi papá, cuando tocábamos el tema de la huelga y la masacre, consideraron que la huelga fue un error y que los obreros fueron manipulados por Mahecha y otros dirigentes sindicales. Clinton Racines murió convencido de ello. Armando Ramírez vive en Charlotte (USA), tiene 80 años y mantiene su posición. Según mi abuelo, los dirigentes corrieron a salvar el pellejo cuando supieron que Cortés Vargas les iba a echar bala. Son sus palabras. Los muertos los pusieron los obreros. En 1978, cuando se instaló en la Estación de Ciénaga, en la Plaza de los Mártires, la escultura de Rodrigo Arenas Betancur que conmemoró los 50 años de la masacre, a mi pregunta de cuántos fueron los muertos, nunca los negó, ni los redujo a 29 o a 47. Fueron muchos, afirmó. Nunca, sin embargo, aventuró un número superior a los ochenta o noventa. Hacía sus cuentas. Para él hubo masacre y persecuciones. “Los godos”, se le escapaba a ratos, “mandaban los godos”. Todo acabó a sangre y fuego, me explicó otro día, en la casa de la avenida San Cristóbal, en Ciénaga: Esa fue la orden. ¿Orden de quién o quiénes? Cortés Vargas no actuó solo. Después de ser destituido en 1929, a raíz de los hechos luctuosos del 8 de junio en Bogotá, siendo entonces Director General de la Policía Nacional, se quejó en varias oportunidades de defender él solo su intervención en la Zona durante la huelga y la masacre. Armando Ramírez, hombre de ideas ortodoxas, piensa, a la distancia del país y de los hechos, que los dirigentes de la huelga fueron demasiado alegres cuando pensaron que una disputa sindical podía transformarse en una revolución en dos o tres días. 

La UFCO, sin embargo, continuó sus operaciones en la Zona, a pesar de las acusaciones de la izquierda, de las condenas de los liberales y de las exigencias de reivindicaciones de los sindicatos, que en 1934 promovieron otra huelga bananera.

Los gobiernos siguientes –Olaya Herrera, López Pumarejo- no fueron tan severos con la UFCO, como esperaron los críticos más radicales. El más dubitativo de todos fue el de Olaya. Nombró un ministro de Industrias a la medida de los intereses americanos y la empresa bostoniana. La administración de López Pumarejo, al menos, denunció las sumas de dinero que la UFCO pagó a abogados y políticos colombianos para lograr favores gubernamentales. Las investigaciones concluyeron en la fuga, vía Panamá, del gerente de entonces (Díaz Callejas, 2005), Mr. Bennet.

A Eduardo Santos le tocó, en cambio, idear un plan de obras públicas y de embellecimiento para el Magdalena, en especial Santa Marta, Ciénaga y la Zona Bananera. Pretendió de esta forma generar los puestos de trabajo que se perdieron en las fincas, en el ferrocarril y en el puerto una vez la UFCO suspendió actividades en 1942, año en que Estados Unidos entró a la Segunda Guerra Mundial.

Regreso y salida de la Compañía

La UFCO regresaría en 1947, pero solo a partir de 1952 la producción exportable comenzó su recuperación. El entorno político, económico y social cambió en pocos años. La compañía decidió concentrarse en la comercialización y la asistencia técnica y paulatinamente les cedió el protagonismo a los productores locales de Ciénaga y Santa Marta mientras, a sottovoce, preparaba el traslado –huida, en el idioma de sus críticos- hacia la futura Zona Bananera de Urabá, que ofrecía suelos más fértiles y mejores condiciones climáticas. Los productores locales, con sus recientes empresas, apenas si estaban preparados para afrontar, en un escenario político poco favorable, los cambios técnicos y económicos que el mercado de banano imponía en Ecuador y Centroamérica. Otra vez, como al principio del negocio a fines del siglo XIX, la falta de capitales y de influencia política decisiva conspiró contra los deseos de renovar el negocio y seguir por cuenta propia en un mercado mucho más sofisticado y competitivo con la entrada de un jugador fuerte como Ecuador.

Las fincas de la menguada Zona tardaron varios años en introducir variedades más productivas y resistentes a las enfermedades (Cavendish), en construir la infraestructura de cableado para sacar el guineo de los lotes, en diseñar y levantar empacadoras y preparar el personal operativo. Solos los medianos y grandes productores pudieron hacerlos. Los cambios fueron realizados, sin embargo, en un mercado donde los precios eran impuestos por competidores que operaban en mejores condiciones, incluso climáticas. Los huracanes, además, siguieron haciendo irrupciones en las fincas de la Zona, siempre expuestas a los caprichos de los alisios. Resulta comprensible, en este escenario, la relevancia de Urabá en variables como área sembrada, productividad y volumen exportado. Ventajas que mantiene a pesar de las catástrofes políticas y sociales vividas a partir de tres últimas décadas. A finales del siglo, todavía respondía por el 70% de la producción exportable del país, mientras que la nueva Zona Bananera de Santa Marta, extendida a La Guajira, aportaba entre el 28 y 30% de este comercio (Bonet, 2002, p.76).  

La Casa Grande y la huelga    

Cepeda Samudio, conocedor de la huelga y sus razones más íntimas, recrea en La casa grande (pp. 96-97) una conversación entre dos de los organizadores del movimiento.

Uno de los agitadores, como fueron llamados los organizadores de la huelga, decide marcharse. Sabe que hay orden de acabar a tiros el paro. Su interlocutor intenta disuadirlo. Este le recuerda que ellos metieron al pueblo en el asunto y que deben mantenerse a su lado. Expresa, asimismo, su escepticismo sobre la orden de acabar a plomo la huelga. Alega que son muchos los huelguistas en la Estación y que el General no se atreverá a hacerlo. El otro, más enterado, acredita sus años de experiencias en la organización de huelgas. Dispararán. Es la razón por la que han llegado más tropas procedentes de Barranquilla.  Él ya cumplió con armar la huelga para los comerciantes, que pagaron porque querían eliminar los comisariatos. Les deja a ellos, a los comerciantes, el desafío de afrontar las consecuencias. Cito las líneas finales del diálogo sostenido entre los dos anónimos personajes, breve y preciso, al más puro estilo Cepeda:

-Usted no puede irse.

-Yo terminé ya: lo demás es cosa de ellos.

-Ellos ya no cuentan; ahora tenemos que proteger al pueblo. Ellos dieron la plata porque querían acabar con los comisariatos: usted lo sabe perfectamente.

-Sí, pero no es cosa mía.

-Claro que es cosa nuestra. Nosotros metimos al pueblo en esto: A ellos solamente les interesa quitarse la competencia de los comisariatos de encima.

– De todas maneras, el pueblo va a salir ganando.

-Ganando qué: ¿muertos? A mí me trajeron para organizar una huelga, no para proteger a nadie. Como se lo digo: aquí van a echar bala y yo me voy esta noche.

Una cita literaria no tiene la fuerza de un documento histórico. Sin embargo, el asunto citado, aporta información sobre el interior del movimiento y una de las motivaciones o razones de la huelga. 

Cepeda Samudio vivió su infancia en Ciénaga en los años siguientes a la huelga y masacre.  Tuvo oportunidad de conocer y tratar de cerca a muchos de los implicados en el desenlace fatal de la huelga. Los cuentos, crónicas y artículos suyos de tema bananero denuncian a un crítico de los potentados y de la aristocracia bananera –“la raza donde se apoyaron los fusiles” (p.59)- con quienes mantuvo cordiales relaciones toda la vida.

El fragmento citado llama la atención sobre la influencia y real participación de los comerciantes en la huelga. Esta huelga, a diferencia de las anteriores, fue más grande que otras por el apoyo del comercio, que aprovechó el malestar de obreros, colonos y propietarios locales de Ciénaga y Aracataca para imponer sus intereses. Igual los pequeños cultivadores hicieron causa con los obreros y de alguna manera impulsaron el movimiento en la medida en que el accionar de la UFCO bloqueaba sus intenciones de independizarse.  

Armando Riascos Labarcés, amigo de infancia y de la vida de Cepeda, siempre sostuvo en medios académicos, ante la BBC de Londres y en la extensa entrevista concedida a Carlos Payares González que la huelga fue, en el fondo, “una guerra de los tenderos”. Suena prepotente, a desparpajo cienaguero, a rumor de esquina placera, pero es una línea que vale la pena examinar a fondo. El poderoso comercio de Barranquilla, dominado por alemaneses y judíos sefarditas, tenía razones de sobra para apoyar la huelga. Sus socios y agentes comerciales en Ciénaga y la Zona sufrían la competencia de los comisariatos de la UFCO y muchos estaban endeudados con ellos. La intervención del comercio local, que igual explotaba a los obreros al descontarle los vales a tasas del 30 y 40 por ciento, para nada invalida la lucha de los obreros, la justicia de sus reclamaciones, ni borra las actuaciones de la UFCO, de los grandes productores y el gobierno conservador.

El diálogo transcrito de la novela de Cepeda pone, además de subrayar la participación del comercio en el conflicto, un asterisco a la dirigencia sindical. ¿Hubo entre los dirigentes de la huelga visiones distintas sobre los reales motivos y alcances del movimiento? El instinto poético y político de Cepeda se limita a develarlo o sugerirlo en la realidad verbal de La casa grande. Nunca su texto, en cambio, duda sobre el poder opresor y corrupto de la compañía extranjera, ni sobre la responsabilidad que le cupo a la raza donde se apoyaron los fusiles.

El examen histórico sobre el papel de la dirigencia en la huelga revela que, al interior del Partido Socialista Revolucionario en formación, nunca hubo una postura monolítica sobre la huelga. Tomás Uribe Márquez e Ignacio Torres Giraldo, por ejemplo, guardaron distancia. Les preocupó que la falta de experiencia política de los obreros concluyera en salidas anarquistas que dieran pie a una salida militar. La huelga de Barrancabermeja de 1927 contra la Tropical Oíl Compay-Troco había terminado en represión y muertes. El gobierno de Abadía, por su parte, hizo aprobar para 1928 normas que facilitaban censurar y reprimir los movimientos sindicales y sociales. 

El texto de Cepeda, entonces, pareciera denunciar las divisiones internas del movimiento obrero y la inmadurez política de la lucha obrera, cuya autonomía queda cuestionada por la injerencia de los intereses del comercio de Barranquilla y Ciénaga. Para Maurice Brungardt, la cobardía del líder de la huelga, en la novela de Cepeda, “es la premonición de un futuro incompleto y frustrado para los trabajadores, por lo menos en esta etapa de su desarrollo” (1997-1998, p. 88).  Los movimientos de clase y obreros carecían aún la autonomía y el poder suficientes para sobrevivir en un medio desfavorable.  El gobierno, la UFCO y los productores locales influyentes se las ingeniaron para transformar la lucha justa de los obreros bananeros en una conjura anarquista contra el sistema.

Un llamado a los estudiosos

Mucho se sabe, especula y poetiza sobre la huelga y la masacre. Mucho se ignora o permanece oculto en espera de nuevas miradas. Hacen falta más estudios reflexivos. Armando Riascos Labarcés, en la referida entrevista, admite que no puede haber una sola postura, pero señala que es necesario estudiar la huelga con menos pasión. Cita, en apoyo de su sentir, palabras del intelectual y abogado cienaguero José Vicente Mestre sobre la ideologización sufrida por los estudios sobre la huelga:

Miré, doctor Riascos: pasarán muchas generaciones para que se pueda saber la verdad y el origen de la huelga y todo lo que pasó, porque esto está lleno de chismografías y de política elevada a historia, y mientras no haya cabezas frías y gentes estudiosas que no vea esto desde un punto de vista político, no se podrá saber exactamente qué pasó con la huelga (p. 288).

La manipulación, la desinformación y el rumor han imperado en la vida política de Santa Marta y Ciénaga. Estas estrategias de disputa política, tan vigentes hoy, fueron empleadas durante la huelga. Razón le asiste al poeta y novelista cienaguero José Manuel Crespo Labarcés cuando afirma, en la novela Largo ha sido este día (1987), que en Ciénaga el rumor es una ciencia exacta. Toca apartar con cuidado estas estrategias de disputa para acceder al corazón y huesos de los hechos desnudos. Más investigación de archivo y compromiso teórico en el análisis de la historia del territorio bananero, su cultura y sus conflictos puede ser una salida a los enfoques y textos partidistas predominantes.

La historia de todo territorio es un producto complejo. Es el resultado en su patrón, estructura y proceso de las formas de uso y aprovechamiento de las sociedades que lo ocuparon y ocupan (Moscarella, 2003, pp. 17-18). Una parte sustancial de la comprensión de la cultura bananera ha sido cubierta. La apertura de mente y la colaboración investigativa son imprescindibles a la hora de seguir esclareciendo la historia bananera en la región.

Los estudios de la huelga y la masacre, además, más interesados en los análisis políticos y económicos, han soslayado y subordinado los intereses y las historias de otros grupos: los indígenas, los afros y los colonos. El papel de las mismas mujeres y sus organizaciones ha sido reducido a la lucha económica, sindical y partidista. Olvidan que unos y otras son sujetos históricamente discriminados por una cultura occidental modernista y falo-centrista. Cabría esperar de las escuelas y los colegios públicos un mayor compromiso con el estudio amplio de un acontecimiento fundamental de la historia de la región y el país. Es una tarea crucial en una sociedad de memoria volátil, presa fácil de los juegos de mano de los medios y amiga de las leyendas.     

La Zona Bananera casi 90 años después…

Los habitantes y pueblos de la Zona Bananera, casi noventa años después de la Huelga y Masacre, esperan. Muchos, silenciosos, envejecidos como sus casas de vivienda, parecieran vivir al pie de una espera inagotable, indefinida.

Los más viejos y viejas añoran a la Mamita Yunai. Para los más jóvenes los relatos de la Zona son motivos más bien de asombro o indiferencia. Las comodidades de los empleados de la Yunai y la fastuosa vida europea de las familias bananeras son para ellos episodios de una realidad apenas imaginable, de las que las casas de Prado Sevilla o de algunas fincas sobrevivientes constituyen vagos signos. La huelga y la masacre del 28 suscitan en ellos, por otra parte, una sencilla indolencia, rara vez los mueve a proponer una pregunta. Es posible que estén curados de violencia. La Zona, en los últimos años, ha sido escenario de masacres y crímenes selectivos. La célebre masacre de las bananeras, perdida al fondo de un siglo azaroso, resulta siendo otro espejismo más, una más de las muchas nostalgias de los mayores, motivo de pesados discursos conmemorativos. Ellos nada quieren saber de muertes y huelgas. Les importa el último gol de Cristiano Ronaldo, los celulares de última gama o la fiesta de fin de semana en alguna discoteca.      

Solo unos pocos habitantes, aquí y allá, en los nuevos barrios de los pueblos bananeros, esperan reparaciones por todas las pestes vividas en un largo siglo de banano. Las manos del Estado, más concretamente de la dirigencia política departamental, siguen ausentes en la región. Las vías, los puentes, los acueductos y alcantarillados se echan de menos en la mayoría de pueblos de la antigua zona bananera.  Ausencias que en discurso silencios de los más ancianos justifica la esperanza en el regreso de la Mamita Yunai, que se encargaba, ella sola, de trenes, puentes, canales, caminos y teléfonos.   

En Prado Sevilla, los habitantes más antiguos, exhiben a los visitantes las planillas de corte y riego de las fincas de los tiempos de la Yunai.

En Sevilla y Guacamayal pueden encontrase equipos, aparatos, muebles, vajillas y lámparas de la época de UFCO. En distintos puntos de la Zona, en Prado Sevilla, en Guacamayal, en Rio Frío y Aracataca se conservan las casas construidas por la empresa para sus empleados de mayor rango. Algunas en mal estado, al borde de la extinción o han sido transformadas. Los espejos, de medio cuerpo o de cuerpo entero, han perdido la capacidad de reflejar la realidad, pero los nostálgicos de toda índole prefieren buscarse aún en sus superficies ciegas a enfrentar la claridad desnuda que empieza al otro lado de una terraza o al pie de un viejo portal.

La casa de La Paulina, finca de Guacamayal administrada por mi abuelo entre 1965 y 1968, se conserva en buen estado, no así el campamento de ladrillos, en parte transformado por los hijos y los nietos de quienes los recibieron del INCORA a principios de los años setenta del siglo anterior.

Las condiciones laborales mejoraron después de la Segunda Guerra Mundial. Los sindicatos pudieron operar con más libertad. Los riesgos mortales, sin embargo, siguieron rondando las vidas de los dirigentes obreros, acusados de ser enlaces o colaboradores de la guerrilla. Sucedió igual, en las siguientes tres décadas, con dirigentes cívicos o líderes sociales, muy a pesar de las denuncias y las investigaciones de las organizaciones de derechos humanos.    

La Zona Bananera fue, en los últimos treinta años, debido a la presencia de la guerrilla y luego de los paramilitares, escenario de una violencia intensa y cruzada. Este fenómeno cobró cientos de vidas, destruyó caseríos, sometió pueblos y arrojó a miles de personas a las calles de los centros urbanos regionales. Secuestros, masacres, desapariciones, desplazamientos marcaron la vida cotidiana. La intolerancia y el exterminio siguieron siendo los mecanismos más socorridos a la hora de resolver los conflictos, viejos y nuevos.  

En 1996, diez corregimientos de Ciénaga lograron la municipalización de la antigua Zona Bananera, en un momento marcado por el conflicto y la muerte. La alcaldía del nuevo municipio, Zona Bananera, opera en Prado-Sevilla, en un antiguo inmueble de la UFCO.

La Zona dejó hace tres largas décadas de ser exclusivamente bananera. Miles de palmas fueron sembradas en donde antes hubo banano. Sin desconocer los esfuerzos de las empresas y las fundaciones establecidas, estos pueblos, aguerridos y de nombres eufónicos (Rio Frío, Orihueca, Guacamayal, Guamachito, Tucurinca), continúan varados en el atraso y la orfandad. Esto se siente al visitar las plazas, recorrer los caminos destapados y adentrarse en el silencio de las fincas de banano y palma. Persisten en ellos la rabia, el pesimismo y la desolación más allá de la alegría Caribe que aflora durante fiestas y celebraciones.

Sobreviven igual, a la par de las casas ─testimonios del paso de la UFCO (1900-1965) ─, varias plantaciones con sus nombres originales: Piloto, La Agustina, Macondo. Subsisten, abandonadas e invadidas, las viejas estaciones o apeaderos del tren: la Estación de Aracataca y el apeadero de La Tal, a la entrada de Sevilla.

¿El río Sevilla? Sí, el río existe, corre entre piedras y arenas, aunque con menos aguas que verter en la Ciénaga Grande de Santa Marta. Las orillas del rio Frío, a la altura del puente sobre la Troncal de Oriente, soportan una invasión iniciada hace treinta años. La gente sigue visitando sus aguas los fines de semana, aunque con grave riesgo para la salud.  Aguas arribas, las fincas y los pueblos serranos, vierten sus aguas servidas en el río.

¿El tren? Hará más de cuarenta años que el banano se transporta al puerto de Santa Marta en camiones y furgones refrigerados. El antiguo frutero de ochenta vagones circula, pero en el poema de un poeta que en su niñez lo veía atravesar sobre el puente metálico del río Sevilla y que corría como otros a colocar en la línea las carrumbas para que les afilara los bordes (Noriega, 2016, p. 30).

Es otro tren al que los niños colocan ahora las carrumbas. Ahora solo operan los trenes de 150 vagones y seis locomotoras que transportan carbón entre La Jagua de Ibirico (Cesar) y el Puerto de la Drummond, en la antigua bahía de Santa Cruz de Papare (Ciénaga, Magdalena).

Existen unas pocas procesadora y refinadoras de aceite en Aracataca, Zona Bananera y Ciénaga. Las montañas, en el interior del antiguo Valle Tairona, conservan sus azules y verdes a pesar de la tala, la quema y las muertes de medio siglo de cultivos ilícitos.

Todavía la Zona Bananera ofrece el milagro de su exuberante naturaleza en un campano o una ceiba.

En una rama desnuda, contra el cielo crudo y azul de la Sierra Nevada, una guacamaya despliega el abanico de colores de sus alas. Basta bajar con cuidado para hacer una secuencia de emotivas fotos de la mano de una buena Nikon. Las guacamayas, aunque ariscas y ruidosas, son sensibles a las luces del espectáculo. Tal vez, en su mundo inabordable, sean rutilantes modelos cuyas horas de pasarela superaron hace tiempo la barrera de los diez mil dólares.  

Santa Marta, diciembre 15-31 de 2016

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NOTAS

* Clinton Ramírez C. nació en Ciénaga, 1962, la antigua capital bananera de Colombia. Economista (1987), Magister en Literatura Hispanoamericana y del Caribe (2013), inició su vida literaria con la publicación de la novela Las manchas del jaguar (1988), con la que obtuvo el Premio de Novela Ciudad de Montería en 1987. A los libros de cuentos La mujer de la mecedora de mimbre (1992), Estación de paso (1995), Prohibido pasar (2004) y La paradoja de Jefferson (2005), suma las novelas Vida segura (2007), Hic Zeno (2008) y Un viejo alumno de Maquiavelo (2017). Cuentos y ensayos suyos han sido traducidos al inglés, al italiano y al francés. La Colección Zenócrate, en 2017, reunió todos sus cuentos en el volumen ¿Te acuerdas de Monín de Böll? En Santa Marta, donde reside, ejerce como profesor de literatura en la Universidad Sergio Arboleda. Es editor del Programa Editorial de la Universidad del Magdalena y coordina el taller de escritura creativa de la agencia cultural del Banco de la República «Cronistas del Tayrona».

[1] Este texto lo preparé en diciembre de 2016, en víspera de los 90 años de la huelga y masacre de las bananeras. La idea original era la de presentarlo en un acto académico en Ciénaga, en diciembre de 2018, además de publicarlo en un libro. El proyecto quedó en veremos, como decimos entre nosotros, sin que las razones vengan a cuento. Cinco años después me tomo el respiro de revisitarlo, de escribirle una especie de introducción y de eliminarle algunas líneas, todo esto sin la fuerza y el entusiasmo con que lo escribí y visité varios pueblos del municipio de Zona Bananera: Guacamayal, Sevilla, Orihueca, Guamachito, Tucurinca y Rio Frio, todos cercanos a mis afectos vitales. Espero conserve la frescura, la despreocupación con que me propuse escribirlo. Igual confío en que sea útil y le diga mucho, pero mucho a quienes poco o nada saben de la historia polémica de la vida bananera, en concreto de la unidad territorial y cultural donde esta palpita entre jardines, como imaginó un viejo poeta de Ciénaga: la Zona Bananera de Santa Marta: un territorio que pertenece por igual a los sueños de la imaginación y a las pesadillas de la historia. Ojalá guarde la sencilla complejidad de la peregrina: juego que todos saltamos y disfrutamos en la niñez.    

[2] Carbonó, durante la huelga del 28, recaudó en persona entre los comerciantes amigos de Ciénaga el óbolo de apoyo para los huelguistas, como observa Carlos Payares (2008, p. p. 87-88)

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº 13/14. Marzo 2019 – Diciembre 2022

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