Respuesta a las sinrazones. Arturo Sorhegui

A propósito de la reseña de Juan B. Amores al libro de Arturo Sorhegui

“La Habana en el Mediterráneo Americano”. Revista “Temas Americanistas” N° 23, 2009.

Arturo Sorhegui*

 

Una de las carencias de la historiografía española que se ha empezado a subsanar recientemente es la de no desentrañar  la importancia que para la evolución y formación del propio estado hispano ha tenido la política colonial que desde los tiempos de los reyes católicos se generó y evolucionó, con sus modificaciones, hasta 1898. La separación académica entre “americanistas” y especialistas en Historia de España, ha influenciado para que no se haya incorporado con sistematicidad los aportes de la historia colonial para la mejor comprensión de su objeto principal: la Historia de España. Perjuicio al que se suma una tendencia que continúa desconociendo este tipo de análisis y además no lo admite como una opción para los historiadores de las antiguas posesiones hispanas. Cuando lo necesario y útil es una colaboración regular entre los historiadores de los distintos espacios del mundo Iberoamericano, en el que cada cual aporte lo que le resulta más cercano y factible en materia de fuentes, tradiciones historiográficas, etc.; es decir, cada cual con lo que mejor conoce. Partidario del desconocimiento de los aportes de los especialistas de este lado del Atlántico y contrario a la necesaria colaboración, se manifiesta el profesor de la Universidad del país vasco, Juan B. Amores Carradano, en la reseña que realiza a mi libro “La Habana en el Mediterráneo Americano”, aparecida en la Revista “Temas Américanistas” N° 23 del 2009.(1)

 

A pesar de que en la referida reseña su autor califica su título de sugerente y justificado su fundamento en la Introducción de la obra (p. 113); de argumentar que el trabajo titulado Las tres primeras habanas…., con independencia de ciertos señalamientos -por él realizados-, muestra el notable acierto: “de intentar un análisis de larga duración que dote de sentido a la construcción social y económica de la ciudad-puerto en el sistema imperial; en una “construcción que fue obra del grupo de élite habanera que logró vincularla al conjunto de ciudades portuarias atlánticas modernas relacionadas con el advenimiento del capitalismo industrial” (sic) (p. 115); y de entender que el que los escribe conoce el conjunto documental de los protocolos habaneros y las Actas capitulares (p. 118). Hace de inmediato caso omiso a tales afirmaciones, al considerar, en las mismas 7 páginas de su reseña que: reproduce información sin aplicar un mínimo de crítica (p. 114); que carece de apoyos bibliográficos actualizados, y tiene ausencia de aparato crítico documental con el que sustentar algunas afirmaciones (p. 117); tiene carencia de rigor metodológico, lo que se advierte por doquier en todo el volumen (p. 118); que resulta de alcance reducido el artículo Canarias-La Habana y la Cuenca del Caribe… y es necesario que amplíe y actualice la bibliografía; consideración que reitera en Yucatán-Cuba y el Mediterráneo Americano…, trabajo que –en su opinión- deja ver de nuevo la pobre base bibliográfica e historiográfica del autor (p. 119); lo cual –por si pareciera poco- resulta demasiado evidente en otros trabajos de la segunda parte del libro (p. 119); y cuando Sorhegui se atreve a escribir sobre la Nueva España, se suceden los errores a las afirmaciones peregrinas (119); para concluir, en la página 120 y última de la reseña, que estamos ante una recopilación de trabajos expuestos en diferentes eventos anteriormente publicados, que solo parcialmente sirven el título original del trabajo y evidencian una llamativa ausencia de base historiográfica adecuada y una clara falta de recursos metodológicos.

 

Lo primero que trasluce de la simple enumeración de los criterios de Amores Carradano es que las alusiones favorables a la obra –ya apuntadas-, son de escasa relevancia -o elemento formal para evitar una alusión demasiado clara a su parcialidad-, ante la magnitud de sus aseveraciones sobre la carencia de una crítica historiográfica, la falta de una bibliografía actualizada, por demás pobre, y de carecer el autor de recursos metodológicos: aseveraciones, que solo en el caso de las atinentes a la bibliografía, repite en cinco ocasiones, como si su reiteración fuera razón suficiente para demostrar su aserto. De lo que se trata en mi respuesta no es desconocer la reseña por ser crítica, sino por venir cargada de animosidad y tener una evidente intención descalificadora.

 

Antes de entrar en consideraciones de conjunto sobre las supuestas carencias en las fuentes documentales, bibliográficas, y lo referente al ejercicio de la crítica histórica y los recursos metodológicos; resulta pertinente precisar que Juan Amores no señala la bibliografía actualizada que se desconoce, además de cuáles las carencias en las fuentes documentales y solo hace alusiones a lo propio de la crítica histórica (¿); pasemos, a las argumentaciones puntuales sobre pasajes de la reseña de Juan Amores, en las que podré responder y dar mis consideraciones. El método que seguiré, es apuntar en negritas, resumidamente, los planteamientos del profesor de la Universidad del País Vasco, para exponer a continuación los míos.

 

Amores Carradano – Sobre las “Tres primeras habanas…” la ciudad puerto comenzó su notable desarrollo bastante antes de 1561, como ya dejó claro Chaunu y otros posteriormente… (p. 114)

 

La aseveración va dirigida a no reconocer el aserto de que como consecuencia de la designación de La Habana como puerto escala en 1561 -durante el segundo momento de la primera Habana, el de 1561 a 1608-, y desconoce que la villa era más bien una mísera aldea afectada por los sucesivos ataques de los franceses en 1537 y 1555, cuando Jacques de Sores la tomó y la destruyó. Solo después de 1561 esta aumentó notablemente su población y aceleró la generalización de la cría de ganado vacuno y porcino que le permitiría disponer de una producción sustitutiva de la ya agotada producción minera. Gracias a ello y a actividades terciarias que empezó a practicar –servicios brindados a unas tres mil personas, entre pasajeros y tripulación, que permanecían, en ocasiones, hasta tres meses en su seno-, la villa vio surgir una aristocracia colonial, pivote de muchas de sus transformaciones posteriores. En su nueva condición, La Habana fue capaz de abarcar un hinterland o contra país de unos 30 000 kilómetros en el territorio que media entre el Cabo de San Antonio, extremo occidental de la actual provincia de Pinar del Río, y el límite oriental de la Ciénaga de Zapata, en la demarcación de las actuales provincias de Matanzas, Villa Clara y Cienfuegos (pp. 12-13). Entre el conjunto de las ciudades portuarias hispanas en América, ninguna otra pudo presentar un balance expansivo tan favorable en el plazo de unos escasos 60 años –visión comparativa brindada por los argentinos Jorge E. Hardoy y Carmen Aeronovich, en su artículo “Escalas y funciones urbanas en América Hispana hacia el año 1600” p. 18-, en una progresión que implicaba, además de la ya mencionada expansión territorial, un incremento poblacional del orden de un mil por ciento, al elevarse el número de sus vecinos de los 50 de 1550 a los 500 -2 mil 500 habitantes- consignados en 1608 por el obispo fray Juan de las Cabezas Altamirano (p. 14). Es de notar que en la reconstrucción histórica que apuntamos, además de contemplar la información propia de las visitas parroquiales del período, se añade la resultante de la sistematización del número de mercedes que en condición de solares, estancias y hatos y corrales aparecen reflejadas anualmente de las Actas del Cabildo de La Habana, entre 1550 y 1600, y que expuestas en un gráfico de tendencia -incluido en la página 120 del libro-, nos permite señalar que entre 1568 y 1580 se repartieron unas 148 mercedes en el espacio rural que abarcaban los fundos ganaderos (hatos y corrales). Antes de 1568, cuando aún no se hacían sentir los efectos de los beneficios de la condición de puerto escala, el número de las mercedes concedidas, según se observa en el material confeccionado, era muy pobre.

 

En esencia, estamos en dos momentos diferentes. Uno encomendero minero que en la Isla se extendió hasta 1553, cuando se derogan las encomiendas por intermedio de la aplicación, en ese año, de las Leyes Nuevas de Indias; y el que a partir de ese momento se sigue, resultado del desarrollo de la ganadería. De no haber sido por la condición de puerto escala, la ocupación del hinterland habanero no se hubiera desarrollado entre 1568 y 1578, ni ocurrido tan tempranamente el primer reparto de la tierra resultante de ese proceso. En el período anterior a 1553 y, sobre todo a partir de finales de la década de 1530, la Isla se encontraba -contrario a lo que deduce Amores Carradano-,  en una fase de estancamiento, originada por el agotamiento de los lavaderos de oro, la merma considerable de la población aborigen y la emigración hacia las zonas mineras del continente de muchos de sus pobladores europeos. Además, en lo pertinente al comercio, la función de puerto escala la detentaba el puerto de Santo Domingo, en la isla La Española; la que solo decaerá después de 1570, ante la paulatina asunción de sus funciones por La Habana.

 

Amores Carradano

Sorhegui afirma que el desarrollo de la “segunda Habana”, la del siglo XVII, se vio en parte frenado por el fuerte descenso del comercio atlántico desde 1620, al menos, y ve una prueba de ello en la “sensible reducción” de las solicitudes de solares para la construcción de casas, mientras que aumentaban las de tierras para hatos y haciendas. Aparte de que no demuestra por qué una cosa prueba la otra, como él mismo recoge en éste y en otro de los trabajos del volumen, la población creció durante el XVII casi al mismo ritmo que en la centuria anterior y la construcción de la red parroquial habla por sí sola del incremento de la riqueza, dos pruebas evidentes de que la interrupción del comercio legal no incidió realmente en el desarrollo de la ciudad y su entorno….

 

Al igual que en la consideración crítica anterior, de claros objetivos invalidadores, Amores Carradano muestra una tendencia a desconocer motu propio las opciones que para la reconstrucción histórica nos aporta el disponer de una contabilización continua del número de mercedes en las variables de hatos y corrales –fundos ganaderos-, estancias y solares. Además de omitir el conjunto de los argumentos de su interrelación con los efectos de la disminución y, en ocasiones desaparición, del tráfico anual propiciado por el comercio oficial representado por el sistema de flotas. Paso a incluirlos:

 

Entre 1570 y 1630, según los estimados de Hardoy y Aeronovich, La Habana tuvo un incremento poblacional absoluto de un 20,0 muy superior a los índices de crecimiento urbano promedio para el resto de las posesiones hispanas en América, que fue de un 3,3 a un 3,8. E, incluso, muy por encima de las cotas más altas representada por Cartagena de Indias y Durango en México, con 6.0 y 13,3, respectivamente. Las medias señaladas por los autores citados decaen para el continente y las Antillas a partir de 1621, cuando después de la muerte de Felipe III y el fin de la tregua con Holanda, se reanudan las hostilidades y se funda la Compañías de las Indias Occidentales Holandesas, con la subsiguiente afectación al sistema de flotas, el cual se espacia al punto de desaparecer durante algunos períodos, cortando las líneas de comunicación entre Sevilla y América y reduciendo, con ello, casi al mínimo, los beneficios de La Habana como principal puesto escala del comercio de Indias (p. 19).

 

Por si fuera poco, las consecuencias de la ocupación de la isla de Curazao por los holandeses en 1634, y Jamaica por los ingleses en 1655, ocasionaron serios trastornos comerciales y afectaron las posibilidades competitivas de la azúcar producida en La Habana desde 1603, ante la mayor eficiencia productiva de las nuevas colonias. Estos inconvenientes redujeron la expansión radial de La Habana realizada por intermedio de las estancias –la modalidad más dinámica de la tenencia de la tierra en Cuba- y la proliferación del cultivo de la caña a la zona de Jaimanitas al oeste, Calabazar al centro y Guanabacoa al este. Inconveniente que favoreció en oposición, la hegemonía del mundo rural representado por el hato y corral que, además de garantizar el consumo de carne a la ciudad -mediante el organizado sistema de la pesa que permitía al Cabildo regular el precio de la carne sin que rigiera la ley de la oferta y la demanda-, seguía aportando el principal artículo de exportación: los cueros (p. 20).

 

Los fundos ganaderos devinieron los portadores de la variable exportadora que mejor se adaptó a las nuevas condiciones impuestas por opciones comerciales relativamente reducidas. Y a partir de ellos sucede un importante proceso de organización de la Sociedad Criolla, sustentada, en parte, en la nueva mercedación (1628-1680) que implicó mediante 734 nuevas mercedes la delimitación de los fundos y su explotación sobre fundamentos económicos. Los beneficios que en este proceso obtuvieron los antiguos y nuevos representantes de las familias en el gobierno local abrieron nuevas perspectivas a la evolución del núcleo urbano, que participó también, con sus modalidades, en este proceso de organización de la sociedad criolla (p. 21).

 

Las dificultades comerciales que conllevó el espaciamiento y hasta interrupción del comercio a través del sistema de flotas, es un proceso reconocido por la bibliografía al uso, esa cuya carencia tanto exalta Amores Carradano. En el caso de México: cabe citar la obra del francés Francois Chevallier (“La formación de los latifundios en México”), quien alcanzó fundamentar que hacia 1630, como resultado de esas dificultades, se estableció la hacienda mexicana que, más volcada al autoabastecimiento, fue la que mejor se adaptó a las nuevas condiciones. Realidad, que coincide con la que yo expongo para La Habana a partir de 1628, y que favorece al hato y corral. Otro caso de esta bibliografía, es el de los norteamericanos John Tepaske y Herbert Klein, en “La Real Hacienda de Nueva España: La real caja de México”; quienes centran su interés, para el mismo período, en la evolución de las Cajas de México y demuestran que la supuesta crisis del primer ciclo de la minería mexicana, no fue tal. La plata mexicana se envió en mayores proporciones hacia el oriente -galeón de Manila-, así como propició una mayor expansión de un comercio intercolonial del que La Habana se benefició. Igualmente las afectaciones del comercio oficial lograron atenuarse con el comercio de contrabando que se realizaba a través de Curazao, Jamaica y otros territorios holandeses, ingleses y franceses. Esa fue la causa, por la que si bien la población no alcanzó los mismos ritmos del período anterior, tampoco dejó de aumentar. El valerse de este comportamiento para derivar que no hubo tal afectación, es un razonamiento poco serio. Por si fuera poco, tampoco se le quiere dar validez a la tendencia, detectada por mí, de que la variable de solares fue solamente en estos años cuando –por excepción- estuvo por debajo del de estancias y fundos ganaderos. El no arribo de los cerca de tres mil pasajeros durante la temporada de la flota, claro que afectó las solicitudes de solares, siempre relacionados con la construcción de casas, en las que coexistían una o dos piezas que sin comunicación interna con la residencia familiar, tenían salida al exterior, dada su función de morada temporal –mediante pago- para los transeúntes de la flota.

 

Amores Carradano

– la supuesta “contradicción” entre los intereses militares o defensivos y el desarrollo natural de la ciudad extramuros –que se sugiere en el título del trabajo como el enfoque principal del mismo– no deja de ser uno de esos mitos que la historiografía cubana reproduce una y otra vez sin aplicar un mínimo de crítica a lo que nos dice la documentación oficial (¿); otro caso de éstos sería ése de seguir considerando la pesa o rueda de abastos como un sistema que estaba supuestamente fuera de la oferta y la demanda.

Bueno, ahora las consideraciones de Juan Amores no solo se limitan a mí sino que se extiende sobre este particular al conjunto de la historiografía cubana. La referencia me parece poco exacta, en la medida que la consideración de los intereses militares, e incluso al carácter de La Habana como una ciudadela militar, la habían defendido fundamentalmente arquitectos, en los casos de Bens Arrate y Roberto Segre –citados por mí en este primer trabajo-. La referencia al “mito” que generaliza a la historiografía cubana, me enaltece pero extendido en general a nuestros historiadores resulta algo exagerado.

 

En mi caso, la referencia a la contraposición de intereses civiles y militares la relaciono, en lo fundamental, con la contradicción que supuso la ocupación de las 150 manzanas atenazadas por los muros de la muralla (Habana intramuros), y cómo las disposiciones estratégicas para salvaguardar la efectividad de su cortina de piedra y sus baluartes, perjudicaba la voluntad de construir casas sólidas a más de los 150 metros externos del entorno amurallado. Los vecinos que disponían de estancias en extramuros (hoy Centro Habana), anteriormente dedicadas a ejidos, vieron en estas regulaciones una limitación que les impedía valorizar sus tierras, en caso de que pudieran transformarlas en solares. La problemática, sin embargo, fue aún más compleja, en la medida que los habaneros ya estaban interesados en el XVIII en crear una imagen propia de la ciudad, para lo cual deseaban trasladar a extramuros los suburbios, ubicados en el barrio de Campeche, al sur del convento de San Francisco. Este traslado implicaba liberar la más alejada margen sur de la bahía, la que proyectaban convertir en un paseo -el de Paula-, en el que ubicarían su primer teatro, además de una ventajosa zona residencial. Ello implicaba trasladar a la zona de extramuros: el matadero, el corral del consejo, y las instalaciones del puerto que extendidos en Campeche, afeaban el entorno que se proponían privilegiar. El triunfo de los intereses civiles en esta puja de intereses, fue rastreado valiéndonos de los registros parroquiales de la iglesia de Guadalupe-La Salud, la única de inscripción de esa zona durante la mayor parte del XVIII. La permanencia y aún incremento en el número de sus registros de inscripciones en bautizos, defunciones y matrimonios así lo corroboró, pese a que en más de una ocasión las casas fueron demolidas, como ocurrió, muy justificadamente, en ocasión de la invasión de los ingleses a La Habana en 1762.

 

Asunto aparte amerita lo de la pesa de la ciudad, cuya regulación es el resultado de una de las características más reconocidas de la colonización española: su afán poblador. Situación que presentó ribetes dramáticos en Cuba y muy especialmente en La Habana, hacia 1540 cuando mermó notablemente la población aborigen, se agotaron los lavaderos de oro, emigraron una buena parte de los habitantes de origen europeo, y  la Nueva España y el Perú, una vez superado el cruento período de la conquista, estuvieron en condiciones de autoabastecerse de las producciones de subsistencia y equinos, ya reproducidos en su favorable entorno, y  que provenían en alguna cuantía de la mayor de las Antillas. Por si fuera poco, el peligro de su despoblación coincidía con la importancia que para la metrópoli había alcanzado el Virreinato de la Nueva España, para el cual la capital antillana representaba el garante de sus comunicaciones con el exterior. Es por ello, que después de 1530, ante el afán de la Corona en evitar las consecuencias despobladoras del referido estancamiento, se permitió que los cabildos entregaran la tierra y eligieran en cabildo abierto, los principios de año, a los alcaldes y regidores encargados de detentar el gobierno local. La esencia pobladora de esta medida, se manifiesta en el hecho de que todo el que se inscribiera en sus libros como vecino, tendría derecho a obtener un solar para erigir la casa de su morada, una estancia para el cultivo de productos para su manutención, y pudiera establecer en la zona rural más alejada, hatos y corrales para la cría de ganado mayor y menor, siempre que se entregara sin perjuicio de terceros. Dentro de las obligaciones que las referidas concesiones en fundos rurales establecían, estaba la del abasto de la pesa de la ciudad, lo que deberían hacer una vez al año y por un período regulado. Razón que justificó que fueran los funcionarios del cabildo quienes regularan la venta del precio de la carne sin que determinara las reglas del mercado. En un afán declarado de mantener lo más accesible posible el precio de los productos de primera necesidad, como elemento favorable para la permanencia de la población en su territorio.

 

Amores Carradano:

-Los dos trabajos que siguen a éste primero tratan de la formación de lo que denomina como una “aristocracia colonial”, es decir, las élites habaneras… Innecesario parece el recurso a la antigua jerga del materialismo dialéctico, como cuando habla de “la interrelación dialéctica existente entre la tierra, el Cabildo y la conformación de una aristocracia colonial”, donde no se entiende cómo “la tierra” puede ser sujeto de una relación “dialéctica”.… se echa en falta una definición o discusión previa de lo que entiende por aristocracia (p. 115). En “Élite, oligarquía o aristocracia en La Habana de los siglos XVI y XVII”–, el autor explica cómo esta primitiva oligarquía habanera de “los hateros” fue paulatinamente sustituida por otra de comerciantes y funcionarios de origen andaluz… relacionar la llegada de esos comerciantes y funcionarios con un propósito de la metrópoli por neutralizar el poder de la primitiva y díscola “aristocracia colonial”, como en efecto lo hace, nos parece un audaz ejercicio de imaginación.. (p. 116).

 

La falta de una visión de conjunto de la política colonial española así como de su dinámica entre  1492 y los siglos posteriores, es una de las carencias manifiestas en las sin razones expuestas por Amores Carradano, originada –en parte- por una visión bastante simplista de un proceso que bien amerita un análisis más abarcador. Simplificación presente, por demás, al no mencionar la tesis por mi expuesta de que la formación de esta aristocracia fue una de las causas que permitiría a La Habana propiciar a fines del siglo XVIII, a partir de sus propias riquezas acumuladas, un proceso hacia el predominio de una economía de plantación, sin que para ello influyera, de manera decisiva, -como si ocurrió en el resto del Caribe-, los particulares objetivo de la metrópoli o de los propietarios absentistas. El origen de esta original evolución esta unida –planteo yo-, en parte, al proceso de formación, en la isla, de una aristocracia colonial que remonta sus orígenes a 1540.

 

La documentación-argumentación que se explicita está dirigida no solo a definir a esta aristocracia, sino a caracterizarla, en lo que tuvo de original en relación con otras surgidas como consecuencia de otros procesos históricos, además de lo que influyó en el surgimiento de un espíritu localista que el historiador cubano Ramiro Guerra ha identificado como el origen de la formación, hacia mediados del XVI y el XVII, de la colectividad cubana. Sus primeros momentos se encuentran en las medidas tomadas por la Corona ante el peligro de su despoblamiento, cuando ocurre una exacerbación de los intereses pobladores de España en Cuba, expresada en su interés por preservar una nivelación social y un incremento de su población de origen europeo. Empeño manifiesto en las potestades y derechos concedidos a todo aquel que solicitase ser vecino de la villa. A contrapelo de estas disposiciones igualitarias, sus regulaciones se utilizaron por los escasos vecinos de La Habana, a principios de la segunda mitad del XVI, para promover un proceso de diferenciación social resultante del dominio que ejercían los hateros en el gobierno local y el auto repartimiento de la tierra disponible a su favor (pp.  130-131). He aquí porque planteamos la interrelación dialéctica –concepto que poco agradó al sentido “progresivo” de la historia que defiende Amores Carradano- en la misma medida: que los elegidos en cabildo abierto para el gobierno local –alcaldes y regidores-, eran los que concedían las mercedes en tierras y, a su vez, poseían la tierra porque participaban de este gobierno.

 

El proceso de encumbramiento alcanzado por los señores de hatos no se observó pasivamente por la Corona. Una vez desaparecido el peligro inminente de su despoblación, la monarquía propició la puesta en práctica de disposiciones centralizadoras, en el estilo de las practicadas por Felipe II en 1570 para España. La mano ejecutoria para el caso de la Isla, fue la del oidor de la Audiencia de Santo Domingo, Alonso de Cáceres, autor de unas ordenanzas municipales (1573) dirigida a adecuar al caso de la mayor de las Antillas, la política mediadora de la monarquía destinada a impedir el excesivo poder de uno de sus grupos o sectores sociales. Para alcanzarlo, Cáceres a la vez que los favoreció al validar las mercedes realizadas hasta ese momento a favor de los hateros -en condición de usufructo y no de dominio-, rescindió la potestad de que fueran los propios vecinos quienes en Cabildo abierto eligieran sus alcaldes y regidores. Además de atacar la exclusividad de la utilización de los fundos ganaderos, al permitirse que en sus términos pudiera disponerse por otros vecinos de tierras para vegas.

 

Las posibilidades instauradas por las Ordenanzas de Cáceres crearon las condiciones para que representantes de otros grupos sociales –en este caso funcionarios y comerciantes registrados en Sevilla- pudieran mediante la compra de los cargos públicos, hasta ese momento concedido por votación directa en cabildo de vecinos, neutralizar la influencia de los ganaderos  disputándole su dominio en la curia municipal. De lo que se desprende que esta aristocracia no se avino a los moldes de sus predecesoras europeas. En su acepción en el “viejo mundo”, la aristocracia se relacionó con el gobierno de una minoría que centra su poder en el dominio de la tierra, de la cual depende su preeminencia social. En La Habana de la segunda mitad del XVI y primera década del XVII, la formación de la aristocracia no se vinculó al pleno ejercicio del poder, sino al desempeño de algunas de las funciones de éste delegada en una institución, el cabildo capaz de ejercer justicia en primera instancia hasta el límite de una determinada suma de dinero; participar de las decisiones de gobierno, con la presencia del gobernador o Capitán General en las deliberaciones de su concejo, y con potestad para repartir la tierra en condición de usufructo a favor de un reducido número de beneficiarios (pp. 134-135).

 

De lo cual derivo un hecho bastante insólito, que dada la autonomía permitida por España a sus colonias –presente en la formación de esta aristocracia de atributos algo limitados- y la  singularidad de no haber promovido grupos absentistas, en La Habana surgió –pese a su condición de colonia- una aristocracia que no respondía, en sentido general, a los intereses de la metrópoli y constituyó una manifestación de un espíritu localista, propiciado primero por los propios españoles americanos que se arraigaron en esta parte del mundo, y fue desarrollado, con posterioridad, por sus hijos y descendientes (p. 135).

 

Esta reconstrucción que no satisfizo a Juan Amores la extendí por unos 150 años, lo que me permitió abordar el fenómeno en su movilidad interna, a partir de la reproducción del proceso de la apropiación de la tierra y la personalización de los que detentaron los cargos de alcaldes y regidores, según era posible constatar en las propias Actas. Cabe destacar, que en la recopilación y sistematización necesaria para la reproducción de la aristocracia se trabajó con el total de la muestra y no con una selección de ella, lo que permitió identificar a las 62 personas que detentaron los cargos públicos durante la segunda mitad del XVI y, aún, para años posteriores con la formación de una nueva generación de hateros, como resultado de un nuevo proceso de mercedación ocurrido entre 1628 y 1680. Para ello, no fue suficiente con reproducir cada una de las mercedes de tierras que en término de hatos, solares y estancias se realizaron anualmente, sino que fue necesario confrontarla con los Protocolos notariales, ya que si bien en las Actas estaban contenidas las mercedes, era en los Protocolos donde se registraban las compraventas, censos y gravámenes en general, que permitieron a algunos de los vecinos alcanzar la condición de hateros mediante esas vías, para obtener el dominio útil de la tierra. No obstante, Amores Carradano me ha acusado de faltar al ejercicio de la crítica, en unas fuentes cuya historicidad está más que demostrada, y que ha sido confrontada y además cotejadas para poder responder a la interrogante que el investigador se propuso dilucidar. En mi caso, la fuente no dominó al historiador, todo lo contrario el historiador, a partir de una problematización moderna, obligó a las fuentes a responder a lo que se pretendía. Algo sobre lo cual, que yo conozca, nuestro autor de las sin razones no ha sido capaz de hacer y mucho menos de entender al calificar de “audaz ejercicio de imaginación” los resultados de este proceso investigativo.

 

Amores Carradano –

El reducido alcance del trabajo “Canarias- La Habana y la Cuenca del Caribe…” queda justificado porque se trata sólo de una comunicación en un Congreso de Historia regional

 

La consulta de 1576 expedientes de los protocolos notariales y su sistematización en cuanto a los canarios residentes en La Habana durante la segunda mitad del XVI y los primeros años del XVII, especificados por su lugar de procedencia en las islas de la Palma, Tenerife y Gran Canaria, así como en su condición de comerciantes-empresarios, mercaderes, pilotos, maestres, dueños de navíos, marineros y escribanos de las embarcaciones, le merece a Amores la consideración de que se trata de una reconstrucción histórica de “reducido alcance”, justificada solamente por tratarse de una comunicación para un congreso de historia regional, giro con el que trata de minimizar los eventos internacionales que cada dos años convoca la Casa de Colón en la Gran Canaria, con la participación de algunos de los más destacados historiadores de una buena parte del mundo.

 

La apreciación se contradice con la importancia que resulta del comercio canario-americano. Según Francisco Morales Padrón este tráfico debía enmarcarse dentro del gobierno intercolonial, por tratarse de una unidad más de la economía americana. Desde que en 1953 este historiador alertara sobre su importancia, se han sucedido trabajos que destacan el rol que este comercio tuvo en vino, jarcia y brea intercambiada por cueros y palo de Campeche, entre otros artículos entre los que aparece consignados algunas perlas; a los que se suma, en investigaciones recientes, el de esclavos traídos desde las islas de Cabo Verde, por los canarios, en una opción en la que no puede esperarse, por su carácter, algún tipo de registro.  (p. 143)

 

Una variante importante de este comercio, se muestra como consecuencia del estudio de los protocolos habaneros. Habida cuenta de que los residentes canarios en La Habana repetían en sus transacciones los mismos moldes. Se vinculaban con cultivadores de vino de sus respectivas islas  de procedencia –La Palma, Tenerife y Gran Canaria-, quienes se encargaban de consignar los envíos del producto a La Habana, por intermedio de pilotos o maestres de las embarcaciones, para ser recibidos por sus comerciantes-empresarios en la rada habanera. Estos aludidos comerciantes se encargaban de intercambiarlos por cueros ya fuera en la capital insular o en cualquiera de las villas del interior; para su posterior envío a Europa a través de Sevilla. Una vez materializada la venta de los cueros y otros artículos en la ciudad del Guadalquivir, volvían a reiniciar el ciclo. Red que tuvo sus ramificaciones no solo en las villas del interior de Cuba, sino que se extendieron hacia Campeche y Veracruz en México –obtenían el mundialmente famoso palo de Campeche-, o hacia Santo Domingo, en la isla La Española. (p. 154)

 

En la documentación, por si fuera poco, se hace evidente la existencia en este comercio de diferencias sustanciales con las fórmulas vigentes en la comenda para la práctica del comercio desde tiempos ancestrales. El hecho de estar radicado en La Habana el comerciante empresario, y no en el territorio de origen ya fuera España o las Canarias, abre perspectivas nuevas en esta problemática, en lo propio a las variantes del intercambio, o como en una opción de enriquecimiento, de la que se podría desprender un beneficio para los propios territorios americanos. (p. 154)

 

Amores Carradano –

Cuando se atreve a escribir sobre la Nueva España se suceden los errores, o, simplemente, las afirmaciones peregrinas… poco se habla, en realidad, de historia de Cuba: solo referencias generales y a menudo poco acertadas… quiere ver una supuesta relación entre la zona navarro-guipuzcoana y la fundación de la Real Compañía de Comercio de La Habana… (p. 119)

 

La falta de una visión de conjunto de la colonización española en lo pertinente a las diferentes posesiones hispanas en esta parte del mundo y, en particular a lo ocurrido en Cuba, no le permite a Amores alcanzar uno de los fundamentos esenciales de la ciencia histórica, el de entender para explicar o, en su caso, para llevar a efecto un ejercicio de crítica historiográfica. Lo que se expresa en su aseveración de que “se habla poco de la historia de Cuba”, como si fuera posible realizar la reconstrucción deseada sin contemplar la cambiante estrategia ultramarina hispana y las modificaciones introducidas con el surgimiento de un nuevo prototipo de posesión colonial, en las colonias de plantación; que implantadas por Inglaterra y Francia, desde mediados del XVII, les permitió a esas potencias propiciar un comercio triangular y un desarrollo de sus manufacturas, del que careció España y que influiría decisivamente en los territorios de la América hispana.

 

Tema, por demás, nada baladí; en la medida que una de las causas del atraso hispano, tuvo que ver, en parte, con no haber participado de este sistema de explotación y no haber propiciado un comercio de esclavos, considerado eje fundamental del proceso de acumulación originaria con el que Francia e Inglaterra alcanzaron el Capitalismo industrial. Temática presente en un libro clásico, “Capitalismo y Esclavitud” del trinitario Eric Williams, debidamente citado en mi libro, y al cual no hace el menor caso Juan Amores.

 

A diferencia de la historiografía española, la inglesa ha considerado desde hace bastante tiempo la importancia que para la evolución y formación de su propio estado ha tenido la evolución y cambios de su política colonial. El mismo rey, Jorge III, argüía desde 1779 que “nuestras islas [de las Indias Occidentales] deben ser defendidas incluso arriesgando una invasión de esta isla [Inglaterra]. Si perdemos nuestras islas del azúcar, será imposible recaudar el dinero necesario para proseguir la guerra”. Tesis defendida, desde el punto de vista historiográfico, por el inglés Richard Pares, quien en su obra War and trade in the West Indies 1739-1763 (1936), consideró necesario aclarar, para un lector del siglo XX, la importancia de las Indias Occidentales para el desarrollo del viejo imperio inglés en el XVIII.

 

La perspectiva de una historia problema se asume desde el mismo primer párrafo de mi artículo La Habana y la Nueva España…, al señalarse las potencialidades multiplicadoras que significó para el Mediterráneo Americano el surgimiento de la referida política colonial, que dio lugar a un verdadero cambio en el mapa de América, al expandirse la explotación de los géneros tropicales a espacios hasta ese momento casi “irrelevantes” en la antigua concepción colonial dirigida a privilegiar la explotación de los metales preciosos. Transformación de cuyo ejemplo no pudo evadirse ni la propia España, al estar presente en la articulación de una política de reformas hacia América. Intención que relaciono –en el trabajo- con la interrogante  de si estos cambios en la administración metropolitana generaron un verdadero proceso modernizador –para nada contemplado por Juan Amores- y, de existir, si obedeció, en lo fundamental, a la obra/gestión de la metrópoli, o a las propias fuerzas internas que se habían venido generando en la colonia (p.p. 221-222).

 

La incorporación de nuevos territorios se extendió de forma decisiva a la costa sur de los actuales EEUU en el Golfo de México, con enclaves en la bahía de Matagorda, Texas (1687), Pensacola, Alabama (1698), y en la parte baja del río Mississippi, mediante la fundación, por los franceses, en 1721, de Nueva Orleans. Proceso que además de priorizar el Golfo de México, con respecto al Mar Caribe, fue resultado de una tendencia que llevó, en opinión de Pierre Chaunu, a un nuevo modo de vida: la de la economía de plantaciones, que se adelantaba a las necesidades españolas (p. 227).

 

Entre las modificaciones que el referido proceso tuvo en la administración borbónica -objetivo puntualizado en el mismo título de mi trabajo La Habana y Nueva España, el Mediterráneo americano, y la administración española en el siglo XVIII-, se privilegia la dinámica de la diferente “calidad” y rango de los nombrados para ocupar la Capitanía General de Cuba y del Virreinato Novo Hispano; y la de quienes fueron elegidos para ejercer el aparato burocrático en estos destinos. (p. 230).

 

La elección de los funcionarios destinados a ocupar el Virreinato Novo Hispano, estuvo vinculada, desde el inicio de la administración borbónica (1702), con la preponderancia estratégica por este alcanzada con respecto al del Perú. Preeminencia que no se limitó al área territorial inmediata, sino que se extendió a todo el circuito estratégico y comercial de la cuenca del Golfo de México, con especial destaque para la Capitanía General de la isla de Cuba. La administración prefirió mantener tanto en Cuba como en Nueva España a militares de carrera: con la gradación de que mientras en La Habana predominaron los mariscales de campo, en Nueva España lo hicieron los tenientes generales de los Reales Ejércitos, superiores en rango a los de la capital insular. Por si fuera poco, en las nuevas circunstancias los capitanes generales que se distinguieron en sus funciones en la capital antillana, fueron promovidos al ejercicio del gobierno mexicano (pp. 237-238).

 

El ejercicio de las designaciones estuvo relacionado con la puesta en práctica de una cierta descentralización, que afectó a territorios hasta ese momento jerarquizados como centros regionales administrativos, y que estaba llamada a promover nuevas actividades económicas en zonas hasta ese momento insuficientemente incorporadas a la economía metropolitana. La elección de los funcionarios capaces de cumplir tales directrices, estuvo influida por dos grupos de poder. Uno vasco-navarro que tuvo su influencia en la primera mitad del XVIII, y otro, vinculado al conde de Aranda, al cual se nuclearon una buena parte de los militares que bajo su mando participaron en la campaña portuguesa de 1761 a 1762. Y un posible tercer grupo de centro derecha, al cual estuvo vinculado el malagueño José de Gálvez y su familia, y del cual se desprenderá una influencia nada desdeñable para la Nueva España (pp. 242-243).

 

La presencia de tales grupos y su diversa influencia en los territorios americanos, resultaron de vital importancia para entender la singularidad de este proceso en Cuba, sobre todo después de la toma de La Habana por los ingleses en 1762, cuando se generó un nuevo pacto colonial como alternativa ante la capacidad de los ingleses de dar el primer golpe en América, dado su dominio marítimo y sus nuevas conquistas territoriales, lo que obligaba –en opinión de uno de los integrantes del grupo arandista- incorporar a la guerra a los habitantes americanos (pp. 243-244).

 

La importancia del grupo vasco navarro en Cuba parece desconocerse por Amores Carradano, quien niega que tuvieran relación alguna con la fundación de la Real Compañía de Comercio de La Habana. Además de entender que aunque cito genéricamente a pie de página la obra de la historiadora Monserrat Garate Ojanguren, lamentablemente no la he leído según desprende (página 119 de su referida crítica) de mi afirmación de que se la obligó a construir navíos para la Carrera de Indias.

 

En lo respectivo a la relación de los navarros-guipuzcoanos con la Compañía de La Habana, prefiero que sea la misma Garate Ojanguren quien le dé respuesta, en la página 16 de su libro, en el que plantea su fuerte presencia entre los promotores y prestamistas de ella durante los primeros años de su historia. A lo que la autora añade en la página 23, por si existiera alguna duda: ya en 1739 era el navarro Iturralde quien extendía el asiento de tabacos (anteriormente en poder del gaditano marqués de Casa Madrid) a favor del también navarro, Martín Aróstegui Larrea. El referido Iturralde –añade nuestra autora- pertenecía a ese grupo de navarros procedentes en gran parte de la villa de Batzán, que sentaron plaza en la villa y Corte. Y añade otro personaje guipuzcoano: Miguel Antonio de Zuaznávar, quien parece apoyó incondicionalmente a Aróstegui en sus propósitos, tanto del negocio del tabaco como de la consecución de la Compañía de La Habana.

 

En lo tocante a la obligación de la construcción de navíos de La Habana, no era exactamente lo que contemplaba la obligación, aunque si incluía la conducción en las naves de la Compañía, desde el puerto gaditano a la isla: de lonas, hierro y jarcias, además de cañones, balas etc., para la construcción de bajeles para S.M; a lo que en otro acápite se añadía, el transporte a la metrópoli, debidamente equipados de los bajeles que se fabricaran en La Habana.

 

El balance de los resultados y carencias de la política de reformas llevadas por España en el siglo XVIII, incluida la falta de una política colonial definida, permite señalar que la falta de una burguesía que rigiera los destinos de España y dirigiera una política de explotación de los territorios americanos, explica la alianza que logró articularse entre determinados sectores criollos y el rey, en la medida que el despotismo propiciaba un dominio político y no económico. Lo que se expresa en la opinión del ideólogo del grupo plantacionista habanero, Francisco de Arango y Parreño, al considerar muy superior al pacto colonial propuesto por la monarquía española, a las opciones reales que una potencia como Inglaterra le hubiera podido ofrecer. Para Arango: Gracias a la casa de Anjou que (alienta el avance de la agricultura y que en prueba de ello) nos ha quitado de encima los galeones y las flotas, que estableció los correos marítimos; que abrió la comunicación entre los reinos de América; que subdividió los gobiernos en aquellas  vastas regiones; que facilitó la entrada en todas las provincias de España a las embarcaciones que vienen de nuestras posesiones ultramarinas; y que, por último, trata de animar por todos los medios la industria de la nación, adoptando con prudencia los sólidos principios (de alentar la agricultura y no solo la minería) pp. 251-252.

 

Tal podría desprenderse de esta sin razón, que corresponde a Juan Amores y no a mí el establecer los objetivos que como resultado de la investigación realizada debería tener en cuenta para la monografía; aún cuando estos objetivos están contemplados desde el mismo título del trabajo.

 

Baste, por ahora, con estas consideraciones sobre las sinrazones del profesor de la Universidad del País Vasco.

 

Dr. Arturo Sorhegui D’Mares

Universidad de La Habana

 

 

NOTAS

*Universidad de La Habana

(1) Los textos de referencia son los siguientes: Sorhegui D’Mares, Arturo:  La Habana en el Mediterráneo americano. La Habana: Imagen Contemporánea, 2007; Juan Bosco Amores Carredano: Reseña al libro de Arturo Sorhegui D’Mares la habana en el Mediterráneo americano. Temas Americanistas. Nº 23, 2009, S. de P. Universidad de Sevilla. pp. 113. Nota de la Editora.

 

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº . 7. Marzo 2012-Febrero 2013 – Volumen I

 

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