La cultura del azar

El consumo en el casino de masas

 

Matías Romani*

 

I. LA UTOPÍA DEL CONSUMO

 

Las imágenes que dominan el universo del consumo se encuentran atravesadas por un conjunto de energías contradictorias. En la frontera incierta que divide al mercado y la cultura, opera como un enorme prisma que refracta las imágenes de la vida moderna en múltiples direcciones. No se trata de una instancia que permita liberar las energías creativas contenidas y desplazadas por el proceso de cosificación, ni de reproducir las tendencias de la moderna gran industria a escala doméstica, sino de un proceso mucho más complejo, que escapa a la compensación y a la determinación unívoca. El proceso de consumo logra condensar una corriente heterogénea de experiencias en la unidad y plasticidad de un mismo fragmento, en tanto que la mediación con el mundo objetivo de las mercancías enfrenta al individuo, no con la satisfacción directa de sus necesidades, sino con un universo mucho más complejo de relaciones sociales, disposiciones estéticas y sentidos culturales que se entretejen en la multiplicidad de estilos de vida. Por ende, si el sujeto del consumo no es un individuo aislado sino un entramado de relaciones reales y simbólicas[i], el objeto de compra se disuelve ante la proximidad estética en un cúmulo de experiencias y sensaciones paradójicas, inmersas en una trama heterogénea de pautas culturales.

 

El consumo en su dimensión económico-cultural constituye un momento estructurante de toda vida en sociedad, pero con la aparición de los productos del trabajo humano bajo la forma de mercancías, y su forma general de valor: el dinero[ii], adquiere la particularidad de ser un proceso social que se realiza de manera privada e independiente. Lo que invalida cualquier tentativa de pasar por alto las determinaciones históricas de la sociedad burguesa. Para convertirse en un consumidor de mercancías, el individuo debe concurrir al mercado y adquirir un producto en su calidad de propietario de dinero, lo que significa que para llegar al momento de disfrute del valor de uso, debe participar obligatoriamente, en un acto de compra. Esto hace que las figuras del comprador-consumidor que aparecen, la mayoría de las veces solapadas, escondan las grietas por donde se filtran los impulsos culturales. Si el fetichismo de la mercancía consiste en que las relaciones entre personas aparecen mediadas como relaciones entre cosas, el carácter fantasmagórico que se encuentra adherido a los productos del trabajo humano no se disipa cuando éstos se convierten en objetos de consumo, porque su fuerza mágica no proviene ni de su naturaleza como valores de uso ni del sentido mentado[iii] que le otorguen los sujetos, sino de la ilusión que se constituye ante todo acto de compra y que opera como una enorme fuerza de atracción, hasta el momento mismo de su realización final. Por tener que pagar antes que probar, el consumidor debe sostener hasta el final, el juego de máscaras de la ilusión.

 

La cultura de la modernidad al desarrollar hasta las últimas consecuencias la estimulación del deseo y el afán por la novedad, provee los materiales necesarios que posibilitan la promesa estética de la mercancía. Con esto no se pretende eliminar la importancia que tiene el proceso de trabajo en la conformación de la subjetividad moderna, ni desplazar a un segundo plano el momento constitutivo de la producción, quizás menos sensible a los cambios culturales por las restricciones que imponen los criterios de rentabilidad en la competencia. La diferencia más importante es que el comprador de mercancías necesita experimentar desde el comienzo todos los aspectos fantasmagóricos de una cultura que se ciñe al mundo de las cosas para poder hacer efectiva la realización del valor de uso en el momento de consumo. Así se desarrolla una estilización de la vida como correlato de la extensión del mundo autónomo e independiente de las mercancías. La creciente impersonalidad de las cosas, su fungibilidad absoluta cuya manifestación extrema es el dinero, la mecanización y distribución automática de los objetos y su forma de realización comercial: la tienda de autoservicio como la interrupción del continuum temporal que impone la moda, muestran el mismo interés por la diferencia y el cambio, como el que se da por la igualdad y la coincidencia[iv]. Ante el fetichismo de la mercancía, la estilización de la vida: las dos caras de la misma moneda.

 

No es casual que el proceso de diferenciación de los estilos de vida sea contemporáneo a la aparición de una cultura de consumo. El salto cualitativo que produce la acumulación de capital con la producción para un mercado masivo se refleja en la enorme difusión y circulación que tienen los objetos de consumo y las marcas visibles que imprimen sobre la cultura urbana. La aparición de las grandes tiendas comerciales, la secuencia gráfica que ejecutan los avisos publicitarios, los nuevos medios de comunicación y transporte que imponen un ritmo frenético e incesante para una circulación de cosas y personas cada vez más acelerada. En suma, un nuevo estilo de vida que define las impresiones de una experiencia vital que no tarda en ajustarse a las nuevas coordenadas del espacio y tiempo. En un escenario, librado a un movimiento autónomo y a una inestabilidad permanente, donde la abstracción de las relaciones va a la par con la novedad de los objetos, la cultura se ve invadida por el gusto frívolo de la moda, el ritmo frenético del baile y la adrenalina del juego. Como si esa inclinación a la fantasía se expusiera sobre las sólidas determinaciones materiales del proceso de cosificación para abrir una brecha o reforzar su cierre. La pasión por el disfrute inmediato de los objetos que siempre estuvo asociado al derroche y a la malversación como gasto improductivo, parece haber desterrado por completo las antiguas prácticas de moderación y abstinencia del ascetismo puritano y su programa de diferir en el tiempo el momento de la gratificación. Al decretar el fin de la procrastinación, la modernidad ha impulsado de una manera radical y efectiva la cultura de consumo que llevaba en su interior, de ahora en más, sus mismas contradicciones las ha vuelto, inseparables.

 

En contraste con la disciplina del atesorador o la frugalidad del avaro que veían en el gasto de dinero un freno en la rueda de la riqueza, la expansión y movilización del deseo junto con la búsqueda de placer inmediato en el uso de los objetos, constituyen dos impulsos originales que revolucionaron por completo los medios de consumo en la sociedad de masas de comienzos del siglo XX. La generalización de la jornada laboral de 8 horas, el crecimiento de la prosperidad material entre amplios sectores de la clase media y la regularidad cotidiana del trabajo asalariado han puesto término a vivir el consumo, únicamente, con el lenguaje sobrio de la necesidad. Los nuevos templos del entretenimiento que absorben y organizan el tiempo de ocio de los individuos en las grandes ciudades, lograron que la experiencia del consumo quedara prendida sobre las actividades de esparcimiento. Los salones de baile, las casas de turismo, los parques de diversiones y los juegos de azar, no sólo se instalaron en los centros comerciales hasta fundirse completamente en su fisonomía sino también, realizaron una de las tantas utopías del capitalismo moderno: acumular dinero sin otro objeto de producción más que la cultura, al vender una experiencia mercantil que se desarrolla en el tiempo libre como una interacción o actividad lúdica.

 

Salir de compras deja de ser una función de la reproducción de la vida social para transformarse en una especie de atractivo moderno de masas. El movimiento incesante, artificial y mecánico, que desata el salto cualitativo en la circulación de mercancías, sirve para abrir la noche y el fin de semana al mundo del deseo y la diversión, pero también para realzar un costado fantástico e inexplorado de la vida urbana habitado por nuevos personajes y experiencias diversas. Los turistas, mujeres de dudosa reputación, empleados, especuladores, curiosos: toda una amplia gama de figuras en una trama heterogénea de objetos, superficies y ritmos que los acompañan, hallan su lugar entre los nuevos monumentos urbanos de la modernidad, a veces como invitados pertinentes, otras como simples observadores tácitos. No se trata de borrar sus diferencias económicas, ni de marcar nuevas jerarquías sociales a las ya existentes sino, poner en evidencia, detrás cada personaje, el carácter efímero, fluido y evanescente de todas las identidades. Así se vive la cultura de consumo, como la realización de la promesa estética contenida en la mercancía, con la inflación de signos en los anuncios publicitarios y con sus superficies atiborradas de cosas y personas que muy poco tienen en común, salvo la de formar parte de una efímera e inestable comunidad bajo el amparo de la implacable circulación de dinero.

 

En todo caso, hay un lugar donde la cultura de consumo se ha desarrollado casi de manera espontánea condensando muchos de los elementos aquí mencionados. Con un inventario abundante de personajes y con un amplio abanico de emociones: que van desde la euforia hasta la depresión y del triunfo hasta la ruina, casi sin solución de continuidad, el casino puede resultar un universo propicio a la hora de pensar la creación de identidades por medio del consumo, como un escenario donde se produce una novedosa constelación de objetos, figuras y experiencias[v]. Producto paradójico de una sociedad que despliega un monumental proceso de racionalización en todas las esferas de la vida con el objetivo de superar cualquier límite u obstáculo en materia de producción, circulación y consumo, pero que a su vez, estimula la superficialidad y el despilfarro mediante la proliferación de espacios y experiencias, sustraídos del estricto régimen de la productividad. Como un lugar que parece escapar a la lógica racional de la acumulación de capital y al mismo tiempo, genera exorbitantes beneficios para la industria de las apuestas. Las salas dedicadas a los juegos de azar constituyen, no sólo sino también un enorme laboratorio donde se crea un ambiente propicio para vivir la moderna experiencia del consumo, son un signo evidente que los tiempos de la prudencia y la discreción han llegado a su fin.

 

Una vez planteada la cuestión en estos términos, surgen los siguientes interrogantes: ¿pueden los diferentes juegos de azar ser considerados como una forma de consumo mercantil en el mismo registro que el turismo o el ingreso a un parque de diversiones pero también, como los alimentos, la indumentaria o los electrodomésticos? Ó acaso: ¿la distinción entre el consumo improductivo y el productivo vuelve imposible cualquier comparación? En este caso no existe ningún tipo de obstáculo que impida hacerlo. En primer lugar, porque al ser dependiente de la compra, cualquier consumo de mercancías tiene algo de juego, de fantasía y de promesa; pero también, porque la expansión de la lógica mercantil al mundo del placer ha igualado a todas esas actividades como objetos de deseo, bajo la misma bandera del pago al contado. Ahora bien, por otra parte, las apuestas en los juegos de azar tienen una particularidad que las diferencia de cualquier otra experiencia mercantil: la promesa de gratificación que moviliza el acto de compra se encuentra condicionada, en última instancia, por la posibilidad de ganar dinero. Esto convierte al jugador de apuestas en una especie de consumidor perfecto para el capital, porque al tener como instancia final del juego una realización monetaria, nunca puede alcanzar el momento de la saciedad total. Su triunfo o su derrota siempre son parciales. Cada jugada que se cumple, invita a realizar la siguiente con la misma ilusión renovada.

 

El casino es la realización más plena y desarrollada de la promesa inherente contenida en la mercancía, al liberarla de todo tipo de determinación material, permite amplificar la estimulación del deseo por medio de la irresistible fuerza de atracción que ejercen los signos monetarios. Las tendencias del moderno estilo de vida que pueden encontrarse en el mundo autónomo e impersonal de los objetos, logran, por efecto de un mayor distanciamiento, entablar con el consumidor un intenso juego de seducción. La orgía de estímulos sensoriales que impulsa una disposición espacial casi imposible, primero en los bazares, luego en los nuevos centros comerciales, se convierte en la mejor reproducción del ritmo frenético que desata la vida moderna en el ámbito de la circulación. Las sutiles diferencias en el universo de las mercancías, las pautas exhibicionistas de su exposición pública, la estetización de los valores de uso bajo el imperativo de la moda, cada uno de estos puntos de anclajes que sostienen la cultura de consumo, terminan por investir a los objetos con un poder sobrenatural que ejerce sobre el individuo un fuerte deseo de adquisición. Las modernas salas de juego reproducen esta imagen onírica a niveles exponenciales, en una relación mimética con la tienda de autoservicio, el fetichismo adherido a los objetos de consumo debe entrar en sintonía con los detalles del lugar para organizar, de una manera estricta y cuidadosa, un impacto mayor. Como espacio imaginario que logra configurar la naturaleza del deseo en un nuevo estilo de vida, el casino simboliza la moderna utopía de la cultura de consumo.

 

Se objetará que los juegos de azar se encuentran con frecuencia en una multiplicidad de culturas donde la creencia en la suerte aparece como un factor determinante de la vida en sociedad ó, incluso que la aparición de los primeros salones europeos de apuestas coincide con los albores de la modernidad y que, en su forma primitiva, datan al menos del siglo XVIII. De ahí proviene el origen de la palabra italiana casino en referencia al juego en una casa de campo que servía como lugar de esparcimiento, donde los sectores privilegiados de la era preindustrial, podían escuchar música, bailar y apostar. Todo esto escapa de manera evidente al conjunto de las transformaciones mencionadas que acompañan el nacimiento de la cultura de consumo. Por eso, es nuestro interés analizar la trama específica del casino urbano como dispositivo de masas que aparece de manera fragmentaria en distintas ciudades europeas y americanas a principios de siglo XX. Las vicisitudes del jugador en el casino ya no coinciden con las clásicas imágenes realizadas por Dostoievski y Veblen[vi] impregnadas con la impronta de los valores aristocráticos, sino con la creación de los grandes monumentos de la era del consumo industrial: las embarcaciones y hoteles-casino que producen un punto de inflexión en la moderna industria del juego. El prototipo de nuestra exploración es mucho menos la extravagancia de Montecarlo con sus cartas de nobleza como el sueño americano de Las Vegas, ciudad del pecado.

 

La lectura de los materiales de la cultura de consumo puede realizarse con la mirada atenta del arqueólogo que excava y busca entre los sedimentos culturales, la evolución de los estilos, los artefactos técnicos, las posibilidades detenidas en cada rastro visible, donde cualquier lugar puede convertirse en un punto de excavación. Pero también, desde la mirada del paseante que recorre la ciudad, del flâneur que se detiene obnubilado frente al bazar anunciando su triste final, el aventurero que encuentra en el viaje y la vivencia un corte en la continuidad vital. Nuestro programa de trabajo tendrá como lugar privilegiado el casino flotante de la Ciudad de Buenos Aires en busca de esos gestos automáticos, ese acopio de objetos, figuras y experiencias como decía Benjamin, tan característicos de la cultura de consumo. No se trata de indagar en la psicología del jugador ni en las patologías asociadas con el uso abusivo del juego; sino efectuar una cacería de todas esas fugas incesantes que en su repliegue dejan entrever un mismo movimiento. La irrupción de lo nuevo en la historia se encarna en una multiplicidad de paisajes, figuras y estilos que encierran, en su sensible plasticidad, la manifestación de lo eterno en lo transitorio[vii], el casino como símbolo de la cultura de consumo, es una de ellas.

 

II. CAPITALISMO Y AZAR

 

Una de las clásicas interpretaciones sobre el origen del capitalismo sostiene que el rasgo más notable del moderno sistema económico, no resulta tanto de la difusión del espíritu de lucro o el deseo de enriquecerse, ánimo bastante extendido en casi todas las épocas históricas, como de la existencia de una constelación cultural específica y original de occidente que produjo: la búsqueda de la ganancia duradera, continua y racional[viii]. Con esta referencia sellaba el destino de la acumulación de capital al proceso de racionalización. El cálculo moderno y la contabilidad racional, al evaluar la relación entre medios y fines bajo la forma de costo-beneficio, permite al empresario, manejarse con la probabilidad de maximizar el nivel de rentabilidad y, al mismo tiempo, reducir al mínimo los riesgos de la inversión con vistas a asegurar la continuidad de la empresa. Con la organización metódica del proceso de trabajo y el cálculo racional de los riesgos, el propietario de los medios de producción puede disponer de una poderosa fórmula para aplacar el instinto monetario desmedido ó la búsqueda de la salvación mediante un único golpe de suerte. La creencia protestante en el valor del comportamiento ascético y en la idea de predestinación, no sólo funcionaron como un importante incentivo para la acumulación de capital, sino también para intentar erradicar del capitalismo cualquier componente de azar. En el ritmo continuo que marca el proceso de producción, la acumulación de capital parece no querer jugar a los dados.

 

Este punto de vista resulta insuficiente si se parte de un análisis histórico del capitalismo como un fenómeno inseparable de la modernidad. La organización metódica de la vida cotidiana del ascetismo puritano, en la figura del capitalista racional como del consumidor prudente, no podría proporcionar por sí solo, el combustible que hiciera explotar por los aires los estrechos marcos de la pequeña producción mercantil. Las prácticas de calculabilidad llevadas a su extremo en la administración burocrática y la disciplina formal, aunque centrales para la reproducción del sistema, no logran eliminar el carácter imprevisible, contingente y accidental de la cultura del capitalismo. En los márgenes de la vida moderna aparecen anclados una amplia gama de personajes que encienden la chispa de lo nuevo, entre los cuales el empresario aventurero en el proceso de producción, y el jugador de apuestas en el ámbito del consumo logran escapar de las determinaciones de la existencia cotidiana con los gestos singulares e imprevisibles de la cualidad de fortuito. La predisposición hacia un conjunto de vivencias separadas de la uniformidad de la vida que conduce, tanto el deseo por lo desconocido como la búsqueda de nuevas oportunidades por fuera del umbral de la racionalidad, irrumpen como un destino inexorable en la experiencia de la modernidad en una serie de figuras que habitan los paisajes en la intersección de lo calculable y lo fortuito[ix]. Con la tendencia hacia la administración total y la entropía liberada del azar, el capitalismo moderno no hace más que reproducir en el mundo del ocio la continua irracionalidad de su propia racionalidad.

 

La entrada al casino reproduce esa misma tensión de cálculo y azar en diferentes proporciones. Detrás de la puerta de entrada o de la barrera automática, ya sea recorrida en automóvil o a pie, destaca una extensa señalización obsesiva realizada con interminables filas de picas, tréboles, corazones y diamantes en sectores negros y rojos, que brillan en la oscuridad de la noche, en intensas luces de neón. Esta disposición marcada con la proximidad e intensidad de las luces fluorescentes funciona como una especie de preludio visual de las salas de juego, donde se busca acondicionar la mirada, mediante un entrenamiento previo de unos pocos minutos, que asegure un mínimo nivel de comodidad en la futura incandescencia. El individuo alcanzado por una hipertrofia sensitiva alcanza la primera metamorfosis de sus canales de percepción. En el momento previo del acrecentamiento de la vida nerviosa, producto de una multiplicación de encuentros y contactos, de empatías y aversiones, surge una delgada capa de indiferencia que, como una segunda piel, protege la personalidad frente a la arremetida de los estímulos del exterior. Luego del impacto inicial, sobreviene la inercia. El estacionamiento del casino sirve entonces, para ajustar la personalidad del indolente a una forma de racionalización del espacio que logra mantener en orden el aparente desorden, y transformar a un simple consumidor en un jugador potencial.

 

La aparición de los grandes estacionamientos es un paisaje relativamente tardío en la sociedad de masas. Recién con la revolución en el uso del automóvil y el proceso de suburbanización de las clases medias que coincide con el momento de madurez de la cultura de consumo, los centros comerciales comienzan a ofrecer un servicio de estacionamiento, a veces  de forma gratuita otras mediante un pago por fracción de tiempo, bajo la modalidad del self-parking. El casino de Buenos Aires, con una capacidad para 1300 automóviles, se convierte en una de las superficies más importantes dedicadas a este uso, aún por encima de los hipermercados y shopping center tradicionales de la ciudad. Sin embargo, la diferencia más notable que presenta con respecto a la mayoría de esos espacios, es la posibilidad de elección entre diferentes modalidades de consumo. Por fuera del carácter aparentemente “democrático” y nivelador que intentan transmitir los diferentes centros de compra, el casino introduce la necesidad de la diferenciación social mediante el servicio personal de valet-parking. No sólo como un aparente símbolo de status, frente al anonimato de la masificación, sino como una experiencia donde lo más indiferente, lejano y aséptico, como puede ser el uso del dinero, necesita conectarse con lo más cercano, personal e íntimo de la persona. Como una especie de ritual de purificación, donde el verdadero apostador en los juegos de azar debe pagar los envites de la suerte mediante el flujo informal de la propina.

 

El casino de masas aparece como un tipo de emplazamiento singular que mantiene una relación conflictiva con el resto del paisaje urbano. A diferencia de las grandes tiendas comerciales que se instalan en las cercanías de las terminales de transporte, las frecuentes prohibiciones legales que pesan sobre los juegos de azar, sirvieron para expulsar a las casas de apuestas hacia los márgenes de la ciudad. Al alejarse de los puntos de intersección de las multitudes y de la visibilidad comercial, el casino se inscribe dentro de una tendencia internacional de la moderna industria del ocio que apuesta a la fusión arquitectónica con los grandes monumentos del turismo organizado. Por un lado, los mega hoteles de la ciudad-casino de Las Vegas con una estética cada vez más orientada a la temática de los parques de diversiones; por otro, la emulación de las grandes embarcaciones y cruceros de lujo con la aparición de salas de juego flotantes. El hotel-casino y el barco de apuestas se han convertido, en los últimos años, en los lugares más representativos y rentables del entretenimiento de masas, aunque a diferencia del resto de los juegos de azar, como los bingos, quinielas y loterías, arrastran todavía, una marca indeleble de margen y exclusión.

 

En este sentido, el casino flotante de Puerto Madero resulta un caso paradigmático. Como la legislación porteña impide la instalación de casas de juego dentro de los límites de la ciudad, comprendidos entre la Avenida Gral. Paz y el Riachuelo, fue necesario recurrir a un emplazamiento off shore en las aguas del río que permitiera un resquicio legal frente a la prohibición vigente. El primer buque-casino amarrado en octubre de 1999, se transformaba entonces, en una piedra angular de la cultura de consumo vernácula, sin el brillo de las casas de juego tropicales ni con la distinción de la alcurnia europea, pudo proyectar sobre el imaginario urbano, el ritmo de luces que, hasta el día de hoy identifican a la zona portuaria como una especie de centro de ocio global. Por un lado, la oferta gastronómica, los espectáculos culturales y el juego de apuestas convierten al casino en un espacio organizado que condensa, la totalidad de las prácticas de consumo, orientadas hacia el esparcimiento y la diversión, las 24 horas, los 365 días del año. Pero al mismo tiempo, subsiste un mundo caótico, aleatorio y fortuito, que recuerda al desorden carnavalesco y a las emociones fuertes de la sensibilidad popular. El atractivo estético del casino y la repulsión moral que todavía ejerce, es inseparable de la condena al despilfarro y al dinero fácil como principios rectores de la cultura burguesa, quizás el jugador que recorre las mesas de apuestas, presiente esa condición en la liberación de un placer clandestino, la inquietud de las fichas en la humedad de sus manos, revelan el carácter ominoso de la moneda impura.

 

Para una sociedad que promueve abiertamente, los valores del trabajo y la disciplina, el casino no deja de aparecer como un lugar de despilfarro irracional frente a la acumulación productiva de capital. Hasta se podría suponer que la exclusión del gasto improductivo dentro de la lógica económica opera como una forma constitutiva de la identidad burguesa, que busca conjurar y repeler, la atracción dineraria como puro objeto de deseo. De este modo, el moderno juego de apuestas funcionaría como el reverso de la empresa capitalista racional, mientras se busca la acumulación de capital continua y duradera, la incertidumbre y la falta de previsibilidad de la economía-casino refracta sobre el sistema económico, en analogía inversa, su anarquía y falta de racionalidad. En Foucault, la noción de heterotopía[x] permite designar a ese conjunto de lugares que producen un desvío de toda norma social, pero que al mismo tiempo, que se delimita el margen, renueva su efecto. El casino puede ser visto como un emplazamiento heterotópico, en la medida en que logra recrear en un mismo plano la yuxtaposición de relaciones que acontecen en alguna otra parte, fuera del foco inmediato de la visibilidad: un barco que es símbolo de viaje pero que no se mueve, un espacio flotante sin territorio ni emplazamiento fijo, un lugar de múltiples salones discontinuos pero a su vez organizados jerárquicamente, hasta el triunfo del instante en la continuidad ininterrumpida del tiempo. Sin embargo, una lectura estricta del casino como heterotopía, perdería de vista algunas de las tensiones que la modernidad proyecta sobre las salas de juego. Detrás del aparente caos, emerge un orden específico que es preciso describir.

 

Como una experiencia singular de consumo, aunque desprovista de la mediación objetiva por las cosas, la visita al casino logra ejercer una atracción similar a la promesa estética de la mercancía. Primero, por estimular la posibilidad de aventura, un viaje imposible al Río Mississippi del siglo XIX, la pasión por el riesgo y la búsqueda de diversión inmediata; pero también, por la eventualidad de poder vencer a la suerte y ganar una cantidad efectiva de dinero. Todo jugador, aún el más inexperto u ocasional, mantiene viva la esperanza de hacer saltar la banca con un golpe de suerte. Por eso el valor de la apuesta debe ser lo más elástica posible y ajustarse a las posibilidades económicas de los apostadores potenciales. Con fichas de juego convertibles en el rango de las monedas de 25 centavos hasta las que se cotizan en dólares, el casino de masas no puede restringir el acceso a un público amplio y variopinto, como sucede en las mesas de apuestas clandestinas, ni mucho menos establecer diferencias económicas fijas entre los participantes del juego. Como en la democracia formal que suprime el censo de riquezas, el casino necesita de la entrada libre y gratuita para sostener la ilusión de igualdad de los jugadores ante la banca. Sin embargo, la racionalización del dinero jugado hace que cada individuo se mueva dentro de la órbita de las mesas de apuestas que se que se encuentran al alcance de su presupuesto. En la indiferencia del dinero como equivalente general, se esconde la realización de su contrario: la segregación invisible y jerárquica del espacio. Los diferentes pisos del casino dividen no sólo las modalidades de juego, entre las mesas de Roulette, Black Jack y Póker en relación a las máquinas de Slots, sino también los diferentes valores de las fichas lanzadas al paño verde o azul: el ascenso de nivel implica un endurecimiento del juego. En sus cuatro niveles la lógica del casino se acerca a la del centro comercial, aunque los valores de las apuestas resulten prohibitivos, las puertas permanecen abiertas para todos.

 

En este punto resulta necesario establecer una distinción analítica entre los diferentes juegos de azar, su relación con las salas de apuestas y el tipo de experiencia que propician. Están aquellos, como la lotería y la quiniela, que mantienen una vida independiente de los lugares especializados, por medio de un gasto mínimo por jugada y una extensa red de agencias oficiales, que permiten el juego a distancia y escasas probabilidades de éxito. Lo mismo ocurre, aunque con algunas variantes, en el juego de bingo y su extraordinario crecimiento en la ciudad de Buenos Aires desde 1993, como también en las diferentes modalidades de apuestas deportivas tradicionales como es el caso paradigmático del Turf. La creencia en la suerte es un denominador común para este tipo de apuestas, que se revela, concretamente, en un tipo de jugador con una fuerte predisposición hacia las formas mágicas del animismo, como cargarse de amuletos y cábalas o atribuirle propiedades sobrenaturales a las cosas para vencer al azar, así funcionan la tabla de los sueños en la quiniela ó la espera del último cartón en el bingo. Esta es la principal diferencia con los juegos de casino que suponen un tipo ideal de jugador que pueda manejar con criterio las probabilidades entre jugadas ganadas y perdidas, saber cuándo entrar y cuándo retirarse, una mixtura que resulta, prácticamente, imposible de realizarse fuera de las salas de juego. Todo esto indica que el apostador de casino mantiene un perfil diferente al resto de los aficionados a los juegos de azar, ya que refuerza su condición absolutamente, moderna mediante el carácter intransferible del golpe de dados, el pedido del próximo naipe ó el cambio de estrategia en la evaluación del instante.

 

Paradójicamente, este tipo de intervención moderna del jugador de casino es indisociable de la ausencia de grandes premios o pozos acumulados, que en la jerga del azar, se denominan Jackpot. A diferencia de la lotería, el casino paga en una mayor proporción de veces, pero en menores cantidades por apuesta realizada, lo que refuerza una especie de “selección natural” entre aquellos que realizan las jugadas más preparadas y el resto de los principiantes, curiosos o acompañantes que dan sus primeros pasos en el juego. Exceptuando el cálculo de probabilidades, si un pleno de ruleta paga 35:1, el máximo de las mesas de juego, cualquier modalidad de lotería nacional no baja de 500.000:1. Esto conduce a generar diferentes hábitos de apuesta entre los participantes: están aquellos que buscan estirar el tiempo de juego como tiempo de ocio, mientras otros van a en busca del desafío épico de ganarle a la banca. El casino también depende de un criterio de exactitud contable entre la proporción de los tipos de jugadores que lo visitan. Los más habituados a la experiencia del juego se reservan la exclusividad en las mesas de naipes (Póker, Black Jack, Baccarat, Punto y Banca), otros más inclinados al golpe de suerte prefieren ya sea un Craps de dados o el movimiento incesante de la Ruleta. En todo caso, cuanto mayor es el grado de complejidad del juego, menor es la creencia supersticiosa y pasiva en el azar. No es lo mismo el comportamiento en una ronda de póker, protegida de la mirada curiosa por vidrio esmerilado, que el espectáculo de luces y sonidos desplegado ante la visibilidad general por las máquinas de Slots. El auténtico jugador de casino, guarda presuroso su saber secreto, porque además de sentirse a gusto entre los golpes del azar, debe aguzar los sentidos para detectar en el centro del torbellino de su hábitat natural, las ráfagas de suerte.

 

Dentro de este mundo encantado, las máquinas electrónicas son una marca distintiva del paisaje visual del casino de masas y un umbral técnico para la moderna industria del juego. La clásica Liberty Bell fue la primer tragamonedas creada por Charles Fey, un inmigrante alemán de San Francisco que en la agonía del siglo XIX, logró combinar en una máquina de tres rodillos giratorios, el movimiento de imágenes de campanas, herraduras y naipes con la aceptación y el pago de monedas. El furor popular que acompañó la difusión de la slot machine no pudo evitar que las sucesivas prohibiciones que recaían sobre los juegos de azar terminaran limitando su implementación en los bares. Para escapar al cerco legal durante la reacción puritana, el prototipo de Fey comenzó a funcionar como una máquina expendedora de mercancías. Nunca estuvo tan emparentado el mundo del azar con el nacimiento del dispositivo del autoservicio, de esta época provienen los motivos clásicos de frutas junto con la conocida firma BAR, que parece provenir del logotipo original de una conocida empresa de golosinas. Este repertorio heteróclito de elementos y su equivalencia aleatoria mediante el dinero, convierten a la slot machine y quizás también, a la difusión de los jukebox en los espacios de ocio, en una especie de caja de resonancia que describen, metafóricamente, los orígenes de la cultura de consumo.

 

La historia de la democratización de las salas de apuestas es inseparable de la entrada de las máquinas de azar al mundo del casino. Mientras el juego aristocrático de la Europa cortesana reproduce las marcas de distinción, de lujo y exhibición del consumo conspicuo, el casino de masas brinda la sobriedad de las apuestas moderadas con una máquina tragamonedas por persona. No se trata de llamar la atención emulando los signos de un ocio improductivo, ni de reproducir el animismo arcaico, sino de recrear una forma de experiencia para el ejército de empleados que rompa la continuidad entre el tiempo de trabajo y la reproducción de la vida cotidiana. La expansión del trabajo administrativo y la consolidación de una cultura de consumo en la Ciudad de Buenos Aires, permitieron que las salas de bingo y las máquinas de slots registraran el crecimiento más espectacular en ventas y apuestas de los últimos años. Con la legalización de las máquinas en el Hipódromo de la Ciudad, y la inauguración en el casino flotante de un nuevo barco exclusivo para tragamonedas, la industria del azar ha ingresado en su etapa de madurez. Buenos Aires, ha logrado enmarcar la experiencia del juego en el territorio de la mercancía, lo que significa que la promesa estética de satisfacción, ha terminado por imponerse de la misma manera entre jugadores y consumidores.

 

III. EL JUGADOR EN EL CONSUMIDOR

 

En la figura clásica del jugador de apuestas se anuncia la imagen del moderno consumidor de mercancías. Ambos se encuentran entrelazados como una forma de experiencia vital originaria de la modernidad. Las mismas referencias visuales de luces y marquesinas, las pautas publicitarias que hablan en sintonía el lenguaje de un nuevo estilo de vida, donde el riesgo y la aventura, sustituyen a las antiguas marcas de la distinción social. Todo conduce a la idea que la reproducción estética de las mercancías, en su calidad de imágenes culturales y de consumo simbólico, parece inspirarse cada vez más, en la lógica de la seducción del mundo del juego. Si la sustancia que moviliza el acto de compra, no depende del impulso utilitario de las necesidades, ni de las propiedades reales del valor de uso, sino de la fantasmagoría que emerge, como un espacio imaginario, del mundo de las cosas donde reina la función estética de la mercancía. La identidad entre el juego de apuestas y el consumo mercantil, o lo que es lo mismo entre el dinero jugado y el dinero gastado, permite pensar la disposición de los objetos de compra en los escaparates como también, en el diseño industrial del embalaje, como una búsqueda declarada para amplificar los signos visuales y desatar una promesa que no puede ser muy distinta de la que atrae al jugador para apostar en un determinado juego de azar.

 

La historia del consumo moderno es inseparable del intento por reproducir las condiciones básicas del mundo del juego en la proyección estética de la mercancía. La búsqueda del máximo impacto y de la obsolescencia instantánea que aparecen como valores tradicionales de la cultura del azar permiten, en las condiciones actuales de flexibilidad e incertidumbre, sostener los niveles crecientes de acumulación de capital. Ante la amenaza permanente de una posible devaluación del mundo objetivo, la realización de la mercancía depende cada vez más del boom de ventas, y de la respectiva ganancia extraordinaria, antes que de una regularidad continua y sostenida en el tiempo. Por eso, la proliferación de estudios de marketing, la explosión de imágenes utilizadas en las campañas comerciales y los exorbitantes gastos publicitarios. Pero también, la necesidad de acelerar el tiempo de rotación del capital obliga a intensificar el ritmo de obsolescencia de los productos. Por lo que, el consumo debe dejar de parecer como un gasto justificado en el tiempo, para asumirse como una apuesta espontánea en un presente continuo. La trasposición de la lógica del juego a las prácticas de consumo, no hace más que realizar una experiencia absolutamente moderna, donde la búsqueda de la novedad por mediación de las mercancías, vuelve a cada partida única y a su duración, efímera.

 

La fisonomía moderna del jugador de apuestas se revela en la percepción del carácter transitorio y fugaz del tiempo. Al igual que el individuo afectado por la moda, que se ve empujado a arrancar un placer efímero de la vorágine del cambio, el jugador de casino necesita de una evaluación permanente del instante para enfrentar a la suerte. Sin embargo, tras los pasos del deseo de novedad aparece la repetición de lo siempre igual, el juego de casino termina desdoblado entre la búsqueda de la unidad e integración en un extremo, y la singularidad y la diferencia en el otro. Como sucede en la moda y en el consumo, el mundo del azar también produce socialmente, las funciones básicas de unir y diferenciar, cada una es la condición de la realización de la otra, a pesar de que, o precisamente porque, forman una contradicción lógica[xi]. La tendencia a la mímesis gana terreno en el mundo de las máquinas tragamonedas  y su cadencia ininterrumpida de azar. Una mirada panorámica del casino muestra al jugador en una coreografía de masas mediante la integración de una secuencia de gestos en la operación de la máquina. Uno tras otro permanecen sentados frente a la pantalla de colores brillantes en una situación de anonimato e intercambiabilidad absoluta. Algo que recuerda demasiado al mundo de la oficina y su arrolladora presencia femenina, aunque aquí la circulación por el interior de la sala no responde a las órdenes específicas de un supuesto jefe sino a los resultados mismos del juego. Después del impacto visual y de la batería de estímulos, sobreviene un período inicial de prueba y elección entre dispositivos similares, el lugar vacante como la máquina abandonada, ejercen una enorme atracción para renovar, en cada instante, la ilusión del triunfo.

 

Las salas de Slots convocan a una masa creciente de empleados bajo el disfraz de jugadores, el uso de los cajeros automáticos al interior del casino, así lo evidencia. La mecanización del juego vuelve abstracto el ritmo del azar y por ende, convierte al jugador en una especie de autómata que experimenta el shock [xii]de la partida frente al cambio de la pantalla. La pérdida de sentido unitario que se manifiesta en el ritmo de trabajo de la moderna economía de servicios parece motivar la elección de este tipo de apuestas. La posición sedente y el aislamiento individual frente a la máquina reproducen a otra escala la dinámica del universo administrativo, cada jugador está separado del resto y se encuentra absorbido por su propia tarea. El mundo de las maquinas tragamonedas revela una tendencia histórica hacia la formalización del juego, donde en cada partida, se repite una regularidad vaciada absolutamente de contenido. A diferencia del riesgo inherente a un pleno de ruleta o de una mano de póker, la apuesta en las máquinas de azar no necesita de la determinación y el convencimiento del jugador frente a la banca, ni tampoco de la observación de las condiciones excepcionales de la partida sino de una compleja red de probabilidades, donde la única decisión factible es imitar al resto de los jugadores en la búsqueda frenética del dispositivo técnico adecuado.

 

Completamente diferente resulta la predisposición del jugador de naipes, ruleta y dados cuando se enfrenta a los dictámenes del azar en el casino. La distancia simbólica que se abre con el mundo mecánico de las tragamonedas, no se refleja ni en la cantidad global de dinero jugado ni en la división por género y edad, sino en circunstancias mucho más sutiles e imperceptibles que hablan de la búsqueda de status en la exposición pública de la mesa de apuestas y en la intervención manual del croupier.  El jugador de paño mira con un aire de superioridad al apostador mecánico, como si encontrara en él a un rival poco digno de respeto. Aunque relativamente próximos, los dos mundos buscan evitarse por completo. Si la máquina organiza una experiencia que permite la identificación mimética entre los mismos jugadores, el apostador artesanal necesita llevar la diferencia hasta el paroxismo. Las reglas del juego también incentivan el desarrollo de la singularidad o de un tipo de individualismo que sirve de antídoto frente la nivelación promedio. Como la competencia involucra a otros jugadores y también a la banca, las apuestas están a la vista de todos, así se expone en cada partida el riesgo asumido. El afán por la diferenciación recuerda a la figura del dandy, prisionero de una estrategia de seducción siempre renovada y efímera, sus gestos y artilugios exóticos como las baratijas del comercio mundial que utiliza, pierden casi toda su efectividad a partir del momento en que son exhibidas en público. La búsqueda de lo nuevo y lo original son las señas del mismo árbol genealógico de la modernidad, lo que recuerda que la verdadera apuesta del jugador de azar es crear una zona de resistencia frente al avance del proceso de cosificación en un espacio dominado por la lógica dineraria.

 

Frente al jugador de casino se encuentra la figura enigmática del croupier, casi como la antítesis de la pasión del azar. La bruma de misterio que envuelve a este personaje lo convierte en una referencia ineludible de las salas de apuestas y en protagonista exclusivo de innumerables historias. Como organizador del juego es el encargado de establecer el momento de inicio y de final de las apuestas y controlar la distribución de las fichas de pagos, a lo que se agrega su participación especial como operador de la banca dentro de la partida. Sin embargo, el croupier no es un jugador como cualquier otro. La totalidad de su existencia se justifica en un vínculo muy particular con el dinero. Primero es el único que está obligado a respetar el juego que propone el casino sin tener que tomar ninguna decisión en la partida. Por ejemplo, en el caso del Black Jack se encuentra, previamente, estipulado que la banca pide carta con 16 y se planta con 17. Por otro lado, como personificación del casino, su juego carece de la pasión del riesgo y la aventura. Algo similar a lo que ocurre con el banquero en su trabajo cotidiano, para el cual el dinero no es solamente un fin último, sino también, el material donde puede mostrar sus rasgos y características profesionales[xiii]. De ahí que la rapidez de cálculo o la habilidad para la manipulación de las fichas acercan el comportamiento del croupier al espectáculo del mago o del ilusionista, que termina por desarrollar en el plano cosificado de su experiencia de trabajo fragmentada y uniforme, la representación imaginaria de un show.

 

La atmósfera grisácea que envuelve el trabajo de los empleados, se encuentra en relación inversa a las luces que iluminan al jugador en el casino. En ese claroscuro de efectos recíprocos, se manifiesta el choque entre el ritmo de trabajo y la pasión del juego. Entre uno y otro se abre un abismo infranqueable. Si la modernidad marca el tiempo de la fragmentación de la experiencia, la pérdida del sentido unitario y la desaparición de los fines últimos frente a la multiplicación de los medios, la aventura del juego y su correlato material el golpe de suerte, permiten abrir la temporalidad a la explosión del instante y así, escapar al peligro de la deshumanización [xiv] y cosificación del mundo subjetivo. Esa energía que libera el juego de apuestas, comparable en muchos aspectos al impacto de la descarga eléctrica, puede funcionar para el jugador de casino como una liberación del stress y de la rutina del tiempo de trabajo, pero también para el sistema económico ávido de rentabilidad, como una chispa que enciende el combustible si logra ser encauzada productivamente. En esa apuesta se dirime el consumo moderno de mercancías, como una experiencia renovada que se desarrolla en el registro del placer ó como una forma organizada y enmarcada por las técnicas de comercialización y venta. La figura del jugador ostenta un protagonismo cultural que muy pocos conocían, la llamada economía casino es mucho menos un epíteto de los vaivenes del mercado financiero que el espejo desde donde se mira la figura del consumidor.

 

Como experiencia lúcida, el casino representa el ámbito de sociabilidad por antonomasia. A excepción de los casos extremos de ludopatía o de gasto compulsivo, el mundo del azar funciona como un amplio programa de entretenimiento para el fin de semana o como un espacio de ocio donde las actividades de esparcimiento nunca se realizan en soledad. La idea de pasar el tiempo libre en los juegos de azar escapa de las tendencias utilitarias de la época. Al separar del proceso de racionalización, un ámbito artificial desprovisto de toda finalidad material, el casino recrea un espacio simbólico donde se sustraen los conflictos sociales y las necesidades parecen esfumarse como por arte de magia. La cultura del azar desarticula las contradicciones sistémicas hasta dislocar la función de reserva de valor que posee la moneda. Así las fichas de colores arrojadas sobre la mesa de apuestas, ya no recuerdan las horas de trabajo pasadas ni las deudas pendientes, tan sólo la imagen brillante de un simple medio de juego. En la sala de casino el dinero jugado guarda la amnesia de su origen, lo que permite trazar un recorrido paralelo e indiferente al mundo de las cosas. Algo que sólo en parte, puede lograrse en el itinerario del consumo material. A fin de cuentas el jugador de apuestas sobrevive en el consumidor de mercancías tan sólo como una caricatura figurada del hombre práctico.

 

Una sociedad que destina una parte significativa de sus recursos al juego se enfrenta ante una situación paradójica. Por un lado, si logra mantener la autonomía de ciertos espacios como residuo de la racionalidad de fines, puede convertir los momentos de la vida en una forma de aventura. El jugador como prototipo del aventurero vive la euforia del momento como un éxtasis de un presente que no tiene pasado ni futuro. La pasión por el azar proporciona esa materia prima que hace saltar las coordenadas del espacio-tiempo en una vivencia única e irrepetible, que se desgaja de la corriente, como un exclave del contexto vital[xv]. Sin embargo, el resultado no deja de ser vacilante en un espacio mercantilizado y saturado de superficialidad. El avance de la formalización de los juegos en el casino no deja de ser, en última instancia, un síntoma concreto de la administración del aburrimiento que opera como un enorme desvío de las fuerzas que pueden enfrentar a la cosificación. Como el decorado luminoso de la mercancía, la cultura del azar reproduce una dimensión del mito que todavía persiste en la modernidad. Al buscar una imagen que impacte sobre el jugador-consumidor se intenta encapsular: aventura, energía onírica y superstición en una misma partida. Ahí es donde el mundo de los sueños y el mundo del azar terminan por fundirse. Entre ambos se produce una absoluta sustitución y equivalencia. Tan solo queda el infantilismo como la secuela inevitable de la cultura de consumo. Algo que los publicistas y diseñadores conocen a la perfección.

 

NOTAS


* Profesor (CBC-UBA), Licenciado en Sociología (UBA). Maestrando en Comunicación y Cultura (UBA)

 

[i] José Marinas: La fábula del bazar, Madrid, A. Machado Libros, 2001, pág. 113.

[ii] Karl Marx: El capital, tomo I, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, pág. 58.

[iii] Max Weber: Economía y Sociedad, México, FCE, 2008, pág. 18.

[iv] Georg Simmel: La filosofía del dinero, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, pág. 580.

[v] Frisby, David: Paisajes urbanos de la modernidad, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2007, pág. 56.

[vi] Ambos autores tienen una mirada lúcida los juegos de azar y el temperamento del jugador. Aunque todavía, durante gran parte del siglo XIX, el casino era un lugar dominado por lógica de los valores aristocráticos con predominio del gasto improductivo, la emulación pecuniaria y el consumo conspicuo.

[vii] Georg Simmel: Goethe, Buenos Aires, Nova, 1949, pág. 86.

[viii] Max Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, México, Coyoacán, 2004, pág. 9.

[ix] David Frisby: op. cit., pág. 21.

[x]Michel Foucault: De los espacios otros, documento electrónico: http://inhabitedmindmapping.net/wp-content/uploads/2007/09/foucalt_de-los-espacios-otros.pdf, 1984.

[xi] Georg Simmel: Cultura femenina y otros ensayos, Barcelona, Alba, 1999, pág. 36.

[xii] Walter Benjamin logró identificar en la figura del jugador la vivencia moderna del shock. En el juego de azar el llamado coup equivale a la explosión en el movimiento de la maquinaria. Esta imagen decimonónica señala la apertura de la burguesía a los juegos de azar y el ingreso del asalariado a la fábrica moderna como una experiencia sincronizada de la gran industria. Al respecto, Walter Benjamin “Sobre algunos temas en Baudelaire” en Poesía y Capitalismo, Madrid,  Taurus, pág. 150. Las transformaciones operadas en el mundo del juego con la slot machine y más precisamente, a partir de su adaptación electrónica durante los años ’50 del siglo XX invitan a extender esta consideración al mundo de los empleados.

[xiii] Georg Simmel: op. cit., pág. 542.

[xiv] Sigfried Kracauer: Los empleados, Barcelona, Gedisa, 2007, pág. 135.

[xv] Georg Simmel: op. cit., pág. 26.

 

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. 6. Marzo 2011-Febrero 2012

 
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