Del calabozo a la disciplina moral. Metáforas de la escuela y los controles escolares en Cuba, 1793-1902

Yoel Cordoví Núñez *

Arriba: Visita de alumnas de colegios estatales a la Exposición Nacional de Agricultura Industrias Artes y Labores de la Mujer realizada entre 28 enero a 24 febrero de 1911 en La Habana. Cuba.

Resumen

El artículo tiene como objetivo principal determinar las etapas en que prevalecieron determinadas construcciones metafóricas para designar las funcionalidades de la escuela y del maestro en Cuba según las tipologías de castigos y controles escolares concebidas, tanto desde el pensamiento pedagógico como de las prácticas educativas.

La consulta y el procesamiento de un amplio material documental y hemerográfico permitieron establecer las lógicas discursivas que sustentaban estas clasificaciones, en modo alguno concebidas como sucesión rígida de construcciones lingüísticas, sino atendiendo a la emergencia de nuevos recursos lingüísticos a partir de los enfoques prevalecientes entorno a los castigos escolares físicos. La estructura del texto se corresponderá con estas revalorizaciones semánticas, acontecidas entre finales del siglo XVIII, en particular tras la creación de la Sociedad Económica de Amigos del País, en 1793, y el establecimiento del estado nacional cubano en 1902.

Palabras claves: disciplina, controles escolares, castigos, metáforas

Abstract

The main objective of the article is to determine the stages in which certain metaphorical constructions prevailed to designate the functions of the school and the teacher in Cuba according to the typologies of punishments and school controls conceived, both from pedagogical thought and educational practices.

The consultation and processing of extensive documentary and newspaper material made it possible to establish the discursive logics that supported these classifications, in no way conceived as a rigid succession of linguistic constructions, but in response to the emergence of new linguistic resources from the prevailing approaches around physical school punishments. The structure of the text will correspond to these semantic revaluations, which occurred between the end of the 18th century, particularly after the creation of the Economic Society of Friends of the Country, in 1793, and the establishment of the Cuban national state in 1902.

Keywords: discipline, school controls, punishments, metaphors


Introducción

El desplazamiento de las teorías marxistas y funcionalistas de la educación, en boga hasta finales de la década del 70 e inicios de los 80 del siglo pasado, por las corrientes constructivistas propias de la llamada nueva sociología de la educación, significó en el orden epistemológico el cambio en los modos de asumir la vida académica. A los criterios que concebían la existencia de una organización escolar externa, por encima de los individuos, “aconflictiva” por naturaleza, al mejor estilo parsoniano, y a los que la identificaban como mera reproductora de las relaciones de producción y dominación, se incorporaban otras perspectivas que tenían en cuenta los niveles de conciencia de los agentes implicados en la trama educativa y, como parte de ese análisis, las estrategias de comunicación fraguadas en las interacciones cotidianas del aula.

Los modelos de comunicación, en tanto actos de construcción de expresiones lingüísticas, evidencian el universo conceptual, así como las creencias y prácticas de quienes los crean y emplean. De ahí la importancia que el enfoque constructivistas otorga al estudio de las metáforas, devenido campo de análisis en el desentrañamiento de las lógicas que operan, tanto en la construcción discursiva desde las estructuras de poder, como en las relaciones interpersonales en las que existen apropiaciones y reinterpretaciones del recurso metafórico.[1]

La metáfora, como hecho semántico, supone que una palabra o expresión que tiene un sentido léxico pasa a tener un sentido figurado, o, dicho de otro modo, se emplea para denominar una realidad con un nombre que no es el suyo sino el correspondiente a otra situación diferente. La metáfora “pertenece al juego del lenguaje que gobierna la acción de dar un nombre”, plantea Paul Ricoeur, es una de las figuras que clasifican las variaciones del sentido en el empleo de las palabras.[2] En tanto tropo, no descubre la similitud, como advierte Umberto Eco, sino que la construye, al tiempo que engendra un mundo que es preciso develar con múltiples posibilidades de interpretación: “La interpretación metafórica trabaja sobre interpretantes, es decir sobre funciones sígnicas que describen el contenido de otras funciones sígnicas”.[3]

Las complejidades para el desciframiento de los signos metafóricos conducen a autores como Rosa Vázquez Recio, a la afirmación del carácter incompleto de la metáfora, como representación de la realidad, sin restarle importancia a su estudio: “Tampoco consideramos que sea la panacea explicativa de dichos fenómenos organizativos; sino solo una vía posible”. Y ampliaba su criterio con una propuesta interesante: “Tal vez la cuestión no radique en quedarnos con una sola metáfora sino configurar un mosaico metafórico con aquellas que nos permita visualizar satisfactoriamente el fenómeno organizativo”.[4]

En el orden metodológico, al excluirse la interpretación literal, queda solo aquella que permite el contexto del discurso al que pertenece la expresión metafórica. Más fácil de descifrar cuando se trata de escenarios educativos presentes, no así cuando la metáfora remite a contextos educativos, culturales e ideológicos pretéritos. ¿Cómo acceder a la configuración de ese mosaico metafórico en contextos históricos cambiantes y en marcos de culturas referenciales también diversos?

Para Eco, fuera de su universo conceptual, resulta difícil apreciar el valor y la significación de la metáfora como hecho semántico. “El criterio de legitimación lo puede dar solo el contexto general en que el enunciado aparece”.[5] Es decir, luego que una interpretación literal se autodestruye en la “contradicción significativa” que supone la expresión metafórica,[6] es el contexto el que permite descifrar el significado del mensaje: “El contexto del discurso, por tanto, no solo facilita el desciframiento del contenido metafórico sino que además se presenta como una exigencia y un requisito para comprender el sentido que el hablante le otorga con su utilización”.[7] La misma consideración de Alba Reina y Campos Carrasco cuando se refieren a la teoría searleana: “[…] nuestra comprensión del significado de una frase sería imposible sin un conjunto de conocimientos anteriores, que determinarían en qué contextos una frase determinada encuentra su enunciación apropiada”.[8]

Pero, además de tener en cuenta ese contexto, campo de experiencia privilegiado del historiador, el análisis tropológico, como afirma Eduardo de Bustos, permite acercarse al universo cognitivo y de creencias del productor del recurso lingüístico: “Muchas metáforas pueden resultar incomprensibles precisamente porque su captación requiere la reconstrucción no solo de las intenciones comunicativas del autor […], sino también de las creencias o el conocimiento de su autor”.[9]

He aquí otro de los retos del historiador de la educación para quien los principios de intertextualidad y de interacción contextual requieren de un conocimiento de los cambios de connotaciones de palabras y frases que justifiquen las posibles interpretaciones de las expresiones lingüísticas y simbólicas por una comunidad de hablantes. Bastaría esta razón para conferirle toda legitimidad al estudio de las construcciones metafóricas insertas en los discursos educativos y en el lenguaje cotidiano sobre “lo educativo”.

El historiador requiere conocer, en rigor, tanto las formas narrativas empleadas en el pasado por directivos, pedagogos, médicos, juristas, etc., y que delinean tipos de organización escolar diferentes, como también adentrarse en culturas institucionales y actores alejados de su tiempo, o, en término de H. White, distantes del entendimiento de la sociedad del lector proyectado.[10] Todo un engranaje que encierra múltiples estrategias narrativas procedentes de diversos centros de poder. M. Foucault recordaba al mariscal de Sajonia cuando planteaba: “No basta tener afición a la arquitectura. Hay que conocer el corte de las piedras”.[11] Un conocimiento que implicaba la racionalidad del acto de control y disciplina capaz de encauzar comportamientos, los más cotidianos y aparentemente imperceptibles, de acuerdo con lo establecido o normado.

Consciente de las complejidades de emprender el análisis discursivo de los fenómenos y procesos de la historia de la educación en Cuba, tema inexplorado por la historiografía cubana, me circunscribo en este artículo al acercamiento a algunas de las expresiones metafóricas empleadas para connotar el espacio-escuela y los controles escolares.

Escuela- Calabozo. Simbología del control físico

Las memorias, autobiografías e informes concernientes a las instituciones escolares monásticas en Cuba entre finales del siglo XVIII y la primera mitad de la centuria siguiente, solían identificar estos planteles con los calabozos, tanto por la concepción del encierro como por los métodos de castigos prevalecientes. La celda de los conventos, principales instancias de educación en la colonia hispana durante los primeros siglos coloniales, llevaba implícita en su denominación los principios de clausura y de aislamiento.

Las celdas, pabellones y aulas estaban ajustadas en lo arquitectónico a los requerimientos de la individualización y la soledad capaces de evitar los contagios morales. Mientras, la vigilancia y los castigos quedaban insertos dentro del conjunto de las técnicas que perfilaban la funcionalidad del encierro. En los colegios franciscanos, dedicados a la enseñanza elemental, el tradicional torneo o “concertación” entre bandos contendientes culminaba con la entrega de coronas imperiales a los vencedores y de grilletes a los perdedores. El ceremonial simbólico asociaba el destino del derrotado en la porfía con la reducción de su condición a la de esclavo y para ello acudía, en el orden de la cultura material y del universo simbólico, a los atributos más visibles y violentos del sistema esclavista: los grillos y el látigo.     

Un artículo del periódico La Alborada, en editorial publicado bien entrado el siglo XIX, informaba acerca de la violencia aplicada por los franciscanos para mantener la disciplina y “hacer entrar” los estudios en los conventos de Las Villas. La “corrección de los alumnos” y el control de la disciplina se basaban en la aplicación del principio, de construcción metafórica, “la letra con sangre entra”, pues “[…] el profesor traía y ostentaba diaria y constantemente una vara ó cuje con cuyos golpes castigaban toda especie de delitos, excepto de los muy graves. Para estos conservaban los reverendos padres una disciplina de 5 ramales, de cáñamo y alambre retorcido, que usaban con tal frecuencia, que a cada rato las había nuevas”.[12]

Esta identificación del acto transgresor escolar con la esclavitud prefiguró una narrativa relacional entre el espacio-escuela y el barracón, mucho más visible en las primeras décadas del siglo XIX, coincidente con la expansión de la plantación en el occidente de la Isla. Cuando en 1817, dos miembros de la SEAP sugirieron colocarle en el cuello de los escolares que se fugaban de la escuela el cartel de “Cimarrón”,[13] procuraban relacionar el acto de desobediencia con el nombre que se le atribuía al esclavo que, evadido de su amo, huía al monte. El empleo de una palabra que tenía en sí un significado propio para designar una realidad diferente, permitía incidir en las personas que compartían el mensaje metafórico en ámbitos escolares. No es que se asimilara literalmente al escolar que escapaba del predio escolar con el esclavo que abandonaba el barracón o la casa del amo, pero la construcción lingüística en este caso remite al lector a un escenario cultural donde el cimarronaje presentaba una connotación transgresora de las estructuras de poder vigentes.

La impronta de la violencia que implicaba la existencia de una sociedad esclavista desde finales del siglo XVIII incidía en otras áreas de los castigos físicos, como el empleo de látigos de diferentes espesuras y formas, parte de la cultura material concebida para el suplicio individual y la advertencia colectiva. La circulación del acto correctivo partía así desde el infractor (esclavo/alumno) hacia los potenciales transgresores que presenciaban el suplicio (dotaciones/alumnos). La efectividad de los castigos dependía de que fueran ritualizados y circulados entre todos los culpables posibles a manera de escarmiento; es decir la movilidad en espacios asignados previamente ritualizaba un ceremonial correctivo que tenía como objetivo la degradación moral del niño- “cimarrón” o el niño- “delincuente”. No bastaba con que el alumno sufriera la pena en solitario, debía siempre estar acompañado de un grupo de colegiales que gritaran su falta en presencia de la totalidad de la escuela.

El acto de fuga, en sí, prefiguraba la concepción del espacio escuela como lugar de encierro con diversas gradaciones, según la concepción del tipo de hombre que pretendía formarse. En los grandes colegios privados, el aislamiento se encontraba relacionado con el empleo del “internado”. La arquitectura escolar en esta dirección comprendía el otorgamiento de un significado aséptico al establecimiento, era la división natural con un mundo envilecido por las bajas pasiones; con una sociedad violenta que, de por sí, individualizaba y delimitaba sus espacios codificados según su funcionalidad: escuelas, cárceles, hospitales, conventos, cementerios, etc. 

Hacia el interior de las escuelas, públicas y privadas, se concibieron también los “cuartos de corrección”, instancias de reclusión que reforzaban el simbolismo de la escuela como cárcel. Por más que los reglamentos de orden insistían, por lo general, en la necesidad de que esos cuartos fueran “una pieza ventilada, clara, de modo que el niño sea muy visto, y nunca debe colocarse dos en una misma pieza”,[14] las condiciones imperantes en la práctica propiciaron que fuera comparado con los calabozos. Una de las víctimas de este correctivo fue el médico oftalmólogo Juan Santos Fernández. A la edad de 8 años el tío, importante empleado del ingenio de la localidad, ordenó su reclusión en la escuela por interceder violentamente en una riña entre sus primos: “[…] sufrí enormemente por la obscuridad y el aislamiento […] que a no vencer el sueño mataría a un niño amedrentado”.[15] Otro testigo, un escolar pinareño, relataba años después sus impresiones:

[…] en todas las escuelas había una habitación, closet, o rincón cerrado, lleno de insectos y roedores, oscuro y mal olientes, próximo siempre a la letrina, o excusado de negro, que eran los servicios que existían entonces […] y que se dedicaban a calabozo o lugar de reclusión para los díscolos y rebeldes […] este calabozo, que muchas veces utilizaba la familia del maestro como carbonera, cuarto de deshechos, etc., era el terror de la muchachada.[16]

Los cambios en la funcionalidad de los espacios escolares implicaban también definiciones en los procedimientos correctivos. Así, por ejemplo, la prohibición de salida los días de asueto, con la consecuente permanencia en los colegios, convertía el tradicional edificio escolar en lugar de aislamiento. Asimismo, el salón de clase podía transformarse en espacio de clausura, cuando en los horarios de recreos permanecían en el local los infractores del orden; el área de trabajo devenía entonces local penitenciario. La asimilación espacial con la cárcel prefiguraba toda una simbología que asociaba ambas instancias de encierro: “Los que no se enmendaren serán presos después de las horas de escuela, y con alguno de los castigos que antes se han expresado”.[17] En las memorias de Santos Fernández, al recordar sus primeras letras en el poblado de Alacranes, Matanzas, alrededor del año 1855, decía: “[…] deduzco que mi primera escuela fue como un castigo a un criminal, y en la que el maestro fungía de ejecutor”.[18]

Otras veces los castigos terminaban en la muerte, según consta en el expediente promovido al maestro Vicente González Valís, del Colegio Hispano, tras el suicidio del niño N. Farías. Según investigaciones del bibliógrafo Antonio Bachiller, pudo detectarse que el profesor del alumno fallecido, había cometido “dos delitos graves”, consistentes en: “[…] poner grillos a un hombre libre y haberle azotado hasta exponer su vida”.[19]

No en todos los casos el análisis del lenguaje remite a una innovación semántica que trasluzca un doble sentido intencional, al estilo de prisión-escuela, pero el empleo de una abundante simbología alrededor del castigo físico escolar en los marcos de una sociedad en extremo violenta infiere la existencia de conocimientos previos a escala social que permite la comprensión del sentido de cualquier enunciación que remita al “encierro” escolar.

Los testimonios que pudieran citarse al respecto son diversos. Entre ellos la confesión emotiva del intelectual cubano José Antonio Saco, cuando en su autobiografía, escrita poco antes de morir, recordaba los consejos de sus padres para que aprendiera a leer. El niño replicaba: “[…] no me mienten escuela, porque me muero” ¿A qué se debía semejante aversión por el colegio?, se preguntaba Saco, y él mismo respondía: “[…] creo que mi repugnancia no era a las letras, sino a la escuela en que ellas se enseñaban; pues yo sabía que allí a veces se azotaba a los niños, y no quería que conmigo se emplease semejante castigo”.[20]        

El empleo de la simbología propia del espacio escolar- calabozo y de las prácticas de castigos físicos se ajustaba también a las representaciones que de la infancia se tenía en la época, tal como se advierte en el vocabulario empleado para referirse a la anatomía del infante. Los partidarios del encierro y el látigo como instrumentos correctores aludían al “duro cuello o pescuezo” de los infractores como el lugar del cuerpo donde habrían de colgarse los humillantes carteles. Los contrarios a las prácticas punitivas, como el ilustrado obispo Díaz de Espada, apelaban a símiles que asociaban la capacidad moldeable de la conducta infantil con objetos dúctiles: “En la tierna edad de la niñez, como en la blanda cera, se reciben las primeras impresiones que se guardan […] de un modo indeleble en el corazón”.[21]  

En la medida que el desarrollo de la ciencia alcanzaba niveles acordes con el avance de la industria azucarera, la concepción del tipo de hombre que debía formarse bajo los preceptos de la filosofía moderna, sufrió cambios. Más que lacerar el cuerpo para salvar el alma, según los cánones escolásticos y los patrones formativos del “buen súbdito”, se trataba de preservarlo. 

Otra debía ser entonces la simbología correctiva presente en la escritura de los reglamentos de los colegios privados y las ordenanzas de las escuelas. Imposible abogar por la defensa de la constitución corporal del “tierno infante” sin alterar la concepción de la escuela-calabozo o lugar de encierro despiadado. El cuerpo era salvable, y, para lograrlo, las narrativas relacionadas con la corporalidad incorporaron otros elementos simbólicos asociados con la exactitud (relojes, timbres o campanas, horarios de clase), la vigilancia (mayordomos, celadores, prefectos, directores, maestros) y los controles (libros, cuadernos de registros, etc.). La protección mediante la vigilancia y el rigor en los controles físicos complejizaban el esquema conductual del maestro, en la medida que perdía los atributos funcionales del inflexible dómine y, en cambio, era adiestrado en las reglas o “ardides” para el control mediante el conocimiento.     

La escuela “en escena” o metáforas del preceptor

En la medida que las tendencias pedagógicas contrarias a los castigos físicos escolares ganaban espacio en el decurso del siglo XIX cubano, las construcciones metafóricas reorientaron sus vocaciones figurativas hacia la labor del maestro. La proscripción de las correcciones aflictivas se acompañaba de otros dispositivos de control físicos y del aporte de las ciencias médico-higienistas, en pleno desarrollo, al conocimiento de la anatomía infantil.

No se trataba por lo general de técnicas aisladas, sino que estaban integradas dentro de un sistema que buscaba la garantía de la precisión y continuidad en la sujeción de los escolares al circuito de los controles, estableciendo secuencias de causa-efecto en sus respectivas aplicaciones. Como parte del sistema habrían de cambiar también las premiaciones. A diferencia de la enseñanza conventual y de otras instituciones educativas laicas surgidas en la primera mitad del siglo XIX, las recompensas no consistían en las dignidades y los llamados “falsos imperios”, sino que se estipulaba el otorgamiento de medallas o el título de «Presidente», además de ocupar puestos de honor al frente y a la derecha del maestro.[22] El emplazamiento funcional quedaba asociado con la jerarquía, en la medida que se codificaba la valía del espacio disciplinario según la posición visible del alumno recompensado con respecto al preceptor o a su colocación en los libros y cuadros de honor.

Para lograr tales efectos en las regulaciones y controles escolares era indispensable concebir un tipo de maestro diferente al de “látigo y palmeta”, por aquel que pudiera ser “un evangelio vivo”.[23] No significa que la alusión carcelaria desapareciera del vocabulario, sino que la innovación semántica comenzaba a incorporar otras adjetivaciones empleadas para caracterizar al maestro paciente, consagrado, amoroso, ejemplar. Y entre los recursos más socorridos estaba el de asociar el laboreo magisterial con el mensaje bíblico. La asociación basada en la semejanza maestro/evangelio, fue empleada por el pedagogo José de la Luz y Caballero para reforzar de manera aforística otras similitudes más usuales en la época como la del “apostolado” y el “sacerdocio” de los docentes.

Quizá fuera Luz y Caballero el pedagogo que empleó el mayor número de construcciones metafóricas relacionadas con el maestro y la escuela durante la etapa colonial. Crítico profundo de los métodos escolásticos aplicados en la enseñanza y de las limitaciones de la escuela lancasteriana, se preocupó por la formación docente en lo que denominó la ciencia y el arte del magisterio. En sus escritos abogó por la instauración del método explicativo, adquirido durante su estancia en Europa y aplicado en sus colegios desde su llegada a Cuba, en 1831, hasta su muerte en 1861.

En Luz y Caballero abundan los artificios poéticos con los que estructura sus ideas científicas. En gran parte, tales recursos le sirvieron para armar sus informes demoledores contra todos los tradicionalismos y formas de ejercer el magisterio que no tuvieran en cuenta los métodos pedagógicos modernos. La escuela/calabozo debía transformarse en institución formadora, tal como lo hacía saber en sus Textos de lectura graduada: “¿A qué venís vosotros al colegio? ¿Venís por ventura a un lugar de penitencia o a un lugar de instrucción?” Y respondía: “Sin duda que venís a ser instruidos y no a ser mortificados”.[24]

Los castigos infantiles desde su óptica en modo alguno serían concebidos como penitencia tendiente a “mortificar”, sino como recurso correctivo y al mismo tiempo preventivo. En la lectura se aclaraba el sentido de las penas, ajeno al de las penitencias tradicionales: “[…] los muchachos de algunos años atrás eran menos felices que vosotros, porque se creía preciso azotarlo para manejarlos, pero ahora no se os trata como animales”.[25] Esa relación del castigo físico infantil con el trato a los animales era bastante usual en la época, del mismo modo que se empleaban expresiones como la de “domesticar al niño”. El propio Luz y Caballero, al referirse a la necesidad de que se mantuvieran las penas corporis aflictiva en las escuelas públicas donde matriculaban los hijos de familias pobres o “clase de los menesterosos”, empleaba como argumento la existencia en tales planteles de “criaturas indomables”.[26]

José de la Luz acude constantemente al símil y a la metáfora para resaltar, con acento poético, el mensaje que procuraba transmitirle a los maestros o directivos de las sociedades, casi siempre acompañado de una fina ironía: “[…] queremos maestros hábiles y teóricos profundos antes que eruditos indigestos y prácticos superficiales”.[27]

Es innegable que un maestro no puede ser un hombre/biblia o un hombre/indigesto, pero basta que la cultura de la época interpretara ambos términos referenciales para que fuera funcional la similitud y la nueva lógica se compartiera, en primera instancia, por la comunidad de intelectuales aglutinada en la SEAP, hacia la que iba dirigida el informe. El registro poético se incrementaba a través de una imagen indudablemente bella. Además de estar dotado de “paciencia imprescindible”, el verdadero preceptor debía saber “besar los bordes de la copa”.[28] La inferencia del objeto copa, aparece aquí identificado con el placer, el cual es amplificado con el acto del beso. Tomado al pie de la letra, el enunciado no resulta semánticamente absurdo, pero la interpretación de su sentido y valor en el contexto del discurso es polisémica y exige de la indispensable reflexión acerca de lo que quiso transmitir el autor.

A la capacidad de dominio del método explicativo, según Luz y Caballero, el docente estaría asistido de otras cualidades indispensables para el control del aula, entre ellas la de presentar un “golpe de vista seguro”.[29] Referirse a la exactitud y el dominio del maestro en el aula mediante gestos, sobre todo con la mirada, era frecuente en los documentos pedagógicos, sobre todo a partir de la tercera década del siglo XIX. En el Manual de las escuelas primarias, medianas y normales o guía completa de maestros y maestras, que circuló en Cuba en 1850,[30] se hacía referencia al valor de los gestos, miradas o “pantomimas” del maestro en señal de aprobación de determinadas actitudes positivas en sus alumnos, al tiempo que condenaba otras gestualidades acompañadas casi siempre de palabras “duras e insultantes”.

El escritor Suárez y Romero establecía la analogía entre tales procedimientos con el cáncer, una de las enfermedades con la que, junto a la gangrena, solía identificarse las irregularidades en el orden individual y social, sobre todo en las tres últimas décadas del siglo XIX en pleno reinado del positivismo: “El mal ha variado de rumbo; si no se escucha el ruido del azote ignominioso, hay otro cáncer en muchos de nuestros establecimientos de educación que corroe los impulsos nobles y hermosos de la niñez. Ese cáncer son las malas palabras […] de gran número de maestros”.[31]

El buen performance se imponía por encima de las gestualidades degradantes o “cancerosas”. La metáfora “golpe de vista” fue desarrollada por el pedagogo y maestro de finales de la centuria decimonónica, Manuel Valdés Rodríguez, quien, al advertir la importancia de que el buen docente fuera muy buen observador y excelente previsor, planteaba: “Debéis mirar a todos los lugares y a un solo lugar, a la vez […] A modo del actor que, al salir a escena, ve delante de sí a su público, vosotros debéis apreciar la totalidad de la clase”.[32] La visibilidad, por tanto, sería la principal premisa para la combinación calculada del resto de las reglas previsoras y el punto de partida con vista al control efectivo sobre los cuerpos.

En sus “Consejos a los maestros”, el profesor del Colegio de Hoyo y Junco retomaba la analogía con el arte de la actuación para subrayar la importancia de la proyección magisterial en el aula, el poder de la gestualidad y de la voz en el “escenario” escolar: “A veces necesitáis ser actor. Si habláis siempre en el mismo tono, no es extraño que se duerman los discípulos […] Subid o bajad la voz, extendedla o precipitarla. Una parada imprevista, una señal, una expresión en el rostro, bastan para llamar al orden, restablecer la calma, en un instante o dar a comprender a alguno que está distraído”.[33]

El liderazgo del maestro encontró en la escritura de Valdés Rodríguez otros enunciados susceptibles de una lectura metafórica: “Vigilad, vigilad. Sois el piloto, el timonel: lleváis la barca por un mar, pronto a turbarse […] Pero vigilad, sin que vuestros discípulos se aperciban de ello. Que presientan vuestra persona, vuestra mirada; que os adivinen, sin que vosotros pongáis empeño en demostraros”.[34] Nótese que se retoma la palabra “mirada” dentro de una frase que, concebida en su contexto discursivo, remite a la relación maestro/alumno durante el acto docente: el timonel (maestro), la barca (aula) y el mar pronto a turbarse (comportamiento de los alumnos).

 Bien como actor o timonel, el dominio del espacio-aula era clave en la prevención de conductas no deseadas. Valdés Rodríguez prefería una metáfora más tradicional, no por ello menos creativa, capaz de relacionar la escuela con el ejército. De ahí su referencia al mejor “emplazamiento” del maestro, a mayor altura mejor vigilancia y control sobre el alumnado, y, por consiguiente, más eficacia en el gobierno: “Elegid una posición estratégica. Elevad vuestro puesto, de modo que dominéis”.[35]

Entre los recursos literarios empleados por Luz y Caballero y los concebidos por Valdés Rodríguez para referirse a la institución escolar se asiste a la incorporación gradual de un conjunto de términos y conceptos propios de otras ramas de las ciencias, ya no solo de la fisiología y la higiene, sino también de la psicología. Las metáforas convencionales como las de “tierna alma” o “blanda cera”, que inferían la “moldeabilidad” de las conductas en las primeras edades, serán compartidas con otras construcciones lingüísticas. La pedagoga María Luisa Dolz, directora del colegio Isabel la Católica, inspirada en el introspeccionismo de Wilhelm Wundt, se inclinaba por el conocimiento del campo de las sensaciones tanto como el de los sentimientos, y argumentaba con un símil: “[…] el estado del niño es como el del hipnotizado, terreno propicio para todo”.[36]

El desarrollo y expansión de la psicología experimental, la psicología fisiológica y, sobre todo, la paidología o ciencia dedicada al estudio de la niñez a partir de la segunda mitad del siglo XIX, tributaron a la fundamentación teórica de un nuevo enfoque disciplinario. La “disciplina liberal” fue ajustada a los imperativos formadores del ciudadano de la república inaugurada en los albores del siglo XX y mantuvo su presencia, con sus diferentes variantes y matices, en el pensamiento pedagógico de la primera mitad de la centuria. Los cambios de contextos discursivos en el ámbito educativo permitirán aprehender también la intencionalidad en los sentidos de enunciación presentes en las expresiones metafóricas que aludían a la funcionalidad del maestro.

La ciudad escolar: metáforas para una “disciplina moral”

Tras concluido un proceso revolucionario donde los súbditos de la otrora metrópoli subvirtieron el orden colonial vigente,[37] los discursos disciplinarios en todos los ámbitos sociales, incluida la escuela, encauzaron y legitimaron sus normativas a través del ciudadano, figura jurídica a la que se le asignaba derechos, pero también deberes para con la nueva institucionalidad. Ya no se trataba de revolucionar las estructuras opresivas, sino de someter voluntades a la tarea histórica de crear un estado nacional. El imperativo alcanzaba ribetes más pronunciados si se tiene en cuenta que el presunto tránsito tenía lugar bajo la tutela de un gobierno extranjero, “calificador” de las conductas sociales y de las potencialidades políticas del cubano para el ejercicio de un gobierno propio.      

 En el ámbito educativo se reajustaban los argumentos sostenedores de la prohibición de los castigos corporales a las nuevas circunstancias. El sometimiento del escolar a los poderes del Estado, empezando por la propia escuela, debía alcanzarse no por medio de la férula u otros procedimientos violentos asociados con la herencia escolástica. En un país colonial como lo había sido Cuba existía una tradición de pensamiento partidaria de la abolición de los castigos corporales en las escuelas, en tanto reproductores del canon mental esclavista: el azote, los grillos, la reclusión, tipologías correctivas que tipificaban la concepción de la escuela-calabozo, eran procedimientos que conformaron la cotidianidad de la plantación. Con la abolición de la esclavitud, en 1886, y la posterior independencia de la Isla del colonialismo español, la pedagogía cubana comenzó a exaltar los atributos del hombre libre desde su más temprana edad, con todo lo que implicaba en la defensa de la corporalidad infantil.

Si durante el siglo XIX el reordenamiento del encierro, según las conductas infantiles, se efectuaba hacia el interior del recinto escolar, la concepción moderna de la reclusión concebía el aislamiento en los marcos de escenarios arquitectónicos diferentes. En el ámbito discursivo la escuela perdía su connotación presidiaria para asumirse como formadora del “buen ciudadano” de la república.   

La especialización de los emplazamientos permitió definir mejor los aislamientos y la vigilancia sobre las conductas menos deseadas. El espacio arquitectónico escolar habría de “purificarse” y, al afecto, era necesario reajustar la funcionalidad de los locales. Desde esa perspectiva, comenzó a estipularse que los encierros se efectuaran fuera de la institución educativa, a manera de reclusorios de infantes con problemas de conducta, tildados de “degenerados”.[38] Por ejemplo, el pedagogo Alejandro María López, empleaba un símil cuando asociaba a los escolares con naturaleza “deficiente” con los enfermos y, en tal sentido, advertía que el tipo de escuela que requerían esos infelices era equivalente a los hospitales. La “escuela-hospital” no quedaba incorporada al sistema de instrucción pública, sino que la escuela cubana moderna se depuraba de aquellos elementos disfuncionales: “El niño degenerado, atrasado, no puede, ni debe ser enviado a las Escuelas Públicas […] el degenerado es un enfermo contagioso”.[39]

La tesis del contagio y su relación con la selección biológica y el aislamiento anclaban en la retórica discursiva de pedagogos, médicos e higienistas. Si el ideal de la educación era, en metáfora de connotación temporal, “prepararle el camino al niño para la vida”, la selección, a partir de las diferencias, debía realizarse desde bien temprano. López expresaba: “Perdónesenos el avance, creemos que el mayor progreso que hoy podría realizarse sería el establecimiento de escuelas especiales para las capacidades de menos alcance. En último progreso podríamos hasta evitar los contagios”.[40]

La misma concepción sustentaba el maestro Pablo Díaz de Villegas, para quien “los escolares incorregibles por temperamento” merecían recluirse en escuelas disciplinarias, “para evitar no sólo el contagio del ejemplo, sino también que el profesor emplee el tiempo, que debe dedicar a la enseñanza, en luchar con semejantes desgraciados”.[41]

Aunque la tendencia fue a asumir una escritura antipenitenciaria y, sobre todo, un lenguaje que asociaba el castigo corporal en las escuelas a las inveteradas prácticas esclavistas, algunos autores validaron la continuidad de las penitencias y acogieron los presupuestos del influyente psicólogo Granville Stanley Hall.[42] Según el fundador del Laboratorio de Psicología en Baltimore, no era recomendable la supresión total de los correctivos físicos. El maestro cubano Antonio García Álvarez citaba al profesional estadounidense cuando se refería a las bondades de los castigos corporales mediante el empleo de una de las metáforas más debatidas entre la intelectualidad: “Es una cirugía moral aplicada a la voluntad apartada del buen camino y pervertida […] La vara puede llevar a cabo un asombroso cambio en la juventud endurecida”.[43]

La metáfora “cirugía moral”, de rancio sabor positivista, era de uso convencional entre las generaciones de científicos cubanos reunidos en los principales cónclaves y congregaciones académicas en Cuba desde la segunda mitad del siglo XIX. No obstante, Stanley Hall la incorporaba dentro de una elaboración metafórica creativa aplicada a un pretendido “endurecimiento” juvenil, contrario a las expresiones alegóricas a la laxitud o flacidez del alma infantil.

El empleo de la “cirugía” y de otras metáforas alusivas al tradicionalismo correctivo fue bien acogido en ensayos, artículos pedagógicos y textos literarios de autores defensores de la pervivencia de los castigos físicos. Ahora bien, las posibilidades de desciframiento del recurso metafórico no se limitaban a la visión dominante de quienes compartían los discursos de poder, el logos de los agentes educativos implicados en tramas de complicidades, sino que también, con sus variantes, la sociedad metabolizaba los procedimientos discursivos encubiertos y construían los suyos propios: “meter en cintura”, “mano de hierro”, “pellizco de gavilán”, “abrir las entendederas”, “atizar candela”, “domadores”, todas ellas para referirse a la labor disciplinaria (terapéutica) del maestro.

Ciertamente, permaneció la noción de escuela-calabozo, en el orden gramatical, en tanto los elementos que designaba: encierro, castigos físicos, no desaparecieron en las prácticas educativas. Sin embargo, fueron otras las expresiones metafóricas que predominaron en los discursos pedagógicos referidos a la función de la institución en el nuevo contexto histórico.

La base conceptual radicó en la filosofía del alemán Juan Federico Herbart (1776-1841), cuyas concepciones incidieron de manera notable en el movimiento de renovación pedagógica en Cuba y América Latina. Dos conceptos herbartianos sirvieron de soporte a la lógica discursiva en el contexto educativo de inicios del siglo XX: “la instrucción educadora” y la relación “gobierno” / “disciplina”. En ambos casos se sostenía la necesidad de fundar una escuela cubana basada en un régimen de “disciplina moral”, tal como constara en el primer

Introducción

El desplazamiento de las teorías marxistas y funcionalistas de la educación, en boga hasta finales de la década del 70 e inicios de los 80 del siglo pasado, por las corrientes constructivistas propias de la llamada nueva sociología de la educación, significó en el orden epistemológico el cambio en los modos de asumir la vida académica. A los criterios que concebían la existencia de una organización escolar externa, por encima de los individuos, “aconflictiva” por naturaleza, al mejor estilo parsoniano, y a los que la identificaban como mera reproductora de las relaciones de producción y dominación, se incorporaban otras perspectivas que tenían en cuenta los niveles de conciencia de los agentes implicados en la trama educativa y, como parte de ese análisis, las estrategias de comunicación fraguadas en las interacciones cotidianas del aula.

Los modelos de comunicación, en tanto actos de construcción de expresiones lingüísticas, evidencian el universo conceptual, así como las creencias y prácticas de quienes los crean y emplean. De ahí la importancia que el enfoque constructivistas otorga al estudio de las metáforas, devenido campo de análisis en el desentrañamiento de las lógicas que operan, tanto en la construcción discursiva desde las estructuras de poder, como en las relaciones interpersonales en las que existen apropiaciones y reinterpretaciones del recurso metafórico.[1]

La metáfora, como hecho semántico, supone que una palabra o expresión que tiene un sentido léxico pasa a tener un sentido figurado, o, dicho de otro modo, se emplea para denominar una realidad con un nombre que no es el suyo sino el correspondiente a otra situación diferente. La metáfora “pertenece al juego del lenguaje que gobierna la acción de dar un nombre”, plantea Paul Ricoeur, es una de las figuras que clasifican las variaciones del sentido en el empleo de las palabras.[2] En tanto tropo, no descubre la similitud, como advierte Umberto Eco, sino que la construye, al tiempo que engendra un mundo que es preciso develar con múltiples posibilidades de interpretación: “La interpretación metafórica trabaja sobre interpretantes, es decir sobre funciones sígnicas que describen el contenido de otras funciones sígnicas”.[3]

Las complejidades para el desciframiento de los signos metafóricos conducen a autores como Rosa Vázquez Recio, a la afirmación del carácter incompleto de la metáfora, como representación de la realidad, sin restarle importancia a su estudio: “Tampoco consideramos que sea la panacea explicativa de dichos fenómenos organizativos; sino solo una vía posible”. Y ampliaba su criterio con una propuesta interesante: “Tal vez la cuestión no radique en quedarnos con una sola metáfora sino configurar un mosaico metafórico con aquellas que nos permita visualizar satisfactoriamente el fenómeno organizativo”.[4]

En el orden metodológico, al excluirse la interpretación literal, queda solo aquella que permite el contexto del discurso al que pertenece la expresión metafórica. Más fácil de descifrar cuando se trata de escenarios educativos presentes, no así cuando la metáfora remite a contextos educativos, culturales e ideológicos pretéritos. ¿Cómo acceder a la configuración de ese mosaico metafórico en contextos históricos cambiantes y en marcos de culturas referenciales también diversos?

Para Eco, fuera de su universo conceptual, resulta difícil apreciar el valor y la significación de la metáfora como hecho semántico. “El criterio de legitimación lo puede dar solo el contexto general en que el enunciado aparece”.[5] Es decir, luego que una interpretación literal se autodestruye en la “contradicción significativa” que supone la expresión metafórica,[6] es el contexto el que permite descifrar el significado del mensaje: “El contexto del discurso, por tanto, no solo facilita el desciframiento del contenido metafórico sino que además se presenta como una exigencia y un requisito para comprender el sentido que el hablante le otorga con su utilización”.[7] La misma consideración de Alba Reina y Campos Carrasco cuando se refieren a la teoría searleana: “[…] nuestra comprensión del significado de una frase sería imposible sin un conjunto de conocimientos anteriores, que determinarían en qué contextos una frase determinada encuentra su enunciación apropiada”.[8]

Pero, además de tener en cuenta ese contexto, campo de experiencia privilegiado del historiador, el análisis tropológico, como afirma Eduardo de Bustos, permite acercarse al universo cognitivo y de creencias del productor del recurso lingüístico: “Muchas metáforas pueden resultar incomprensibles precisamente porque su captación requiere la reconstrucción no solo de las intenciones comunicativas del autor […], sino también de las creencias o el conocimiento de su autor”.[9]

He aquí otro de los retos del historiador de la educación para quien los principios de intertextualidad y de interacción contextual requieren de un conocimiento de los cambios de connotaciones de palabras y frases que justifiquen las posibles interpretaciones de las expresiones lingüísticas y simbólicas por una comunidad de hablantes. Bastaría esta razón para conferirle toda legitimidad al estudio de las construcciones metafóricas insertas en los discursos educativos y en el lenguaje cotidiano sobre “lo educativo”.

El historiador requiere conocer, en rigor, tanto las formas narrativas empleadas en el pasado por directivos, pedagogos, médicos, juristas, etc., y que delinean tipos de organización escolar diferentes, como también adentrarse en culturas institucionales y actores alejados de su tiempo, o, en término de H. White, distantes del entendimiento de la sociedad del lector proyectado.[10] Todo un engranaje que encierra múltiples estrategias narrativas procedentes de diversos centros de poder. M. Foucault recordaba al mariscal de Sajonia cuando planteaba: “No basta tener afición a la arquitectura. Hay que conocer el corte de las piedras”.[11] Un conocimiento que implicaba la racionalidad del acto de control y disciplina capaz de encauzar comportamientos, los más cotidianos y aparentemente imperceptibles, de acuerdo con lo establecido o normado.

Consciente de las complejidades de emprender el análisis discursivo de los fenómenos y procesos de la historia de la educación en Cuba, tema inexplorado por la historiografía cubana, me circunscribo en este artículo al acercamiento a algunas de las expresiones metafóricas empleadas para connotar el espacio-escuela y los controles escolares.

Escuela- Calabozo. Simbología del control físico

Las memorias, autobiografías e informes concernientes a las instituciones escolares monásticas en Cuba entre finales del siglo XVIII y la primera mitad de la centuria siguiente, solían identificar estos planteles con los calabozos, tanto por la concepción del encierro como por los métodos de castigos prevalecientes. La celda de los conventos, principales instancias de educación en la colonia hispana durante los primeros siglos coloniales, llevaba implícita en su denominación los principios de clausura y de aislamiento.

Las celdas, pabellones y aulas estaban ajustadas en lo arquitectónico a los requerimientos de la individualización y la soledad capaces de evitar los contagios morales. Mientras, la vigilancia y los castigos quedaban insertos dentro del conjunto de las técnicas que perfilaban la funcionalidad del encierro. En los colegios franciscanos, dedicados a la enseñanza elemental, el tradicional torneo o “concertación” entre bandos contendientes culminaba con la entrega de coronas imperiales a los vencedores y de grilletes a los perdedores. El ceremonial simbólico asociaba el destino del derrotado en la porfía con la reducción de su condición a la de esclavo y para ello acudía, en el orden de la cultura material y del universo simbólico, a los atributos más visibles y violentos del sistema esclavista: los grillos y el látigo.     

Un artículo del periódico La Alborada, en editorial publicado bien entrado el siglo XIX, informaba acerca de la violencia aplicada por los franciscanos para mantener la disciplina y “hacer entrar” los estudios en los conventos de Las Villas. La “corrección de los alumnos” y el control de la disciplina se basaban en la aplicación del principio, de construcción metafórica, “la letra con sangre entra”, pues “[…] el profesor traía y ostentaba diaria y constantemente una vara ó cuje con cuyos golpes castigaban toda especie de delitos, excepto de los muy graves. Para estos conservaban los reverendos padres una disciplina de 5 ramales, de cáñamo y alambre retorcido, que usaban con tal frecuencia, que a cada rato las había nuevas”.[12]

Esta identificación del acto transgresor escolar con la esclavitud prefiguró una narrativa relacional entre el espacio-escuela y el barracón, mucho más visible en las primeras décadas del siglo XIX, coincidente con la expansión de la plantación en el occidente de la Isla. Cuando en 1817, dos miembros de la SEAP sugirieron colocarle en el cuello de los escolares que se fugaban de la escuela el cartel de “Cimarrón”,[13] procuraban relacionar el acto de desobediencia con el nombre que se le atribuía al esclavo que, evadido de su amo, huía al monte. El empleo de una palabra que tenía en sí un significado propio para designar una realidad diferente, permitía incidir en las personas que compartían el mensaje metafórico en ámbitos escolares. No es que se asimilara literalmente al escolar que escapaba del predio escolar con el esclavo que abandonaba el barracón o la casa del amo, pero la construcción lingüística en este caso remite al lector a un escenario cultural donde el cimarronaje presentaba una connotación transgresora de las estructuras de poder vigentes.

La impronta de la violencia que implicaba la existencia de una sociedad esclavista desde finales del siglo XVIII incidía en otras áreas de los castigos físicos, como el empleo de látigos de diferentes espesuras y formas, parte de la cultura material concebida para el suplicio individual y la advertencia colectiva. La circulación del acto correctivo partía así desde el infractor (esclavo/alumno) hacia los potenciales transgresores que presenciaban el suplicio (dotaciones/alumnos). La efectividad de los castigos dependía de que fueran ritualizados y circulados entre todos los culpables posibles a manera de escarmiento; es decir la movilidad en espacios asignados previamente ritualizaba un ceremonial correctivo que tenía como objetivo la degradación moral del niño- “cimarrón” o el niño- “delincuente”. No bastaba con que el alumno sufriera la pena en solitario, debía siempre estar acompañado de un grupo de colegiales que gritaran su falta en presencia de la totalidad de la escuela.

El acto de fuga, en sí, prefiguraba la concepción del espacio escuela como lugar de encierro con diversas gradaciones, según la concepción del tipo de hombre que pretendía formarse. En los grandes colegios privados, el aislamiento se encontraba relacionado con el empleo del “internado”. La arquitectura escolar en esta dirección comprendía el otorgamiento de un significado aséptico al establecimiento, era la división natural con un mundo envilecido por las bajas pasiones; con una sociedad violenta que, de por sí, individualizaba y delimitaba sus espacios codificados según su funcionalidad: escuelas, cárceles, hospitales, conventos, cementerios, etc. 

Hacia el interior de las escuelas, públicas y privadas, se concibieron también los “cuartos de corrección”, instancias de reclusión que reforzaban el simbolismo de la escuela como cárcel. Por más que los reglamentos de orden insistían, por lo general, en la necesidad de que esos cuartos fueran “una pieza ventilada, clara, de modo que el niño sea muy visto, y nunca debe colocarse dos en una misma pieza”,[14] las condiciones imperantes en la práctica propiciaron que fuera comparado con los calabozos. Una de las víctimas de este correctivo fue el médico oftalmólogo Juan Santos Fernández. A la edad de 8 años el tío, importante empleado del ingenio de la localidad, ordenó su reclusión en la escuela por interceder violentamente en una riña entre sus primos: “[…] sufrí enormemente por la obscuridad y el aislamiento […] que a no vencer el sueño mataría a un niño amedrentado”.[15] Otro testigo, un escolar pinareño, relataba años después sus impresiones:

[…] en todas las escuelas había una habitación, closet, o rincón cerrado, lleno de insectos y roedores, oscuro y mal olientes, próximo siempre a la letrina, o excusado de negro, que eran los servicios que existían entonces […] y que se dedicaban a calabozo o lugar de reclusión para los díscolos y rebeldes […] este calabozo, que muchas veces utilizaba la familia del maestro como carbonera, cuarto de deshechos, etc., era el terror de la muchachada.[16]

Los cambios en la funcionalidad de los espacios escolares implicaban también definiciones en los procedimientos correctivos. Así, por ejemplo, la prohibición de salida los días de asueto, con la consecuente permanencia en los colegios, convertía el tradicional edificio escolar en lugar de aislamiento. Asimismo, el salón de clase podía transformarse en espacio de clausura, cuando en los horarios de recreos permanecían en el local los infractores del orden; el área de trabajo devenía entonces local penitenciario. La asimilación espacial con la cárcel prefiguraba toda una simbología que asociaba ambas instancias de encierro: “Los que no se enmendaren serán presos después de las horas de escuela, y con alguno de los castigos que antes se han expresado”.[17] En las memorias de Santos Fernández, al recordar sus primeras letras en el poblado de Alacranes, Matanzas, alrededor del año 1855, decía: “[…] deduzco que mi primera escuela fue como un castigo a un criminal, y en la que el maestro fungía de ejecutor”.[18]

Otras veces los castigos terminaban en la muerte, según consta en el expediente promovido al maestro Vicente González Valís, del Colegio Hispano, tras el suicidio del niño N. Farías. Según investigaciones del bibliógrafo Antonio Bachiller, pudo detectarse que el profesor del alumno fallecido, había cometido “dos delitos graves”, consistentes en: “[…] poner grillos a un hombre libre y haberle azotado hasta exponer su vida”.[19]

No en todos los casos el análisis del lenguaje remite a una innovación semántica que trasluzca un doble sentido intencional, al estilo de prisión-escuela, pero el empleo de una abundante simbología alrededor del castigo físico escolar en los marcos de una sociedad en extremo violenta infiere la existencia de conocimientos previos a escala social que permite la comprensión del sentido de cualquier enunciación que remita al “encierro” escolar.

Los testimonios que pudieran citarse al respecto son diversos. Entre ellos la confesión emotiva del intelectual cubano José Antonio Saco, cuando en su autobiografía, escrita poco antes de morir, recordaba los consejos de sus padres para que aprendiera a leer. El niño replicaba: “[…] no me mienten escuela, porque me muero” ¿A qué se debía semejante aversión por el colegio?, se preguntaba Saco, y él mismo respondía: “[…] creo que mi repugnancia no era a las letras, sino a la escuela en que ellas se enseñaban; pues yo sabía que allí a veces se azotaba a los niños, y no quería que conmigo se emplease semejante castigo”.[20]        

El empleo de la simbología propia del espacio escolar- calabozo y de las prácticas de castigos físicos se ajustaba también a las representaciones que de la infancia se tenía en la época, tal como se advierte en el vocabulario empleado para referirse a la anatomía del infante. Los partidarios del encierro y el látigo como instrumentos correctores aludían al “duro cuello o pescuezo” de los infractores como el lugar del cuerpo donde habrían de colgarse los humillantes carteles. Los contrarios a las prácticas punitivas, como el ilustrado obispo Díaz de Espada, apelaban a símiles que asociaban la capacidad moldeable de la conducta infantil con objetos dúctiles: “En la tierna edad de la niñez, como en la blanda cera, se reciben las primeras impresiones que se guardan […] de un modo indeleble en el corazón”.[21]  

En la medida que el desarrollo de la ciencia alcanzaba niveles acordes con el avance de la industria azucarera, la concepción del tipo de hombre que debía formarse bajo los preceptos de la filosofía moderna, sufrió cambios. Más que lacerar el cuerpo para salvar el alma, según los cánones escolásticos y los patrones formativos del “buen súbdito”, se trataba de preservarlo. 

Otra debía ser entonces la simbología correctiva presente en la escritura de los reglamentos de los colegios privados y las ordenanzas de las escuelas. Imposible abogar por la defensa de la constitución corporal del “tierno infante” sin alterar la concepción de la escuela-calabozo o lugar de encierro despiadado. El cuerpo era salvable, y, para lograrlo, las narrativas relacionadas con la corporalidad incorporaron otros elementos simbólicos asociados con la exactitud (relojes, timbres o campanas, horarios de clase), la vigilancia (mayordomos, celadores, prefectos, directores, maestros) y los controles (libros, cuadernos de registros, etc.). La protección mediante la vigilancia y el rigor en los controles físicos complejizaban el esquema conductual del maestro, en la medida que perdía los atributos funcionales del inflexible dómine y, en cambio, era adiestrado en las reglas o “ardides” para el control mediante el conocimiento.     

La escuela “en escena” o metáforas del preceptor

En la medida que las tendencias pedagógicas contrarias a los castigos físicos escolares ganaban espacio en el decurso del siglo XIX cubano, las construcciones metafóricas reorientaron sus vocaciones figurativas hacia la labor del maestro. La proscripción de las correcciones aflictivas se acompañaba de otros dispositivos de control físicos y del aporte de las ciencias médico-higienistas, en pleno desarrollo, al conocimiento de la anatomía infantil.

No se trataba por lo general de técnicas aisladas, sino que estaban integradas dentro de un sistema que buscaba la garantía de la precisión y continuidad en la sujeción de los escolares al circuito de los controles, estableciendo secuencias de causa-efecto en sus respectivas aplicaciones. Como parte del sistema habrían de cambiar también las premiaciones. A diferencia de la enseñanza conventual y de otras instituciones educativas laicas surgidas en la primera mitad del siglo XIX, las recompensas no consistían en las dignidades y los llamados “falsos imperios”, sino que se estipulaba el otorgamiento de medallas o el título de «Presidente», además de ocupar puestos de honor al frente y a la derecha del maestro.[22] El emplazamiento funcional quedaba asociado con la jerarquía, en la medida que se codificaba la valía del espacio disciplinario según la posición visible del alumno recompensado con respecto al preceptor o a su colocación en los libros y cuadros de honor.

Para lograr tales efectos en las regulaciones y controles escolares era indispensable concebir un tipo de maestro diferente al de “látigo y palmeta”, por aquel que pudiera ser “un evangelio vivo”.[23] No significa que la alusión carcelaria desapareciera del vocabulario, sino que la innovación semántica comenzaba a incorporar otras adjetivaciones empleadas para caracterizar al maestro paciente, consagrado, amoroso, ejemplar. Y entre los recursos más socorridos estaba el de asociar el laboreo magisterial con el mensaje bíblico. La asociación basada en la semejanza maestro/evangelio, fue empleada por el pedagogo José de la Luz y Caballero para reforzar de manera aforística otras similitudes más usuales en la época como la del “apostolado” y el “sacerdocio” de los docentes.

Quizá fuera Luz y Caballero el pedagogo que empleó el mayor número de construcciones metafóricas relacionadas con el maestro y la escuela durante la etapa colonial. Crítico profundo de los métodos escolásticos aplicados en la enseñanza y de las limitaciones de la escuela lancasteriana, se preocupó por la formación docente en lo que denominó la ciencia y el arte del magisterio. En sus escritos abogó por la instauración del método explicativo, adquirido durante su estancia en Europa y aplicado en sus colegios desde su llegada a Cuba, en 1831, hasta su muerte en 1861.

En Luz y Caballero abundan los artificios poéticos con los que estructura sus ideas científicas. En gran parte, tales recursos le sirvieron para armar sus informes demoledores contra todos los tradicionalismos y formas de ejercer el magisterio que no tuvieran en cuenta los métodos pedagógicos modernos. La escuela/calabozo debía transformarse en institución formadora, tal como lo hacía saber en sus Textos de lectura graduada: “¿A qué venís vosotros al colegio? ¿Venís por ventura a un lugar de penitencia o a un lugar de instrucción?” Y respondía: “Sin duda que venís a ser instruidos y no a ser mortificados”.[24]

Los castigos infantiles desde su óptica en modo alguno serían concebidos como penitencia tendiente a “mortificar”, sino como recurso correctivo y al mismo tiempo preventivo. En la lectura se aclaraba el sentido de las penas, ajeno al de las penitencias tradicionales: “[…] los muchachos de algunos años atrás eran menos felices que vosotros, porque se creía preciso azotarlo para manejarlos, pero ahora no se os trata como animales”.[25] Esa relación del castigo físico infantil con el trato a los animales era bastante usual en la época, del mismo modo que se empleaban expresiones como la de “domesticar al niño”. El propio Luz y Caballero, al referirse a la necesidad de que se mantuvieran las penas corporis aflictiva en las escuelas públicas donde matriculaban los hijos de familias pobres o “clase de los menesterosos”, empleaba como argumento la existencia en tales planteles de “criaturas indomables”.[26]

José de la Luz acude constantemente al símil y a la metáfora para resaltar, con acento poético, el mensaje que procuraba transmitirle a los maestros o directivos de las sociedades, casi siempre acompañado de una fina ironía: “[…] queremos maestros hábiles y teóricos profundos antes que eruditos indigestos y prácticos superficiales”.[27]

Es innegable que un maestro no puede ser un hombre/biblia o un hombre/indigesto, pero basta que la cultura de la época interpretara ambos términos referenciales para que fuera funcional la similitud y la nueva lógica se compartiera, en primera instancia, por la comunidad de intelectuales aglutinada en la SEAP, hacia la que iba dirigida el informe. El registro poético se incrementaba a través de una imagen indudablemente bella. Además de estar dotado de “paciencia imprescindible”, el verdadero preceptor debía saber “besar los bordes de la copa”.[28] La inferencia del objeto copa, aparece aquí identificado con el placer, el cual es amplificado con el acto del beso. Tomado al pie de la letra, el enunciado no resulta semánticamente absurdo, pero la interpretación de su sentido y valor en el contexto del discurso es polisémica y exige de la indispensable reflexión acerca de lo que quiso transmitir el autor.

A la capacidad de dominio del método explicativo, según Luz y Caballero, el docente estaría asistido de otras cualidades indispensables para el control del aula, entre ellas la de presentar un “golpe de vista seguro”.[29] Referirse a la exactitud y el dominio del maestro en el aula mediante gestos, sobre todo con la mirada, era frecuente en los documentos pedagógicos, sobre todo a partir de la tercera década del siglo XIX. En el Manual de las escuelas primarias, medianas y normales o guía completa de maestros y maestras, que circuló en Cuba en 1850,[30] se hacía referencia al valor de los gestos, miradas o “pantomimas” del maestro en señal de aprobación de determinadas actitudes positivas en sus alumnos, al tiempo que condenaba otras gestualidades acompañadas casi siempre de palabras “duras e insultantes”.

El escritor Suárez y Romero establecía la analogía entre tales procedimientos con el cáncer, una de las enfermedades con la que, junto a la gangrena, solía identificarse las irregularidades en el orden individual y social, sobre todo en las tres últimas décadas del siglo XIX en pleno reinado del positivismo: “El mal ha variado de rumbo; si no se escucha el ruido del azote ignominioso, hay otro cáncer en muchos de nuestros establecimientos de educación que corroe los impulsos nobles y hermosos de la niñez. Ese cáncer son las malas palabras […] de gran número de maestros”.[31]

El buen performance se imponía por encima de las gestualidades degradantes o “cancerosas”. La metáfora “golpe de vista” fue desarrollada por el pedagogo y maestro de finales de la centuria decimonónica, Manuel Valdés Rodríguez, quien, al advertir la importancia de que el buen docente fuera muy buen observador y excelente previsor, planteaba: “Debéis mirar a todos los lugares y a un solo lugar, a la vez […] A modo del actor que, al salir a escena, ve delante de sí a su público, vosotros debéis apreciar la totalidad de la clase”.[32] La visibilidad, por tanto, sería la principal premisa para la combinación calculada del resto de las reglas previsoras y el punto de partida con vista al control efectivo sobre los cuerpos.

En sus “Consejos a los maestros”, el profesor del Colegio de Hoyo y Junco retomaba la analogía con el arte de la actuación para subrayar la importancia de la proyección magisterial en el aula, el poder de la gestualidad y de la voz en el “escenario” escolar: “A veces necesitáis ser actor. Si habláis siempre en el mismo tono, no es extraño que se duerman los discípulos […] Subid o bajad la voz, extendedla o precipitarla. Una parada imprevista, una señal, una expresión en el rostro, bastan para llamar al orden, restablecer la calma, en un instante o dar a comprender a alguno que está distraído”.[33]

El liderazgo del maestro encontró en la escritura de Valdés Rodríguez otros enunciados susceptibles de una lectura metafórica: “Vigilad, vigilad. Sois el piloto, el timonel: lleváis la barca por un mar, pronto a turbarse […] Pero vigilad, sin que vuestros discípulos se aperciban de ello. Que presientan vuestra persona, vuestra mirada; que os adivinen, sin que vosotros pongáis empeño en demostraros”.[34] Nótese que se retoma la palabra “mirada” dentro de una frase que, concebida en su contexto discursivo, remite a la relación maestro/alumno durante el acto docente: el timonel (maestro), la barca (aula) y el mar pronto a turbarse (comportamiento de los alumnos).

 Bien como actor o timonel, el dominio del espacio-aula era clave en la prevención de conductas no deseadas. Valdés Rodríguez prefería una metáfora más tradicional, no por ello menos creativa, capaz de relacionar la escuela con el ejército. De ahí su referencia al mejor “emplazamiento” del maestro, a mayor altura mejor vigilancia y control sobre el alumnado, y, por consiguiente, más eficacia en el gobierno: “Elegid una posición estratégica. Elevad vuestro puesto, de modo que dominéis”.[35]

Entre los recursos literarios empleados por Luz y Caballero y los concebidos por Valdés Rodríguez para referirse a la institución escolar se asiste a la incorporación gradual de un conjunto de términos y conceptos propios de otras ramas de las ciencias, ya no solo de la fisiología y la higiene, sino también de la psicología. Las metáforas convencionales como las de “tierna alma” o “blanda cera”, que inferían la “moldeabilidad” de las conductas en las primeras edades, serán compartidas con otras construcciones lingüísticas. La pedagoga María Luisa Dolz, directora del colegio Isabel la Católica, inspirada en el introspeccionismo de Wilhelm Wundt, se inclinaba por el conocimiento del campo de las sensaciones tanto como el de los sentimientos, y argumentaba con un símil: “[…] el estado del niño es como el del hipnotizado, terreno propicio para todo”.[36]

El desarrollo y expansión de la psicología experimental, la psicología fisiológica y, sobre todo, la paidología o ciencia dedicada al estudio de la niñez a partir de la segunda mitad del siglo XIX, tributaron a la fundamentación teórica de un nuevo enfoque disciplinario. La “disciplina liberal” fue ajustada a los imperativos formadores del ciudadano de la república inaugurada en los albores del siglo XX y mantuvo su presencia, con sus diferentes variantes y matices, en el pensamiento pedagógico de la primera mitad de la centuria. Los cambios de contextos discursivos en el ámbito educativo permitirán aprehender también la intencionalidad en los sentidos de enunciación presentes en las expresiones metafóricas que aludían a la funcionalidad del maestro.

La ciudad escolar: metáforas para una “disciplina moral”

Tras concluido un proceso revolucionario donde los súbditos de la otrora metrópoli subvirtieron el orden colonial vigente,[37] los discursos disciplinarios en todos los ámbitos sociales, incluida la escuela, encauzaron y legitimaron sus normativas a través del ciudadano, figura jurídica a la que se le asignaba derechos, pero también deberes para con la nueva institucionalidad. Ya no se trataba de revolucionar las estructuras opresivas, sino de someter voluntades a la tarea histórica de crear un estado nacional. El imperativo alcanzaba ribetes más pronunciados si se tiene en cuenta que el presunto tránsito tenía lugar bajo la tutela de un gobierno extranjero, “calificador” de las conductas sociales y de las potencialidades políticas del cubano para el ejercicio de un gobierno propio.      

 En el ámbito educativo se reajustaban los argumentos sostenedores de la prohibición de los castigos corporales a las nuevas circunstancias. El sometimiento del escolar a los poderes del Estado, empezando por la propia escuela, debía alcanzarse no por medio de la férula u otros procedimientos violentos asociados con la herencia escolástica. En un país colonial como lo había sido Cuba existía una tradición de pensamiento partidaria de la abolición de los castigos corporales en las escuelas, en tanto reproductores del canon mental esclavista: el azote, los grillos, la reclusión, tipologías correctivas que tipificaban la concepción de la escuela-calabozo, eran procedimientos que conformaron la cotidianidad de la plantación. Con la abolición de la esclavitud, en 1886, y la posterior independencia de la Isla del colonialismo español, la pedagogía cubana comenzó a exaltar los atributos del hombre libre desde su más temprana edad, con todo lo que implicaba en la defensa de la corporalidad infantil.

Si durante el siglo XIX el reordenamiento del encierro, según las conductas infantiles, se efectuaba hacia el interior del recinto escolar, la concepción moderna de la reclusión concebía el aislamiento en los marcos de escenarios arquitectónicos diferentes. En el ámbito discursivo la escuela perdía su connotación presidiaria para asumirse como formadora del “buen ciudadano” de la república.   

La especialización de los emplazamientos permitió definir mejor los aislamientos y la vigilancia sobre las conductas menos deseadas. El espacio arquitectónico escolar habría de “purificarse” y, al afecto, era necesario reajustar la funcionalidad de los locales. Desde esa perspectiva, comenzó a estipularse que los encierros se efectuaran fuera de la institución educativa, a manera de reclusorios de infantes con problemas de conducta, tildados de “degenerados”.[38] Por ejemplo, el pedagogo Alejandro María López, empleaba un símil cuando asociaba a los escolares con naturaleza “deficiente” con los enfermos y, en tal sentido, advertía que el tipo de escuela que requerían esos infelices era equivalente a los hospitales. La “escuela-hospital” no quedaba incorporada al sistema de instrucción pública, sino que la escuela cubana moderna se depuraba de aquellos elementos disfuncionales: “El niño degenerado, atrasado, no puede, ni debe ser enviado a las Escuelas Públicas […] el degenerado es un enfermo contagioso”.[39]

La tesis del contagio y su relación con la selección biológica y el aislamiento anclaban en la retórica discursiva de pedagogos, médicos e higienistas. Si el ideal de la educación era, en metáfora de connotación temporal, “prepararle el camino al niño para la vida”, la selección, a partir de las diferencias, debía realizarse desde bien temprano. López expresaba: “Perdónesenos el avance, creemos que el mayor progreso que hoy podría realizarse sería el establecimiento de escuelas especiales para las capacidades de menos alcance. En último progreso podríamos hasta evitar los contagios”.[40]

La misma concepción sustentaba el maestro Pablo Díaz de Villegas, para quien “los escolares incorregibles por temperamento” merecían recluirse en escuelas disciplinarias, “para evitar no sólo el contagio del ejemplo, sino también que el profesor emplee el tiempo, que debe dedicar a la enseñanza, en luchar con semejantes desgraciados”.[41]

Aunque la tendencia fue a asumir una escritura antipenitenciaria y, sobre todo, un lenguaje que asociaba el castigo corporal en las escuelas a las inveteradas prácticas esclavistas, algunos autores validaron la continuidad de las penitencias y acogieron los presupuestos del influyente psicólogo Granville Stanley Hall.[42] Según el fundador del Laboratorio de Psicología en Baltimore, no era recomendable la supresión total de los correctivos físicos. El maestro cubano Antonio García Álvarez citaba al profesional estadounidense cuando se refería a las bondades de los castigos corporales mediante el empleo de una de las metáforas más debatidas entre la intelectualidad: “Es una cirugía moral aplicada a la voluntad apartada del buen camino y pervertida […] La vara puede llevar a cabo un asombroso cambio en la juventud endurecida”.[43]

La metáfora “cirugía moral”, de rancio sabor positivista, era de uso convencional entre las generaciones de científicos cubanos reunidos en los principales cónclaves y congregaciones académicas en Cuba desde la segunda mitad del siglo XIX. No obstante, Stanley Hall la incorporaba dentro de una elaboración metafórica creativa aplicada a un pretendido “endurecimiento” juvenil, contrario a las expresiones alegóricas a la laxitud o flacidez del alma infantil.

El empleo de la “cirugía” y de otras metáforas alusivas al tradicionalismo correctivo fue bien acogido en ensayos, artículos pedagógicos y textos literarios de autores defensores de la pervivencia de los castigos físicos. Ahora bien, las posibilidades de desciframiento del recurso metafórico no se limitaban a la visión dominante de quienes compartían los discursos de poder, el logos de los agentes educativos implicados en tramas de complicidades, sino que también, con sus variantes, la sociedad metabolizaba los procedimientos discursivos encubiertos y construían los suyos propios: “meter en cintura”, “mano de hierro”, “pellizco de gavilán”, “abrir las entendederas”, “atizar candela”, “domadores”, todas ellas para referirse a la labor disciplinaria (terapéutica) del maestro.

Ciertamente, permaneció la noción de escuela-calabozo, en el orden gramatical, en tanto los elementos que designaba: encierro, castigos físicos, no desaparecieron en las prácticas educativas. Sin embargo, fueron otras las expresiones metafóricas que predominaron en los discursos pedagógicos referidos a la función de la institución en el nuevo contexto histórico.

La base conceptual radicó en la filosofía del alemán Juan Federico Herbart (1776-1841), cuyas concepciones incidieron de manera notable en el movimiento de renovación pedagógica en Cuba y América Latina. Dos conceptos herbartianos sirvieron de soporte a la lógica discursiva en el contexto educativo de inicios del siglo XX: “la instrucción educadora” y la relación “gobierno” / “disciplina”. En ambos casos se sostenía la necesidad de fundar una escuela cubana basada en un régimen de “disciplina moral”, tal como constara en el primer Manual o Guía para los exámenes de los maestros cubanos (1902) y que el pedagogo Alfredo Miguel Aguayo, uno de sus autores, desarrolló en su Curso de Pedagogía de 1905: “La escuela herbartiana ha establecido una distinción muy clara entre el gobierno y la disciplina de la escuela. Gobierno –dice- es el sostenimiento inmediato del orden exterior por medio de la autoridad. Disciplina es la educación moral, en cuanto obra sobre el corazón y a voluntad del niño”.[44]   

En ese contexto puede entenderse la prioridad de la educación moral para los intelectuales y pedagogos cubanos de avanzada y, por consiguiente, la adaptación crítica que hicieran de la filosofía positivista a la realidad concreta del país. Se trataba de formar a un hombre “libre” y amante del orden, pero también a un ciudadano “bueno”. Alejandro M. López en sus Medios pedagógicos externos de 1899, así lo expresaba apelando a la sinonimia: “No queremos hacer del hombre un buen animal [a la mejor manera de Herbert Spencer] No, sino un buen hombre; o, mejor dicho, un hombre bueno. Tampoco esto: sino un hombre mejor”.[45]

Para describir las condiciones del maestro, inserto por primera vez en un sistema de instrucción pública y llamado a formar al “ciudadano bueno” del país, se acudieron a registros metafóricos diversos. Algunos, como continuidad de elaboraciones semiológicas anteriores, como la que asimilaba la escuela al ejército y al maestro como estratega, ampliamente empleada por Valdés Rodríguez. El citado manual de 1902, retomaba esa creencia y práctica educativas apelando a los criterios del pedagogo estadounidense Francis W. Parker, cuando alertaba a los docentes sobre el instinto de dominación de sus alumnos: “Os estudian, somos soldados a una fortaleza que tratan de atacar. Si hallan un punto débil, indicado por vuestros movimientos, actitud o expresión, os asaltarán por allí…”  

Para llegar a dominar al “débil niño” y no ser víctima de sus ataques, Aguayo llamaba a conocerlos y de ahí que incorporara la expresión del “maestro sugestionador”, muy a tono con el desarrollo de la psicología en el universo académico: “Para dominar completamente a los niños es necesario estudiarlos y conocerlos”, sin desestimar los dispositivos de control físico tendientes a homogenizar movimientos y al consecuente control de las conductas, todo  un sistema que hubo de institucionalizarse en los años siguientes con el nombre de “tácticas escolares”.

Menos empleo tuvieron las metáforas alegóricas a la religión, entendible en un contexto de intensos debates, sobre todo tras la institucionalización del laicismo escolar. No obstante, metáforas tradicionales como templo y sacerdocio mantuvieron su presencia. Otras veces se emplearon como recurso irónico, como cuando el superintendente interino de Escuelas, Alejandro María López, exhortó a la fundación de bibliotecas provinciales para la formación de los maestros: “Poco habríamos ganado si de todas las partes de la Isla fuera necesario recurrir para recibir el bautismo de la Religión de las escuelas, haciendo de la Habana, la Ciudad Sagrada.”[46]

Expresiones como “ciudadanos templados en el crisol del civismo”, el maestro “espejo del civismo”, “la instrucción educadora como alimento del carácter moral”, “atmósfera de orden y moralidad”, “templo de civismo y de culto a la patria”, el autogobierno escolar o régimen de disciplina liberal, calificarán a la nueva escuela que procuraba formarse, con rasgos que trascendían la añeja visión carcelaria y enriquecían las imágenes sobre el maestro y el resto de los agentes educativos, incluida la familia, cuyo acercamiento a las labores de la escuela fue significada por un articulista de la revista Cuba Pedagógica como “ruptura de la muralla de hielo”. [47]

Todas esas visiones de la escuela estarán presentes en la fundamentación del Manual o Guía para maestro de 1902 al referirse a la importancia del modelo cívico de ciudades o repúblicas escolares originado en Estados Unidos: “El profesor puede establecer una disciplina liberal que haga a los niños responsable de sus propios actos, habituándolos a gobernarse por sí mismos y a interesarse por el tono moral de la escuela. Puede conseguirse con el establecimiento de las ciudades escolares, según el sistema de Mr. Wilson L. Gill”.[48]

El modelo de Ciudades Escolares era en sí un símil de la institucionalidad republicana y del ejercicio de la democracia ciudadana. La “ciudad” formaba un cuerpo político con la representación de los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, en armonía siempre con las leyes del “territorio” (edificio escolar) y sujeto a la aprobación del Jefe del Establecimiento o director, responsable ante el “Gobierno” del orden y buen funcionamiento de la escuela a su cargo. La ciudad tenía el derecho de postular a los “ciudadanos” (alumnos) que ejercerían los cargos públicos, así como de elegirlos para ser funcionarios de su gobierno.

La normativa del modelo, aplicado en la Isla desde la primera ocupación militar, prefiguraba la instrumentación de un recurso en el que la libertad del alumno habría de alcanzar su máxima expresión. Entre los objetivos de la “Constitución” de las Ciudades o Repúblicas, se encontraba el siguiente: “Evitar con nuestra conducta, que los instructores se vean en la necesidad de ejercer vigilancia a fin de que puedan consagrar su atención y su tiempo a la obra que les está encomendada y puedan dar a sus discípulos los elementos para alcanzar el mayor grado de cultura y de elevación moral”.[49] El “Juramento del joven ciudadano” sellaba el compromiso del escolar con los poderes institucionales de su pequeña república: “Acepto como míos los principios de ciudadanía contenidos en la Carta Municipal de la Ciudad Escolar y trataré de hacer todo lo posible por vivir día por día conforme con ellos”.[50]

El experimento partía, por tanto, de un efecto de simulación. El niño-adulto, inmerso en su ejercicio ciudadano, debía interiorizar determinados patrones de conductas que supuestamente le privarían de la vigilancia de sus superiores.

Sin dudas, se trataba de un modelo cívico complejo, reducido en su aplicación, pero muy eficaz en su concepción disciplinaria preventiva. La construcción de estereotipos del autogobierno infantil y de la autodisciplina escolar, desplazaba la antiquísima noción de la infancia “inocente” y colocaba las expresiones lingüísticas y simbólicas dentro de un universo conceptual tendiente a organizar y relacionar la idea de la escuela cubana en su doble carácter de instructora y educadora del carácter moral del futuro ciudadano de la república, único modo de llegar a la “disciplina moral”, concebida como la más sofisticada y la única capaz de sustituir de manera efectiva el vetusto ejercicio del “gobierno” imperante en las escuelas-calabozos.

Conclusiones

Los debates suscitados alrededor de la pertinencia de los castigos físicos escolares a partir de finales del siglo XVIIII encontraron en la relación diferencial entre lo literal y lo metafórico, un amplio campo de instrumental discursivo en el que se enfrentaban, en ruda porfía, no solo expresiones de alto valores estéticos y literarios, sino también diferentes modos de asumir y definir los dispositivos disciplinarios, las relaciones de dominación en ámbitos educativos y las diversas representaciones que sobre la infancia se tenían en la época.

La concepción de escuela-calabozo sustentó un pensamiento y una práctica encubiertos en una trama de simbologías de encierros y castigos corporales asociada, tanto al régimen carcelario y conventual, como al sistema esclavista desplegado con fuerza en el occidente de Cuba en las primeras décadas del siglo XIX: celdas, azote, férula, látigo, cimarronaje, etc.

La convergencia y posterior desplazamiento de las tendencias favorables a la violencia correctora física en las instituciones escolares, sobre todo en las de carácter público, por las partidarias de otros dispositivos de control basados en la vigilancia y en técnicas de poder más refinadas y sofisticadas, estuvieron asistidos por la elaboración, con grado de creatividad variable, de expresiones metafóricas, con ideas o sistemas de ideas orientados a significar la labor del maestro y de la institución escolar en contextos educativos marcados por el ascenso de la violencia e indisciplina sociales. Entre la tercera década del siglo XIX, sobre todo con el magisterio de José de la Luz y Caballero, el discurso educativo buscará otros universos referenciales para designar las cualidades del buen preceptor: actor, timonel, piloto, estratega, etc.

Las representaciones y la construcción de las imágenes sobre la escuela cubana a partir de las concepciones correctivas predominantes: violenta y preventiva, prefijaron definiciones que, lejos de desaparecer, se anclaron, tanto en el vocabulario compartido por la comunidad científica de pedagogos, médicos, fisiólogos, higienistas, juristas, y otros especialistas relacionados con la educación, como en el imaginario popular.

El cese del dominio colonial español y la emergencia del estado nacional cubano a inicios del siglo XX, condicionaron nuevas formas de asumir y explicar la funcionalidad de la escuela y del maestro, por primera vez insertos dentro de un sistema de instrucción pública. En el orden semántico, se partió de los conceptos herbartianos de “gobierno” y “disciplina”. El primero se encubrió bajo la denominación de “autogobierno”, restándole el sentido autoritario y jerárquico de la escuela-calabozo, al tiempo que se potenció el de “disciplina moral”, forma más acabada de control presentada por pedagogos y psicólogos como “autocontrol”. En la necesidad de resaltar esa idea, se emplearon tanto palabras o expresiones de significado léxico como construcciones metafóricas asociadas a la nueva escuela: “luz de la moral”, “voz del deber”, “edificio cívico”, “templo de civismo”, “ciudad o república escolar”, etc. La formación del futuro ciudadano de la joven república requería de otros atributos y referentes simbólicos diferentes a los asociados al pasado colonial y a la herencia del vasallo o súbdito.         

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NOTAS

* Yoel Cordoví Núñez. Doctor en Historia. Instituto de Historia de Cuba. Nació el 1 de diciembre de 1971 en Güines, en la actual provincia Mayabeque. Cursó sus primeros estudios en su pueblo natal y posteriormente en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas Vladimir Ilich Lenin, de la provincia La Habana.
Cursó estudios de Licenciatura en Historia en la Universidad de La Habana, donde se graduó de licenciado en 1994. Cursó Maestría en Estudios Interdisciplinarios sobre América Latina, el Caribe y Cuba, obteniendo el título académico de Máster.
Alcanzó el grado científico de Doctor en Ciencias Históricas en la Universidad de La Habana en 2007 y de Doctor en Ciencias Pedagógicas en el Instituto Central de Ciencias Pedagógicas en 2019.
Imparte docencia en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales Raúl Roa García (ISRI) desde el 2003. Ha impartido cursos y conferencias en universidades y centros de investigación de México, España y Costa Rica.

[1] Aunque la metáfora ha constituido un motivo permanente de reflexión teórica, la importancia que ha adquirido en las últimas décadas desborda los límites disciplinares para introducirse en materias tales como la psicología, la sociología, la antropología, la teoría de la ciencia e incluso la inteligencia artificial. Para un enfoque de la metáfora desde la filosofía de la ciencia puede verse Eduardo de Bustos Guadaño: La metáfora. Ensayos transdisciplinares, FCE, Madrid, 2000. Tomado de http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/bustos3.pdf. Consultado el 25 de marzo de 2015.

[2] Paul Ricoeur: Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, Siglo XXI editores, México, 2006 (1ra. ed. 1976), p. 60.

[3] Umberto Eco: Los límites de la interpretación, Editorial Lumen, Barcelona, 1992, p. 170.

[4] Rosa Vázquez Recio: “Las metáforas: una vía posible para comprender y explicar las organizaciones escolares y la dirección de centros”, en Revista Electrónica Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, Vol. 5, No. 3, 2007, http://www.redalyc.org/pdf/551/55130511.pdf

[5] Umberto Eco: Ob. cit, p. 170.

[6] Según Paul Ricoeur, es ese proceso de autodestrucción o transformación “el que impone una especie de giro a las palabras, una extensión del significado, gracias a la cual podemos comprender cuándo una interpretación sería literalmente disparatada”.  P. Ricoeur: Ob. Cit., p. 63.

[7] Eduardo de Bustos Guadaño: La metáfora. Ensayos transdisciplinares, FCE, Madrid, 2000.

[8] Ma. José Alba Reina y Nuria Campos Carrasco: “El lugar de la metáfora en la teoría de los actos del habla: Searle”, en Pragmalingüística, Universidad de Cádiz, No. 10-11, 2002-2003. Véase también de Fernando Bárcena: La experiencia reflexiva en educación, Paidós, Barcelona, 2005.

[9] Ídem.

[10] Hayden White: “Respuestas a las cuatro preguntas del profesor Chartier”, en Historia y Grafía, UIA, no. 4, 1995, pp. 317- 329.

[11] Michel Foucault: Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión, siglo XXI editores, México, 1993.

[12] La Alborada, Las Villas, 5 de abril, 1856, pp. 1-2.

[13] Justo Vélez y Vicente María Rodrigo: “Plan de enseñanza para aplicar en las escuelas creadas por el método Lancaster”, en Memorias de la Sociedad Económica de Amigos del País, 31 de octubre de 1817, p. 350.

[14] Reglamento disciplinario y de orden para el mejor gobierno de las escuelas y colegios de esta capital y su provincia, Imprenta de la Real Sociedad Económica, Santiago de Cuba, 1848, p. 19.

[15] Juan Santos Fernández: Recuerdos de mi vida, t. I, Imp. Lloredo y Co., La Habana, 1918, p. 31.

[16] José F. Martínez Díaz: Historia de la educación pública en Cuba. Desde el descubrimiento hasta nuestros días y causas de su fracaso, Imprenta La Casa Villaba, Pinar del Río, 1943, p. 72.

[17] Justo Vélez y Vicente María Rodrigo: “Plan de enseñanza para aplicar en las escuelas creadas por el método Lancaster”, en Memorias de la Sociedad Económica de Amigos del País, 31 de octubre de 1817, p. 357.

[18] Juan Santos Fernández: Recuerdos de mi vida, Imp. Lloredo y Co., La Habana, 1918, t. I, p. 22.

[19] Antonio Bachiller y Morales: “Informe sobre la diligencia que se promovieron sobre el acontecimiento de haberse arrojado del balcón del Colegio Hispano un niño a cargo del profesor Vicente González Valís”, La Habana, 7 de noviembre de 1841.

[20] “Vida de José Antonio Saco”, en José Antonio Saco. Obras, Vol. I, Ediciones Imagen Contemporánea, La Habana, 2001, p. 105.

[21] El Obispo Espada. Memoria reservada sobre diezmos, Biblioteca Nacional José Martí, Sala Cubana, Colección Manuscrito, Morales, t. V., p. 14.

[22] Hortensia Pichardo: Biografía del Colegio de San Cristóbal de la Habana, Editorial Academia, La Habana, 1979

[23] José de la Luz y Caballero: Aforismos y apuntaciones, Editorial de la Universidad de la Habana, La Habana, 1945, p. 359.

[24] “Amor y obediencia a los preceptores”, en Textos de lectura graduada para ejercitar el método explicativo, en José de la Luz y Caballero: Escritos educativos, edit. Cit., pp. 51-52.

[25] Ibídem, p. 54.

[26] Ibídem, p. 175.

[27] José de la Luz y Caballero: “Informe sobre la Escuela Náutica”, 11 de diciembre de 1833, en Ibídem., p. 382.

[28] Ibídem, p. 381.

[29] Ibídem., pp. 184-187.

[30] Nuevo manual de las escuelas primarias, medianas y normales o guía completa de maestros y maestras (traducido por Antonio García Domínguez), Imp. del Gobierno y Capitanía General, La Habana, 1850.

[31] Anselmo Suárez y Romero: “Malas palabras”, en Colección de artículos, Establecimiento Tipográfico La Antilla, La Habana, 1859, pp. 7-8.

[32] Manuel Valdés Rodríguez: “El maestro”, en El maestro y la educación popular, Publicaciones del Ministerio de Educación, La Habana, 1950, p. 41.

[33] Manuel Valdés Rodríguez: “Consejo a los maestros”, en El maestro y la educación popular, p. 66.

[34] Ibídem, p. 70.

[35] Ibídem., p. 42.

[36] Ídem.

[37] El 10 de diciembre de 1898, se firmó el Tratado de París que puso fin al dominio colonial español en Cuba y en virtud del cual la ex colonia antillana pasó a ser ocupada militarmente por Estados Unidos. La ocupación se extendió desde el 1 de enero de 1899 hasta el 20 de mayo de 1902, fecha en que se instauró la república de Cuba.

[38] Las teorías acerca de la influencia de la degeneración en el desarrollo de las sociedades aparecieron en Francia a mediados del siglo XIX y fueron formuladas por Bénedickt A. Morel, médico en un asilo de alienados de una ciudad de provincia. Los degeneracionistas consideraron que las enfermedades mentales eran incurables, aumentaban exponencialmente y solo podían ser controladas mediante medidas preventivas. Las tendencias a la criminalidad y otros fenómenos relacionados con la marginalidad urbana de finales del siglo XIX fueron también vistas como efectos o causas de un proceso de degeneración con carácter hereditario. Véase Beatriz Urías Horcasitas: “Locura y criminalidad: degeneracionismo e higiene mental en México posrevolucionario 1920-1940”, en De normas y transgresiones, enfermedad y crimen en América Latina (1850-1920) (C. Agostini y E. Speckman, coord.), México, UNAM-IIH, 2005, p. 350. 

[39] Cándido Hoyo: “Reformatorios agrícolas provinciales para niños”, Santiago de Cuba, 15 de abril de 1906, en La Instrucción Primaria, 25 de abril de 1906, p. 594.

[40] Alfredo María López: “Pedagogía cubana”, en La Escuela Moderna, La Habana, 15 de mayo de 1899, p. 2.

[41] Pablo Díaz de Villegas: “La educación”, en La Instrucción Primaria, La Habana, 25 de agosto de 1904.

[42] Granville Stanley Hall (Massachusetts, 1846-1924) Influenciado por los científicos alemanes Wundt y Fechner, estudia psicología fisiológica, histología y psicología experimental en Leipzig, Alemania. En 1882, funda en Estados Unidos el primer laboratorio de psicología en el continente, donde estudiarán sus renombrados discípulos John Dewey y Burnham. Ejerce en la universidad de Johns Hopkins como profesor de psicología y pedagogía. En 1887 funda la revista The American Journal of Psychology y dos años después toma posesión de su cargo de presidente de la Universidad de Clark, durante muchos años la más importante de las fuerzas directrices del progreso pedagógico en Estados Unidos.

[43] Antolín García Álvarez: “El problema de la disciplina escolar en las escuelas primarias”, en Revista de la Facultad de Letras y Ciencias, Vol. XVII, Imprenta El Siglo XX, La Habana, 1913, p. 122.

[44] Alfredo M. Aguayo: Curso de Pedagogía, Librería e Imprenta La Moderna Poesía, La Habana, 1905, p. 301.

[45] José M. López: Medios pedagógicos externos, Imprenta La Moderna Poesía, La Habana, 1899, p. 28.

[46] Alejandro María López: “Disposiciones Oficiales”, 14 de marzo de 1901, en La Escuela Moderna, La Habana, 15 de marzo de 1901, p. 46.

[47] “La Escuela de verano de Cárdenas”, en Cuba Pedagógica, La Habana, 25 de agosto de 1905, (s/f).

[48] Manual o Guía para los exámenes de los maestros cubanos, t. III, Imprenta, Librería y Papelería La Moderna Poesía, La Habana, 1902, p. 278.

[49] Cuartel General, Departamento de Cuba: “Carta Municipal de la Ciudad Escolar”, La Habana, 1 de abril de 1901, en Oficina del Comisionado de Escuelas Públicas: Memoria sobre las escuelas públicas de la Isla de Cuba. Comprendiendo el período desde septiembre a diciembre de 1900, pp. 3-4.

[50] “Advertencia a los maestros y ciudadanos de la Ciudad Escolar”, Apéndice a la Carta Municipal de la Ciudad Escolar, La Habana, 1 de abril de 1901, en Oficina del Comisionado de Escuelas Públicas: Memoria sobre las escuelas públicas de la Isla de Cuba. Comprendiendo el período desde septiembre a diciembre de 1900, p. 18.


Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº 13/14. Marzo 2019 – Diciembre 2022

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