El Consenso de Cartagena. Deuda externa y “dependencia” en la política exterior argentina

Raúl AlfonsínCarolina Crisorio *

Resumen

El endeudamiento de América Latina y el Caribe se acrecentó en los setenta y ochenta, a medida que llegaron los flujos de créditos «blandos» hacia la región. Este proceso en muchos casos fue acompañado de gobiernos dictatoriales. En el caso argentino, el gobierno de Ricardo Alfonsin propuso en la reunión realizada en Cartagena, Colombia, que los países latinoamericanos se unieran para enfrentar las extremas exigencias de las organizaciones económicas y financieras internacionales medida que fue apoyada en el llamado Consenso de Cartagena. Sin embargo en estas reuniones de 1984 y 1985 no se consiguió que este grupo de países negociaran su deuda en forma conjunta.     

 

I. INTRODUCCIÓN**

 


En el presente trabajo se analizará el proceso histórico que condicionó la  política exterior del presidente Ricardo Alfonsín. Se pondrá especial atención a las propuestas de la primera etapa de su mandato, cuando se apuntó a flexibilizar el tema del endeudamiento externo y de crear un bloque de países deudores que pudieran negociar en mejores condiciones frente a las grandes instituciones financieras internacionales y a los grandes países industrializados. El Consenso de Cartagena fue una iniciativa en ese sentido que no prosperó porque tanto la Argentina como otros países latinoamericanos estaban muy condicionados y tenían poco margen de maniobra.

 

 

Para comprender el caso argentino no sólo es necesario tener presente el contexto internacional de los años previos en el marco de la Guerra Fría, sino también es fundamental tener en cuenta el contexto regional latinoamericano, como también el proceso histórico, económico y político argentino que desembocó en el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, dando lugar a una dictadura de características únicas en la historia de este país por su capacidad represiva a partir de la instauración del terrorismo de Estado.

 

 

En ese sentido, hay que recordar que, merced a la acción de las fuerzas armadas, ciertos sectores sociales resultaron altamente beneficiados, dejando como saldo un país mucho más endeudado y dependiente. No sólo conviene entonces prestar atención a la división interna de las fuerzas armadas, que de manera espuria tomaron el poder, sino también es necesario tomar en cuenta el juego de intereses en el seno los sectores dominantes: el tradicional sector agroexportador pampeano y del litoral vinculados a los oligopolios agroexportadores, los grupos económicos que se consolidaron en ese período y el sector bancario y financiero. Estos, si bien a veces tuvieron posiciones encontradas, terminaron estableciendo una alianza que operó fuertemente vinculada al capital extranjero y local intermediario.  La consecuencia de esto fue el fortalecimiento de estos sectores en detrimento de la mayoría de la población y la profundización del endeudamiento externo, de la mano de políticas económicas neoliberales y con una política internacional que, como veremos, dejó como saldo una imagen muy negativa de la Argentina.

 

 

Todos estos factores transformaron las moderadas promesas reformistas, amparadas en un discurso de refundación democrática, del gobierno de Raúl Alfonsín, en una transición  a la democracia débil y muy condicionada que terminó abrazando el “posibilismo” y la marcha atrás en muchos de sus primeros audaces pasos. El caso del Consenso de Cartagena a principios de su gobierno es uno de estos capítulos de “buenas intensiones” que quedaron en el camino. A veinticinco años del restablecimiento de la democracia argentina, es necesario retomar el debate de lo ocurrido en este último cuarto de siglo, dado que, si bien se han producido avances en el plano económico, socio-cultural y político, aún queda una larga lista de cuestiones pendientes que tanto la Argentina como América Latina deben resolver. Por supuesto que la cantidad de temas irresueltos dependerá de manera inequívoca del ideal que se busque alcanzar.

 

 

 

 

II. LA DÉCADA DEL SETENTA

 

II.1. El contexto internacional

 

 

Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la década de 1970 fue uno de los momentos más candentes en el enfrentamiento entre Estados Unidos y la ex Unión Soviética.  La superpotencia nuclear occidental se sentía amenazada y debilitada en varios frentes. Desde el punto de vista económico, EEUU descubrió que ya no era un líder único e indiscutido. Además de su antagonista, representado por la URSS y el bloque oriental, reaparecían como importantes actores Europa Occidental y Japón. Esta recuperación de posguerra se debió principalmente a que la economía mixta y el Estado de Bienestar habían vuelto a poner en buenas condiciones no sólo a los aliados de la Segunda Guerra Mundial, sino también a los antiguos enemigos: la República Federal Alemana, Italia y Japón. En efecto, merced a la preocupación de frenar la expansión del comunismo, recibieron la ayuda económica y la “asistencia” militar a través del Plan Marshall. Recordemos, además que a estos tres últimos no se les permitió por mucho tiempo tener un ejército propio, lo cual  alivianó su propio gasto militar, aunque colaboraron en la manutención de las bases militares estadounidenses instaladas en sus territorios. En otras palabras, hacia fines de los sesenta puede comenzar a constatarse esta “trilateral” económica dentro del campo de los países capitalistas más industrializados donde, junto a EEUU, se destacaban Europa Occidental, encabezada por Alemania, y la región del Pacífico, con Japón como líder.

 

 

Por otra parte, las políticas expansivas inspiradas en el keynesianismo – papel activo del Estado a través de empresas estatales, como mediador en los conflictos entre la patronal y los trabajadores, las políticas emisionistas, etc. – generaron una disparada inflacionaria que comenzó a ser puesta en tela de juicio, principalmente por el empresariado, que quería aumentar su tasa de beneficio.

 

 

A esto se sumaron otros problemas generados por la propia Guerra Fría, como la competencia espacial o los enfrentamientos en distintos escenarios mundiales. El caso más negativo para Washington fue la guerra de Vietnam, que le trajo una oposición interna cada vez más importante.

 

 

El ascenso de Richard Nixon como presidente abrió un nuevo capítulo, dado que reconoció la existencia de estas y otras dificultades de la economía estadounidense y de su papel como superpotencia. Por ello, en 1971 devaluó el dólar, dando lugar a la reacción de los países productores de petróleo, que en 1973 elevaron el precio internacional del barril, y generando un reacomodamiento de los precios de materias primas frente a la baja de los precios de los productos de origen industrial. Pero esta disparada de los precios no generó una expansión de la economía, sino que esta última se mantuvo estancada: la llamada estanflación de los años setenta, que desembocó no sólo en el cuestionamiento del Estado de Bienestar, sino en el impulso de un nuevo paradigma: el neoliberal. Asimismo, para algunos investigadores, esta crisis puso en cuestión también el taylorismo-fordismo, dando lugar a una cantidad de búsquedas y cambios en la organización de la producción y del trabajo en los principales países industrializados. De estos replanteos, el que más resonancias tuvo fue el toyotismo u ohnismo.

 

 

Paralelamente, en el plano de la política exterior el presidente Nixon, convencido de que habría una nueva gran guerra mundial, decidió aprovechar las crecientes tensiones entre la URSS y la República Popular China para separar aún más a estos dos importantes actores del campo no capitalista. Por ello, declarando “el fin de las fronteras ideológicas”, visitó China –la más débil de las dos en ese momento –, buscando minar el poder soviético. Esto generó un recrudecimiento global de la Guerra Fría, que se manifestó claramente en los países del Tercer Mundo. En el caso de América Latina y el Caribe, durante los años setenta en la mayoría de los países, las fuerzas armadas, inspiradas en la Doctrina de la Seguridad Nacional, condicionaron a débiles gobiernos democráticos o los derrocaron ante “el peligro del avance del comunismo” y, como veremos, la Argentina no fue una excepción. Entonces, en muchos de nuestros países aparecieron las opciones armadas para la toma del poder político a través de organizaciones de guerrilla rural o urbana. Estos movimientos tenían una gran diversidad ideológica vinculada al proceso histórico de cada país y a los procesos externos que proponían diferentes vías a seguir para lograr cambios sociales. Podían deberse a múltiples causas, como la restricción del acceso al poder de algunos partidos políticos – en el caso argentino, por ejemplo, el peronismo estaba proscrito desde 1955 -. Del mismo modo, podían estar inspirados en los “movimientos de liberación nacional”, como Argelia o Vietnam, o bien estar  motivados por la  experiencia cubana o el Mayo Francés. También dentro del catolicismo aparecieron movimientos en América Latina, como la Teología de la Liberación y los sacerdotes del Tercer Mundo, que apuntaban contra la desigualdad social. No es posible desarrollar todos estos temas, pero sí es necesario tener en cuenta la efervescencia de este período en el que, para muchos, “la revolución estaba a la vuelta de esquina” y, merced al voluntarismo, pronto se lograrían cambios profundos que permitirían a los países latinoamericanos alcanzar, como diríamos hoy, una economía autosustentada, una mayor equidad social, con el consecuente mejoramiento del nivel de vida y un aumento de la participación y compromiso político de las grandes masas olvidadas, marginadas y/o silenciadas.

 

 

II.2. La Argentina en los años setenta

 

Uno de los principales problemas políticos del país desde el derrocamiento del gobierno de Juan Domingo Perón (1946/1952; 1952/1955) por la mal autodenomina “Revolución Libertadora” es que, como éste había dejado huellas de tal magnitud en la sociedad argentina, generaron casi dos décadas de exilio del ex presidente, con la imposibilidad de que él mismo o sus seguidores se presentaran a elecciones a nivel provincial o nacional. Por ello, hasta su regreso a la primera magistratura en 1973, se puede mencionar la alternancia de débiles gobiernos civiles y sucesivos alzamientos militares, que preanunciaban la terrible dictadura de 1976. Este silenciamiento forzado del peronismo permitió la llegada de dos gobiernos radicales: Arturo Frondizi (1958/1962) y, tiempo después, Arturo Illia (1963/1966). El primero llegó con votos muy variados: radicales, peronistas proscritos, partidos y agrupaciones de izquierda, como el Partido Comunista argentino. Sin embargo, una vez en el poder, deseoso de impulsar el desarrollismo, se alejó de sus votantes. En efecto, pensaba que el país necesitaba desarrollar la industria y, para ello, contar con mayores recursos energéticos; por lo tanto, consideró que era primordial ampliar la presencia de capital extranjero. La firma de contratos petroleros con empresas extranjeras le valió la crítica de que estaba dispuesto a ceder parte de la  autonomía económica de la que tanto se había hablado en el período peronista. Además, mientras se mantenía proscrito el peronismo – los sectores dominantes no estaban dispuestos a permitir su retorno al poder –, esta política económica se tradujo en una reducción del nivel de vida de los asalariados, que fueron severamente reprimidos por enfrentar estas medidas (aplicación del Plan Conintes). El gobierno fue perdiendo consenso. Asimismo, la Revolución Cubana y la visita del enviado del gobierno de La Habana, el argentino Ernesto Che Guevara, a la casa de gobierno de manera secreta, despertó el enojo de los sectores anticastristas, que lograron que rompiera relaciones diplomáticas con Cuba. Luego, cuando en las elecciones de 1962 en la mayoría del país triunfó el peronismo, los sectores antiperonistas utilizaron a las fuerzas armadas para desplazar a Frondizi, quien estuvo un tiempo prisionero y luego fue dejado en libertad. Como el vicepresidente Alejandro Gómez ya había renunciado por diferencias irreconciliables con el presidente Frondizi, finalmente asumió la conducción del país el presidente del Senado José María Guido.

 

 

En cuanto a Illia, este presidente radical intentó aplicar políticas económicas más cercanas al keynesianismo. Si bien tuvo que soportar la resistencia del sindicalismo liderado por Augusto Vandor – partidario de un peronismo sin Perón –, se negó a utilizar las fuerzas armadas para reprimir; en cambio, apeló al poder judicial. Asimismo, buscó anular los contratos petroleros impulsados por Frondizi, e impulsó la cancelación de los vínculos con el FMI. Por su condición de médico, se enfrentó a los intereses de los grandes laboratorios internacionales. Por último, se resistió a apoyar la intervención en la República Dominicana, como exigía Washington. Por todos estos motivos, el presidente fue derrocado mediante un golpe de Estado, dejando el poder en manos de las fuerzas armadas: la “Revolución Argentina” (1966/1973).

 

“Igualmente es visible la heterogeneidad del frente golpista en 1966 cuando el derrocamiento de Illia: la corriente de Juan Carlos Onganía, hombre con vínculos nacionalistas de derecha pero caracterizado por la CIA como “buen amigo de EEUU”, orienta la política exterior hacia el alineamiento con Washington, adscribiendo la llamada “Doctrina de Seguridad Nacional” y a las “fronteras ideológicas”(verificándose en ese turno dictatorial el mayor grado de acercamiento a la política exterior norteamericana hasta entonces, que sólo se reeditaría en un nivel superior con la presidencia de Menem). La caída de Onganía, preanunciada por el Cordobazo, -luego del corte interregno de Roberto M. Levingston, que aparece como más nacionalista y desarrollista – da lugar al recambio dictatorial, que con Alejandro A. Lanusse a la cabeza ubica en el poder a una poderosa corriente militar “liberal, representativa de un núcleo de grandes terratenientes e intermediarios tradicionales, históricamente asociados Europa. Estos buscan diversificar el espectro de relaciones comerciales y políticas del país sin atender a las “fronteras ideológicas”.” (Rapoport, M. y Spiguel, C. 2005, p.45).

 

 

El desgaste de las fuerzas armadas en el poder se fue dando no sólo por la persistencia de las diferentes manifestaciones ligadas al peronismo, sino también por la emergencia de otros fenómenos políticos e ideológicos tanto en el movimiento sindical, con la aparición de corrientes de diversa filiación marxista, como también con la aparición de movimientos armados de diversa inspiración ideológica: desde el peronismo a la Revolución Cubana, pasando por la teología de la liberación y el trotskismo. En ese proceso se produjo el secuestro y asesinato del ex presidente de facto Pedro. E. Aramburu (1970), recalentando la división “peronismo-antiperonismo”. A su vez, el operativo de fuga de un grupo de guerrilleros de la cárcel de Trelew (1972) sirvió para enardecer aún más el anticomunismo de las fuerzas armadas.

 

 

Lanusse llamó a elecciones, pensando que podría imponer su candidato o, en su defecto, mantener un peronismo amordazado. Sus cálculos fueron echados por tierra y permitieron la llegada al poder del tercer gobierno peronista (1973/1976). Fueron años febriles de marchas y contramarchas. El presidente Héctor J. Cámpora estuvo rodeado del ala más radicalizada que fue desplazada con el advenimiento de Juan Domingo Perón al poder. Esto produjo una agudización de las contradicciones internas del peronismo, acompañado de un grado creciente de violencia ideológica y política dentro del propio movimiento y hacia otros sectores de la política nacional. Se produjo también la emergencia de fenómenos paramilitares, como la Triple A que eran nutridos desde el ala más conservadora del gobierno. Paralelamente organizaciones guerrilleras como el ERP profundizaron su accionar, como ocurrió en la selva tucumana.

 

 

Desde el punto de vista económico en una primera etapa se implementaron políticas de inspiración keynesiana y redistribucionistas. El Ministro de Economía José B. Gelbard buscó avanzar más allá del modelo de sustitución de importaciones de los años cuarenta/cincuenta, tomando distancia del desarrollismo. Por otra parte, consciente de las dificultades que tenían las exportaciones argentinas para entrar en el mercado estadounidense y europeo, buscó diversificar los mercados, buscando activar el intercambio comercial con la Unión Soviética, Cuba, China y otros países del Bloque Oriental (paso que ya lo había comenzado a dar Lanusse). Asimismo, se acercó al Movimiento de Países No Alineados.

 

 

En un segundo momento, tras el fallecimiento de Perón y dado el impacto de la crisis internacional, la orientación del gobierno cambió. Su sucesora, su esposa María Estela Martínez de Perón frente a las presiones de los sectores dominantes, nombró como Ministro de Economía a Celestino Rodrigo. Este introdujo políticas de ajuste, preanunciando las políticas neoliberales de la dictadura y de los años noventa. La respuesta de los trabajadores fue contundente y la caída del ministro aceleró la caída del gobierno.

 

 

Antes de pasar a analizar el siguiente punto conviene recordar que el tercer gobierno peronista reactivó en muchos sentidos el discurso antiimperialista. En los años previos el propio Juan Domingo Perón había reafirmado su posición anti-oligárquica y anti-imperialista en “La hora de los pueblos”. Esta línea de pensamiento influyó en los intelectuales y artistas que se ubicaron a la izquierda del movimiento peronista como Rodolfo Walsh o Fernando “Pino” Solanas. Es más, la consigna “liberación o dependencia” podía ser compartida por diferentes vertientes ideológicas. Pero la agudización de las contradicciones de clase y el clima de Guerra Fría despertaron una feroz oposición de los sectores poderosos y de las capas medias frente a estas tibias medidas reformistas y a estos discursos considerados demasiado radicalizados.

 

 

Se necesitó una dictadura feroz para acallar las voces que criticaban los límites del modelo agroexportador que se había impuesto en 1880, y que desde los propios sectores dominantes había recibido un golpe de timón a raíz de las consecuencias nefastas de la crisis de 1929/30. Esas mismas voces habían puesto el acento en las limitaciones de la industria de sustitución de importaciones y del desarrollismo de los años sesenta, que no habían llegado a construir un modelo económico autosustentado y más equitativo. Los factores de poder económico y político se espantaron frente al reformismo del tercer gobierno peronista, que si bien era tibio, estuvo muchas veces acompañado de virulentos discursos. Tanto para los sectores dominantes como para una parte significativa de las capas medias, era la hora de la espada.

 

 

 

II.3. El terrorismo de Estado

 

El 24 de marzo de 1976 se inició la más flagrante dictadura de toda la historia argentina. Como ya he señalado en otro trabajo:

 

“Esta avanzada sobre los resabios del Estado de bienestar fue el producto de una alianza entre: 1) la tradicional oligarquía terrateniente pampeana y del litoral; 2) sus antiguos socios: las élites más conservadoras de las otras provincias argentinas; 3) los grupos económicos locales ligados a la comercialización exportadora, como también a ciertas ramas de la producción industrial que recibieron especial protección en negocios poco transparentes del Estado; 4) las empresas extranjeras (nacionales o multinacionales); 5) el sector financiero transnacional con sus intermediarios locales.” (Crisorio, B.C.: 2008).

 

Es conocida la caracterización de Basualdo que habla de “revancha oligárquica”, pues en este período se busca terminar de eliminar todo distribucionismo originado en el período peronista. En el plano económico, es la manifestación de la “oligarquía diversificada” que, en alianza con el sector financiero, termina arrasando los otros sectores económicos (Basualdo, 2001). En efecto, el Ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz era un miembro de la élite terrateniente agroexportadora de la provincia de Buenos Aires, caracterizada también como oligarquía diversificada. El mismo llevó a cabo una política económica favorable a los intereses de esa clase, en alianza con los sectores financieros internacionales; por ello, suspendió el control de precios, que había sido impuesto por el gobierno justicialista para frenar la inflación; congeló los salarios; reajustó “para arriba” las tarifas; prohibió toda actividad gremial; desreguló la inversión extranjera, dando un paso atrás respecto de la legislación del tercer gobierno peronista; renegoció la deuda con el FMI.

 

“A principios de 1977, se implementó una reforma financiera que ubicaría al sector financiero en una posición hegemónica en términos de absorción y asignación de recursos. El nuevo Régimen de Entidades Financieras iniciaba un rumbo cuyo norte apuntaba a la liberalización de los principales mercados internos y a una mayor vinculación con los mercados internacionales.” (Rapoport, M.D. y col.: 2000).

 

Las consecuencias de este embate neoliberal fueron deletéreas para el país. Hubo un retroceso y reprimarización del sector industrial, con los consiguientes quiebre de fábricas y pymes, aumento de la desocupación y aumento del endeudamiento externo. Todo ello fue logrado merced a un sistemático plan de represión, orquestado desde el corazón del Estado, del movimiento obrero y sindical, del movimiento estudiantil, de la mayoría de los partidos y organizaciones políticas, de las organizaciones armadas, de sectores de artistas e intelectuales y del resto del arco opositor. Conviene recordar que el golpe de Estado había logrado un amplio consenso en las clases dominantes, como también en una parte importante de las capas medias. Además, los sectores de los trabajadores estaban desgastados y desmovilizados, tal como se ha señalado anteriormente, por los divisionismos y acres enfrentamientos entre las distintas agrupaciones. La resistencia fue quebrada con el secuestro y desaparición de 30.000 personas.

 

En cuanto a su política exterior, la dictadura se mostró aliada y amiga de EEUU, pero, si bien su deseo más ferviente era estrechar lazos con Washington, las cosas no resultaron así. En principio, el dictador Jorge Rafael Videla (1976/1981) buscó desplazar a Brasil del papel de principal partenaire en el Cono Sur. Entre otras cosas, colaboró en la guerra sucia de América Central, dando asesoramiento militar para reprimir movimientos internos que se oponían a gobiernos dictatoriales. Sin embargo, las dificultades para penetrar con las exportaciones tradicionales argentinas al mercado estadounidense y los efectos negativos de la política económica, que buscó recrear la argentina agroexportadora de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, impulsaron a la dictadura a buscar nuevos mercados. Por ello se produjo un nuevo giro en la política exterior. Tras haber generado un fuerte enfriamiento en las relaciones con la Unión Soviética, terminó reconociendo la utilidad de retomar la línea marcada por los gobiernos anteriores y reactivó los tratados que habían quedado pendientes con Moscú de la era Gelbard, enrareciendo las relaciones con el gobierno de James Carter y transformando el mercado soviético en el principal destino de los cereales argentinos (Crisorio, B.C., 2001).

 

Paralelamente, si bien la dictadura ejerció una política económica que se aproximaba al neoliberalismo, también exhibió una vertiente nacionalista oligárquica que se tradujo, entre otras cosas, en emitir señales a favor de una política territorial expansiva. Eso se tradujo primordialmente en dos problemas de peso. El primero fue con Chile, donde otro dictador, Augusto Pinochet, se había hecho con el poder a principios de los setenta. La Argentina reclamaba acerca del canal de Beagle y la posesión de las islas Picton, Lennox, Nueva y de Hornos en el Atlántico Sur. No conforme con el laudo arbitral establecido por Gran Bretaña, se generó una situación que prácticamente lleva a un enfrentamiento entre ambos países en 1978, que fue frenado por la Santa Sede. El segundo fue a principios de 1982 con el dictador Fortunato Galtieri (1981), quien había sucedido a Roberto Viola (1981) en el poder.

 

En efecto, existía una vieja demanda de la Argentina por la expulsión que en 1833 realizaron los británicos de una colonia que respondía al entonces gobierno de Buenos Aires. Gran Bretaña nunca había querido devolver las islas y el gobierno dictatorial sabía que la población argentina no se había resignado a esa apropiación. Así se inició un conflicto que terminó en la estrepitosa derrota del gobierno argentino.

 

“[…] Galtieri […], buscó algún distractivo que lo atara al poder, por ello decidió crear una puesta en escena que forzara a Gran Bretaña a reconocer que en algún futuro próximo las islas Malvinas retornarían a la soberanía argentina. Sin embargo, su accionar lo llevó irremediablemente hacia una gran derrota 1) por la improvisación en la planificación del accionar bélico y político; 2) por la mala comprensión del sistema de alianzas internacionales: EEUU siempre preferiría a Gran Bretaña y nunca se inclinaría por la Argentina; 3) porque, si bien logró un amplio apoyo en los países latinoamericanos como Brasil, e incluso Cuba y el Movimiento No Alineados, Chile mantuvo su tradicional alianza con EEUU y Gran Bretaña, prestándoles ayuda militar; y, por último, 4) porque la mayoría de los jóvenes soldados cumplían con el servicio militar obligatorio, no tenían ni buen entrenamiento, ni equipamiento como para enfrentar las duras temperaturas en una guerra de trincheras” (ver Crisorio, 2007).

 

Tras la visita del Papa Juan Pablo II, el gobierno argentino aceptó la rendición.  (Crisorio, 2008).

 

Hay que considerar también que

 

“[…] la aventura fallida de recuperación de las Malvinas marca un importante punto de inflexión en las relaciones entre los países iberoamericanos.

1. Se reactivaron los lazos de solidaridad ante la que se vio como una acción agresiva de una potencia extracontinental pues la actitud británica fue caracterizada de colonialista.

2. El gobierno de facto argentino que había declarado su alineación con EE.UU. y Europa, no sólo se había acercado por conveniencia económica a la URSS, sino que en un intento por legitimarse se había enfrentado militarmente al principal aliado de EE.UU. Esto hacía su posición insostenible en el plano internacional.

3. En el caso de Brasil, si bien había colaborado en la represión [el Plan Cóndor], ambos gobiernos militares tenían rivalidades por proyectar su liderazgo en la región. Pero, por su propia dinámica interna, y por su distanciamiento con EE.UU., Brasil había terminado brindando un activo apoyo político.

4. Como señala Carlos Oliva Campos, “esa crisis activó la voluntad política latinoamericana de buscar soluciones propias a los problemas existentes. Recuérdese la gestación del Grupo de Contadora, la fórmula Contadora – Grupo de Apoyo devenido en Grupo de los Ocho y de ahí el tránsito y consolidación del Grupo de Río, marcado todo este proceso por un eje central, la transición a la democracia.” (Oliva Campos, C., 1999).

5. Cuba, con quien se habían enfriado notablemente las relaciones tras el golpe militar se terminó transformando en uno de los puntales de los reclamos argentinos.

6. Países como Perú o Venezuela reafirmaron los lazos de amistad con Argentina.

7. Por el contrario, la rivalidad con Chile que casi lleva a un enfrentamiento bélico en 1978, quedaba reforzada. (Crisorio, B.C., 2001)

 

El país quedó sumido en el peor aislamiento internacional de toda su corta historia. Los británicos habían embargado a la Argentina, la Comunidad Europea descreía del país, Estados Unidos había colaborado con Londres. El último dictador, Reinaldo Bignone (1982/1983), si bien aceptó lo inevitable – entregar el poder a un gobierno civil –, buscó garantizar una salida ordenada para las fuerzas armadas a través de un candidato “amigable”, aunque sin demasiado éxito (Canelo, Paula, 2006).

 

III. LA PRESIDENCIA DE RAÚL ALFONSÍN

 

Los años ochenta concluyen el período de la Guerra Fría. Los contradictorios intentos reformistas de Mijail Gorbachov en la ex Unión Soviética sólo aceleraron su disolución (Crisorio, BC. 1996), mientras que el neoliberalismo de fines de los setenta se imponía sobre el keynesianismo y los socialismos reales. En este período, el capitalismo monopolista se desarrolló con mayor vigor a nivel planetario, por lo cual el proceso se conoce como mundialización o globalización. A medida que el mismo se afianzaba, se proclamaba el fin de los nacionalismos, y la economía se transformó en la figura más mimada en los medios masivos de comunicación. Además, esta oleada de grandes negocios montados en la gran velocidad de circulación del capital, principalmente bancario y financiero – donde la especulación ocupó el papel principal –, trajo aparejada la conformación de bloques económicos de distinto nivel de integración regional.

 

“Se ha señalado que la creación de estos bloques son un modo de preservar el multilateralismo y de frenar el proteccionismo (Simao Davi Silber, 1994). Sin embargo, se puede afirmar que estas asociaciones son instrumentos proteccionistas que interactúan “más allá de las fronteras”. En otras palabras, el proteccionismo ha dejado largamente atrás su matriz estrictamente nacional y busca favorecer el crecimiento económico tratando de compatibilizar intereses regionales. Si bien en algunos casos las relaciones multilaterales pueden interpretarse como un medio de suavizar las vinculaciones asimétricas, como en el caso de los  Estados Unidos respecto de América Latina, sin por ello volverlas equitativas (Valtonen, P. 1997), es claro que más que poner de manifiesto su carácter liberal la regionalización puede plantearse como un reforzamiento de las políticas intervencionistas especialmente a partir de los ochenta (Salama, Pierre: 1995)”. (Crisorio, BC, Aguirre, NR: 1997).

 

Asimismo:

 

“[…] la tendencia a la globalización de la economía mundial fue acompañada de un discurso ideológico que hacía flamear un paradigma consumista  homogeneizador, que reivindicaba una cultura universal acorde, por supuesto, con los intereses económicos de las grandes empresas transnacionales, deseosas de establecer nuevos patrones de acumulación. Esto trajo poco a poco nuevas reglas de comportamiento empresarial, nuevos modos de vinculación obrero-patronal. En efecto, mientras que en los países más industrializados el taylorismo-fordismo fue adquiriendo las características propias del toyotismo, en los países latinoamericanos se extendieron paralelamente la maquila y la marginalidad social de la mano de un creciente ejército de desocupados condenados a una caída estrepitosa en su nivel de vida.  Todo esto presionaba para que se estableciese un nuevo marco jurídico que resguardara los intereses de las grandes empresas transnacionales y de los grandes grupos económicos “nacionales” – en la mayoría de los casos con fuertes vínculos con intereses económicos externos – . Esto obligaba a derribar los residuos del Estado de Bienestar, a privatizar las empresas del Estado – dando lugar, por supuesto, a los capitales externos -, a establecer nuevas normas para las inversiones externas directas, a reacomodar las políticas comerciales a este recompuesto escenario internacional.” (Crisorio, B.C., 2003).

 

Fue en este complejo escenario que Alfonsín llegó al poder, sumamente condicionado por el endeudamiento externo. Como ya se ha explicado, encontró al país en un alto nivel de aislamiento internacional, debido a la política violatoria de los derechos humanos y al conflicto de Malvinas.

 

En el plano interno, se puede decir que más allá de la diversidad de opiniones acerca de cómo hacer, la sociedad se dividía entre aquellos que estaban dispuestos a profundizar la débil democracia: una parte importante de los partidos políticos, organismos de derechos humanos, la mayoría de las organizaciones sindicales y estudiantiles, un sector significativo de los artistas e intelectuales del país; y los sectores dominantes, que habían retrocedido pero se estaban reagrupando. Ambos grupos contenían una pluralidad de propuestas acerca de cómo continuar hacia delante, pero, en general, la mayoría coincidía en que no se podía continuar con un gobierno de facto. El problema principal en el plano interno era la capacidad de movimiento que tendría el presidente de esa débil democracia. [1]

 

La política económica del Ministro Bernardo Grinspun apuntó a recuperar la capacidad adquisitiva de los trabajadores, a frenar la inflación y a buscar una distribución más equitativa del ingreso, lo cual fue resistido interna y externamente (como las presiones de los acreedores internacionales). Esto llevó al desplazamiento del ministro en enero de 1985, pasando a políticas “heterodoxas” que agravaron la dependencia económica del país. (Ansaldi, W. 2006) [2].

 

Además, como señalan Ricardo Ortiz y Martín Schorr:

 

“Ése es el principal “éxito” del gobierno elegido por el voto popular en octubre de 1983: consolidó el “modelo de valorización financiera”[3] y el bloque de poder económico que había emergido del último régimen militar y, por esa vía, reforzó el proceso de disciplinamiento social inaugurado a sangre y fuego el 24 de marzo de 1976. […]“Lo paradójico de la etapa analizada es que para “resolver” esos males, en numerosas ocasiones y bajo diversos mecanismos […] se solicitó la “colaboración” de esos grandes capitalistas, a cambio de lo cual se les otorgaron distintos tipos de concesiones que afianzaron aún más su poderío económico y su capacidad de coacción sobre el sistema político, al tiempo que agudizaron los desequilibrios, configurando un círculo vicioso que culminó en una profunda crisis estatal y en una fuerte polarización social.”

 

“Así, por ejemplo, mientras que estos actores aparecieron “de un lado del mostrador” dando cuenta de una proporción considerable del desequilibrio fiscal del período, también estuvieron “del otro lado” financiando al Estado nacional a tasas “ruinosas”.  Asimismo, a cambio de que trajeran al país parte de los cuantiosos recursos que habían fugado al exterior durante la última dictadura militar, para invertirlos en actividades productivas, recibieron numerosas prebendas estatales que, antes que alentar un incremento en la formación capital en el ámbito local, terminaron canalizándose hacia otro tipo de actividades (especulación financiera, fuga de capitales, etc.).” (Ortiz, R. y Schorr, M. 2006).

 

Pero, además, desde el punto de  vista de la política exterior, Alfonsín también se encontró sumamente condicionado. Por ello, planteó que los cuatro principales ejes de la misma eran: en primer lugar, la recomposición de las relaciones con los Estados Unidos, donde el principal obstáculo económico era el gran endeudamiento, amén del distanciamiento debido a la política de derechos humanos de la era Carter, y la no alineación argentina en el bloqueo a la ex URSS, decretado por esa administración estadounidense como respuesta a la invasión soviética a Afganistán. Segundo, reactivar los vínculos con Europa Occidental, que se habían enfriado tanto por el terrorismo de Estado de la dictadura cuanto por el conflicto por Malvinas. En tercer lugar, mejorar los lazos con Chile, dado que el dictador Pinochet permanecía en el poder y era un peligro para la débil democracia y, además, porque Chile significaba una posible salida al Pacífico, área que cobraba cada vez más importancia. Cuarto, fortificar los nexos con los países latinoamericanos, que en gran parte se habían mostrado solidarios con la Argentina en el tema Malvinas.

 

El nuevo presidente mejoró los vínculos con Estados Unidos y Europa, suscribiendo numerosos tratados económicos que permitieron llevar a cabo la apertura de la economía neoliberal de los años noventa, pero que acentuaron la dependencia económica del país. El gobierno radical logró alivianar el conflicto con Chile, merced a un referéndum no vinculante, que le otorgó el consenso suficiente como para desarticular varios puntos conflictivos. Con respecto al tema Malvinas, se negó a negociar en los términos que imponía Gran Bretaña, por lo que se buscó avanzar lentamente en la normalización de las relaciones, sin chocar por el tema de la soberanía. Se mantuvo la presencia en el Movimiento de No Alineados. En el tema del desarrollo atómico, hubo un acercamiento a Brasil, a pesar de las presiones de Estados Unidos para que no suscribiera el Tratado de Tlatelolco de 1967 ni el Tratado de No Proliferación Nuclear junto a Brasil, India, Israel, Pakistán y Sudáfrica.

 

Por otra parte, las dificultades en el sector externo, agravadas por la crisis de insolvencia soviética, más las tradicionales dificultades para acceder al mercado estadounidense y las usuales políticas proteccionistas y de subsidios de la Comunidad Europea, terminaron inclinando al gobierno argentino a estrechar aún más los lazos con América Latina, en especial los países vecinos. Tras la reunión entre Alfonsín y el presidente de Brasil Sarney de 1985, en 1986 se estableció el Programa de Integración y Cooperación Económica (PICE) y en 1988 se suscribió el Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo que sirvieron de base al futuro MERCOSUR, mercado común integrado por la Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay (Crisorio, 2001).

 

IV. CRISIS, ENDEUDAMIENTO EXTERNO Y POLÍTICA EXTERIOR: EL CASO DEL CONSENSO DE CARTAGENA

Como hemos visto, los petrodólares llegaron a la Argentina durante la dictadura, de modo tal que no hubo transparencia en la utilización de esos créditos, generando endeudamiento público y privado. Recordemos también que, antes de dejar el poder, la deuda privada fue estatizada por el entonces Ministro de Economía Domingo Cavallo. No es intención de este trabajo centrarse en el tema de la deuda, sino que se busca analizar los condicionamientos de la política exterior argentina.

 

Para Juan Carlos Puig, la política exterior del período se caracterizó por el “autonomismo heterodoxo”, dado que, en primer lugar, la Argentina se reconocía parte del mundo Occidental, aunque reclamaba un trato más equitativo con respecto al problema de la deuda externa. Su análisis respecto del primer discurso de Alfonsín frente al Congreso es el siguiente:

 

“La Argentina no renegaba de los valores occidentales pero afirmaba celosamente su independencia. La posición con respecto a la deuda externa lo ponía de manifiesto crudamente cuando advertía que el gobierno sólo se responsabilizaría de la deuda legítima y que no se limitaría recetas recesivas.”  […]

“Correctamente, con respecto a las relaciones con Estados Unidos [Alfonsín] fue todavía más explícito: Le parecía “imprescindible” que Estados Unidos modificara su conducta en América Central y en cuanto a la expansión económica de Estados Unidos afirmaba: “procuraremos revertir los aspectos negativos que se derivan de esa política.” Europa Occidental mereció un encomio desde el punto de vista de sus experiencias políticas, pero también un regaño por sus prácticas proteccionistas y discriminatorias que encuentran no obstante una curiosa justificación “como consecuencia de los complejos equilibrios económicos y financieros que los países miembros [de la CEE] han tenido que realizar para compatibilizar sus intereses y situaciones nacionales” (Puig, JC, 1988).

 

Por otra parte, reconocía el apoyo obtenido por el tema Malvinas en el Movimiento de Países No Alineados, reivindicaba el principio bioceánico, es decir, la Argentina en el Atlántico y Chile en el Pacífico, como marco de debate para encarar el conflicto con Chile, pero además Puig sostiene:

 

“Se trataba pues de una excelente exposición de los principios básicos de la política autonómica heterodoxa. [Respecto de la ex URSS y el Bloque Oriental] el hecho de que la URSS se transformara en los últimos tiempos en el principal comprador de nuestra producción cerealera se debía “a la situación creada por el proteccionismo imperante en Occidente” cuando el sentido autonómico de la apertura del mercado socialista para los productos argentinos fue (y debe seguir siendo) el de diversificar mercados como instrumento estratégico y no exclusivamente comercial. Tal vez debido a esta concepción errónea del gobierno constitucional no se ha planteado seriamente la relación con los países socialistas ni se han hecho esfuerzos razonables para tratar de disminuir el superávit de nuestra balanza comercial con la URSS. Una actitud que tal vez pueda tener repercusiones sobre las futuras compras soviéticas.” (Puig, JC, 1988).

 

Para Roberto Russell, el presidente Alfonsín buscó mantener una “relación madura” con EEUU:

 

“[…] que equidistara tanto del alineamiento automático como de posiciones aventureras o de ruptura. En este sentido, y con el objetivo de despejar ciertos temores de la Administración Reagan acerca del eventual ejercicio de un tercermundismo indiscriminado y contestatario por parte de la diplomacia argentina, las nuevas autoridades enfatizaron, en numerosas oportunidades la clara identificación del país –desde el punto de vista cultural y no estratégico – con el sistema de valores de Occidente. “Es indispensable –declaró el canciller argentino – reconocernos como parte del mundo Occidental porque sería una ingenuidad, o una torpeza inaceptable suponer que la Argentina vive suspendida fuera del espacio y del tiempo… Este es un país de cultura con carácter Occidental… Reconocer la occidentalidad argentina es fundamental. Ser ambiguos en esto es ser hipócritas porque los argentinos sabemos lo que queremos. Segundo punto: ser coherentes con la civilización occidental… Quiere decir que nuestra expresión de política internacional en lo que le decimos a nuestros amigos, lo que buscamos para los países de Latinoamérica, son estos valores que legítimamente queremos  defender y que tenemos que transmitir a cada país concreto.” (Russell, R. 1988)

 

Esta “relación madura” con EEUU, según Russell, tiene dos niveles: el de las “convergencias esenciales” y el de los “disensos metodológicos”. En ese sentido, durante el primer año de gobierno, Alfonsín buscó disipar las dudas que pudiera tener el gobierno de Ronald Reagan respecto de la posible conducta argentina:

 

“Este tránsito hacia una mayor moderación, el “giro realista” según la conocida expresión acuñada por la propia Cancillería, se explica por varias causas de orden interno y externo. En el primer caso, es preciso reconocer, entre otros factores, que la alianza gobernante en Argentina excluye toda posibilidad de confrontación o ruptura con los países capitalistas desarrollados y reduce al mismo tiempo, el espacio de acción de los actores internos (incluidos varios sectores de esa misma alianza) que favorecen políticas más duras respecto del gobierno norteamericano, la banca acreedora y los organismos multilaterales de crédito. Por su parte, en el orden externo, el proyecto de políticas exterior diseñado por el gobierno democrático debió ejecutarse en el marco de una nueva etapa de triunfalismo norteamericano, cuya nota sobresaliente es la prevalencia de visiones ideologizadas e ideocéntricas del escenario mundial. Estas perspectivas dominantes en el gobierno de Estados Unidos impactaron, en detrimento de las tesis sustentadas por la diplomacia argentina, el nivel correspondiente a los “disensos metodológicos.”   (Russell, R. 1988).

 

Recordemos que la dictadura había abandonando el tradicional principio de no intervención de la Argentina, había intervenido en El Salvador, Honduras, Guatemala y Nicaragua y que el nuevo gobierno democrático había querido subrayar los aspectos negativos no sólo de la intervención argentina, sino también de Estados Unidos como instigador de ese intervencionismo. Por ello, puso el acento en el eje Norte/Sur, es decir, el contraste existente entre los países más industrializados y el resto del mundo, bajando el tono al conflicto Este/Oeste que había arrastrado a la Argentina al terrorismo de Estado, inspirado en la Doctrina de Seguridad Nacional. Es más, el gobierno argentino intentó ingresar en el Grupo de Contadora creado para descomprimir la tensión centroamericana, pero México se opuso frente a la posibilidad de que el gobierno argentino hiciera prevalecer la opinión de Washington. Entonces, la Argentina terminó integrando el Grupo de Lima o Grupo de Apoyo a Contadora en 1985 junto a Brasil, Perú y Uruguay.

 

Además, las presiones de Washington sobre la débil democracia argentina también se hicieron sentir en el tema de la deuda. En una primera fase, el gobierno argentino compartió la idea de que la deuda externa latinoamericana fuera analizada en su conjunto, pero luego declinó en esta posición. Esto ha sido interpretado por investigadores como Russell como una posición realista propia de la “relación madura” que estableció con Estados Unidos.

 

“Indudablemente, estas visiones distintas (y, en gran medida enfrentadas) sobre la naturaleza de los problemas internacionales, se reflejaron en importantes divergencias prácticas entre ambos gobiernos en relación con la crisis centroamericana.”

 

“Sin embargo, y a pesar del mantenimiento de importantes puntos de diferencia con la el ejecutivo estadounidense respeto de esta cuestión, las presiones ejercidas por la administración norteamericana aunadas a la necesidad de alcanzar una “relación madura” con Estados Unidos se tradujeron a lo largo de 1984 en una baja del perfil de la acción externa unilateral de Argentina en el área y en una disminución relativa del nivel de las críticas iniciales a las políticas desarrolladas por el gobierno de Estados Unidos en la subregión.”

“A modo de ejemplo, puede mencionarse que en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas el presidente Alfonsín se limitó a expresar, en los dos únicos párrafos dedicados a la crisis de América Central, la preocupación del gobierno argentino por la situación existente y su apoyo a las propuestas del Grupo Contadora. Resulta de interés señalar que con anterioridad a este discurso, la diplomacia estadounidense había advertido a la cancillería argentina –en caso de que Alfonsín decidiera referirse a la intervención extranjera en el área- que vería con desagrado la calificación con idénticos términos de las políticas desarrolladas por los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Soviética.” (Russell, R. 1988).

 

El tema del endeudamiento regional era sin dudas un tema álgido, que se puso de manifiesto con la crisis financiera mexicana de 1982.

“A partir de entonces, se observa una marcada influencia de este problema en la forma y en la intensidad de la vinculación de los países deudores con su entorno latinoamericano. En efecto, cada uno de los países deudores de la región observa con atención el comportamiento de los otros, por el impacto que puede tener en sus respectivas opiniones públicas internas y en la actitud de sus acreedores. A su vez, cada país ha buscado en la acción del conjunto puntos de apoyo para sus respectivas negociaciones bilaterales con los países y los bancos acreedores.”

 

“También en el caso de la Argentina, que ocupa el tercer lugar en el ranking de los deudores latinoamericanos, se observa que el problema de la deuda externa la ha aproximado con más intensidad a la región. Por un lado, debido a que a partir de 1982 el país ha podido constatar al igual que en los años treinta, que comparte con los otros países latinoamericanos, no sólo un espacio geográfico, sino también una historia económica, en la que las realidades nacionales a pesar de sus profundas diferencias, presentan marcadas similitudes debido a la forma en que en ellas influyen, al mismo tiempo, factores económicos exógenos que escapan a su control. (Peña, F., 1988)

 

En ese sentido, el Canciller Caputo en una reunión realizada en Quito a principios de 1984, en el marco de la Conferencia Económica Latinoamericana (CELA) a la que asistieron 28 países de la región, sostuvo:

 

“[…] La democracia argentina no acepta la trampa en la que el sistema financiero internacional y las minorías a él asociadas la han colocado al generar esta agobiante deuda externa. Los estados nacionales han sido usados para apañar a estos grupos especuladores. El destino del continente está en salir fuera de esta trampa. (…) La crisis que sufrimos quizás tenga como contrapartida la creación de una oportunidad invalorable para convertir finalmente en realidad la integración de América Latina y del Caribe.”[4]

 

En esa reunión el 13 de enero de 1984, el CELA suscribió un documento donde se convocaba a los acreedores a tener

“[…] criterios flexibles y realistas para la renegociación de la deuda, incluyendo plazos, períodos de gracias y tasas de interés compatibles con la recuperación del crecimiento económico. Sólo de esta forma podrá garantizarse la continuidad en el cumplimiento del servicio de la deuda […].

[Asimismo, se hacía un «llamado formal» a los dirigentes de los países industrializados sobre] la gravedad de la situación económica de la región, su alto costo social y la necesidad de participar urgentemente en medidas que permitan enfrentar la crisis, directamente a través de sus gobiernos y de los organismos internacionales” (Cisneros, A. y Escudé, C., 2000).

 

Poco después, el 19 de mayo junto a Brasil, Colombia y México, el gobierno argentino convocó una reunión de cancilleres y ministros de Economía de los países más endeudados, sumándose Ecuador, Perú y Venezuela. Se dejaba así de lado a los países más conflictivos de la región: Cuba y Nicaragua. Como consecuencia, se emitió una declaración solicitando un cambio de mirada respecto al tema de la deuda externa y la aplicación de políticas ortodoxas. El documento se presentó al Grupo de los Siete países occidentales más industrializados, reunido en Londres, que declararon que el tema de la deuda debía ser encarado naturalmente a través del diálogo bilateral y no en bloque.

 

El 21 y 22 de junio de 1984, los cancilleres y ministros de economía de Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, México, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela se reunieron en Cartagena, Colombia. Al parecer, la iniciativa de proponer una negociación en bloque de la región provino de los argentinos Arturo O’Connell y Jorge Romero, pero esta propuesta no tuvo eco y, si bien se realizaron dos reuniones más la propuesta del Consenso de Cartagena de negociar regionalmente frente a los acreedores, quedó truncada. En la Segunda Reunión del Grupo de Cartagena se suscribió el Comunicado de Mar del Plata (septiembre de 1984), limitándose a expresar la solidaridad regional frente al problema, pero no surgieron compromisos concretos.

“El acuerdo alcanzado por México con los organismos internacionales de crédito fue un factor crucial para que ese país y Brasil presentaran objeciones a la propuesta presentada por la Argentina -y respaldada por Bolivia, Colombia y Perú- sobre la convocatoria a una reunión presidencial cumbre de la región. El fracaso de la posición argentina movió a la diplomacia radical a abandonar definitivamente la opción multilateral y adoptar el camino bilateral propuesto por los gobiernos y bancos acreedores.” (Cisneros, A. y Escudé,C: 2000).
En diciembre de 1985, en la Tercera Reunión del Grupo de Cartagena en Montevideo, se consideró «insuficiente» la iniciativa del secretario del Tesoro norteamericano James Baker – el Plan Baker. En la Cuarta Reunión, en México (1987), se pidió nuevamente al G7 que buscaran soluciones de fondo al tema de la deuda de los países en desarrollo.

Como vemos, el Consenso de Cartagena apenas quedó en una expresión de buenos deseos. Sin embargo, a fines de los ochenta la iniciativa era analizada así:

 

“De un aislamiento, acompañado por una fragmentación y una actitud latinoamericana de “sálvese quien pueda” con respecto a la deuda, se pasó al Consenso de Cartagena, a la cooperación y coordinación materia de posiciones y negociaciones con los bancos y los organismos internacionales. Esta cooperación, por otro lado, facilitó el movimiento de la Argentina desde un estadio de semiconfrontación con los Estados Unidos y el FMI a uno en que se evidencian indicios de una mayor comprensión mutua y de aceptación del principio de la corresponsabilidad y del tratamiento político de la deuda, lo que se ha traducido en una mayor flexibilidad y en una mejor predisposición por parte de los acreedores para cooperar en la solución del problema. Así lo indican por lo menos las propuestas del Plan Baker y las de los senadores Bradley y Lugar (este último proponiendo una reunión cumbre de presidentes), como las exitosas negociaciones para la reestructuración del pago de la deuda y la obtención de créditos adicionales.” “La política exterior del gobierno radical ha logrado un significativo mejoramiento de las relaciones con los Estados Unidos. Se han superado las históricas confrontaciones y las más recientes animosidades o desencuentros que existían, particularmente, como consecuencia de la violación de los derechos humanos durante el gobierno militar y del apoyo norteamericano a Gran Bretaña durante la Guerra de las Malvinas. Se ha alcanzado así una relación madura, de mutuo respeto y confianza, marcada fundamentalmente por el entendimiento de que existen coincidencias fundamentales en los valores de Occidente, pero que pueden estar acompañadas por diferencias o disenso en lo puntual y metodológico. En término de la deuda, […] Estados Unidos ha hecho más flexible su posición y ha prestado apoyo efectivo al Plan Austral y a la gestión del equipo económico radical en sus esfuerzos por contener la inflación, reactivar la economía y refinanciar la deuda.[…]” (Perina, Rubén M., 1988).

 

Sin embargo, la Argentina entró en un camino sinuoso que desembocó en la grave crisis de 1989 y en la entrega del poder adelantada de Alfonsín a su sucesor, Carlos Saúl Menem (diciembre de 1989).

 

Los autores analizados en este capítulo que han escrito en los años ochenta sobre la política exterior del gobierno de Alfonsín han coincidido en destacar su “occidentalidad”, el establecimiento de una “relación madura” con Estados Unidos, Europa Occidental y Gran Bretaña. Asimismo, han destacado que el Consenso de Cartagena habría creado las condiciones para que el Secretario de Estado estadounidense lanzara un plan para los países deudores. Sólo Félix Peña esboza el divorcio “entre el dicho y el hecho”:

“Tanto en el funcionamiento práctico de la ALADI como del SELA se observan, por lo demás, dificultades derivadas de una marcada preferencia de los gobiernos por la cooperación multilateral no institucionalizada (como es el caso del Grupo de Cartagena) o por los acuerdos y mecanismos bilaterales y también se observa la enorme brecha que se abre en épocas de crisis entre el nivel retórico (el discurso, el acuerdo formal) y el de las efectividades. Esto último es evidente en lo difícil y lento que resultó traducir a los hechos, en el marco de la ALADI, la idea planteada al más alto nivel político en el encuentro de Montevideo (marzo de 1985) de lanzar una rueda de negociaciones comerciales multilaterales tendiente a cubrir, a través de mecanismos bilaterales y multilaterales, la brecha existente entre el comercio intralatinoamericano actual y el potencial (tomando en cuenta la capacidad instalada existente de producción de bienes y de servicios y las importaciones actuales de tales bienes y servicios de fuera de la región).” (Peña, F. 1988).

 

De todos modos, Peña hace un balance positivo acerca de la restauración de la idea de América Latina como posible escenario de cooperación e integración:

 

“No creo sin embargo que los retrocesos y dificultades apuntadas estén indicando que la valorización política de la idea de cooperación e integración regional sea sólo retórica, y que por lo tanto nada serio cabe esperar en términos de progresos sustanciales en las realidades de integración. Creo que más bien están indicando que ha sido errónea la ilusión de que construir un sistema efectivo de cooperación económica e integrar las economías latinoamericanas iba a ser un proceso lineal, simple y de efectos espectaculares en el corto o mediano plazo. Por el momento creo que lo que se ha recuperado es la idea de que es en América Latina donde los países de la región pueden encontrar bases para el sustento político y económico externo de sus propios procesos de desarrollo y para enfrentar desafíos políticos y económicos originados en el sistema global.” (Peña, F. 1988).

 

De todos modos, en todos estos autores no se encuentra ninguna referencia al problema de la condición de la Argentina como país dependiente, sólo Peña hace referencia a que los países latinoamericanos están sometidos a “factores económicos exógenos que escapan a su control”.

 

 

V. REFLEXIONES FINALES

 

Por falta de espacio, no hemos desarrollado lo suficiente el debate sobre la teoría de la dependencia en los años setenta. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que la misma tenía un lado antiimperialista que espantaba a las grandes empresas extranjeras, a los oligopolios agroexportadores, al sector bancario y financiero internacional y, por supuesto, a los gobiernos que han respaldado estos negocios, a las instituciones financieras internacionales y a los grupos económicos locales. Estos dieron consenso al golpe de 1976 y permitieron lo que Eduardo Basualdo ha llamado la “revancha oligárquica”. Los sectores medios apoyaron el derrocamiento de María Estela Martínez de Perón. De este modo, las fuerzas armadas desarticularon toda forma de pensamiento crítico, toda forma de resistencia a la oleada de inspiración neoliberal. No se podía volver a la argentina agroexporadora decimonónica, conservadora en lo político y liberal en lo económico, pero sí se hizo una gran pira con toda una generación. Las universidades fueron vaciadas de contenido, las ciencias sociales fueron acorraladas y perseguidas. En la Universidad de Buenos Aires, que había soportado una creciente violencia de enfrentamientos ideológicos bajo el tercer peronismo, se desmembraron las carreras y se separaron para un mayor control ideológico. En la carrera de Historia, por ejemplo, sólo se enseñaban “los hechos”. La Historia de América apenas llegaba a comienzos del siglo XIX y la Historia Argentina a comienzos del siglo XX. No se podía enseñar las distintas corrientes historiográficas, sólo las permitidas. La historia social desapareció y los investigadores se refugiaron en la Historia Cuantitativa de la etapa colonial. Las paredes estaban limpias de carteles y graffiti, no había volanteadas y la policía controlaba el ingreso y el egreso a las aulas. Los medios de comunicación estaban estrictamente censurados y muchos se sometieron a la autocensura o al exilio interno, sin mencionar aquellos que debido a las amenazas de la organización paramilitar peronista, la triple A, habían podido escapar al exilio.

 

Fue necesaria una política sistemática de persecución de personas y de exterminio de toda manifestación utópica para que se abriera el camino al neoliberalismo.

 

Finalmente, cuando la dictadura cayó, el nuevo gobierno democrático subió condicionado. Más allá de los discursos, la política puesta en marcha en el plano político, económico, social y de las relaciones exteriores adoleció del mismo síntoma. Un primer momento de esperanza y promesas de cambio por el retorno de la tan vapuleada democracia. Luego, un segundo momento, el de la real politik, y la consolidación del “posibilismo”, un camino plagado de concesiones y pasos atrás, en una atmósfera claudicante. La paradójica conducta respecto de asuntos como la depuración de las fuerzas armadas, el juicio y castigo a los culpables del terrorismo de Estado y las violaciones de los derechos humanos, el choque con los sindicatos, etc., tuvo su correlato en la contradictoria política exterior.

 

En efecto, el deseo de recomponer la alicaída imagen argentina, aislada por la guerra de Malvinas, devaluada por el endeudamiento externo, herida en su estructura económica por el proceso de reprimarización de la industria y una redistribución regresiva del ingreso, tuvo como correlato intentos, en la mayoría de las veces fallidos de reubicar al país en el plano internacional. Por eso, emprendimientos como el Consenso de Cartagena no dieron sus frutos. La relación con Estados Unidos era contradictoria. Se buscaba frenar la política imperialista hacia la región, pero nunca se apuntó de modo explícito al problema de la dependencia. La posición de debilidad del país hizo que, finalmente, en los hechos, la Argentina cediera ante las presiones de Washington para que su deuda fuera refinanciada. Entonces bajó la voz ante el problema de Centro América y el tema de la deuda. Para poner las cosas en equilibrio, es importante señalar que tampoco los otros estados latinoamericanos acompañaron esta postura de conformar un bloque que renegociara en forma conjunta la deuda frente a los organismos internacionales.

 

El hecho de que las fuerzas armadas dejaran el poder fue un hecho importantísimo, pero si en el presente el sistema democrático argentino ha cumplido veinticinco años no ha sido por el “posibilismo” esgrimido por la intelectualidad, que acompañó los retrocesos de esa débil transición democrática.

 

Por el contrario, si el sistema se afianzó, fue a pesar de que el gobierno radical muchas veces borró con el codo lo que escribió con la mano, fue porque hubo una parte dinámica de la sociedad argentina que no se resignó a ese “posibilismo”, sino que insistió y fue más allá en su reclamo de justicia. Justicia para quienes fueron víctimas del terrorismo de Estado, pero también reclamos de equidad. El golpe económico que apuró la salida de Alfonsín del gobierno permitió la instauración de una deletérea década de neoliberalismo en la Argentina. Sin embargo, si tras el “argentinazo” de diciembre de 2001 el país no se disgregó, es porque las utopías de los setenta encontraron nuevos encarnamientos. La actual crisis internacional vuelve a poner en cuestión la debilidad del país y su grado de dependencia, pero eso es tema para otro trabajo.

 

 

Buenos Aires, diciembre de 2008.

 

NOTAS

* Carolina Crisorio. CEILA, FCE, UBA.  ADHILAC Internacional.

**  Trabajo presentado en el 53º Congreso Internacional de Americanistas “Los pueblos americanos: cambios y continuidades. La construcción de lo propio en un mundo globalizado.” México. 19 a 24 de julio de 2009

 

[1] En otros trabajos ya se ha analizado aspectos importantes de la política interior de Alfonsín como la de derechos humanos. Ver Crisorio, B. C., 2001.

[2] Ver también Pesce, Julieta, 2006.

[3] Para valorización financiera ver Aspiazu, D., Basualdo, E. y Khavisse, M. 2004 y Basualdo, E. 2006.

[4] Discurso del canciller Caputo, citado en «La Conferencia de la CELA en Quito», La Nación, 14 de enero de 1984, p. 2.

 

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Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº 8. Marzo 2013 – Febrero 2014. Volumen II

 

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