El papel del Estado mexicano en el proyecto de la modernidad

Siglo XX*

Genny M. Negroe Sierra y Pedro Miranda Ojeda**

 

Introducción**

 

En el siglo XIX la noción de progreso configuró el discurso político-social que definió las bases de la modernidad. [1] Esta modernidad nació del complejo proceso de cambios del orden político, económico y social que, originado por los ideales de las revoluciones inglesa y norteamericana, durante la revolución francesa condensaron y precisaron los principios del progreso de los pueblos como alternativa última de su evolución.[2] Aun cuando los individuos desempeñaron un papel importante, el Estado tenía la responsabilidad de construir la plataforma administrativa, política, económica, social, etc. conducente a la escenificación de cuadros productivos y generadores de condiciones que impulsaran el progreso y, de ahí, la modernización. El progreso constituyó, en estos términos, una dinámica de perfeccionamiento gradual en las condiciones de existencia de los individuos. En otras palabras, el progreso determinó el avance paulatino según el comportamiento de la dimensión política, social, económica y cultural, alcanzando un máximo grado de evolución: la modernización.

 

La responsabilidad del Estado consistió en crear las condiciones del progreso y responder a los obstáculos y conflictos generados contra la innovación e introducción de los cambios necesarios para el progreso.[3] En este sentido, los distintos gobiernos emprendieron una intensa campaña orientada al fomento del utilitarismo como instrumento conceptual y práctico de la naturaleza humana. El utilitarismo radicó en la explotación del carácter productivo de los hombres mediante la concesión de mayores libertades individuales con el objetivo de conquistar mayores productos y beneficios.[4] Los productos y beneficios no se expresaron en signos económicos sino de contribución según el potencial de cada miembro de la sociedad; es decir, representó la racionalidad compartida y aprovechada por la sociedad y el Estado. La tarea de este último reside en su capacidad de absorber y aprovechar útilmente el potencial de los individuos.

 

La formulación de leyes inteligentes, como una de las funciones cardinales del Estado, fomentaría el utilitarismo. Desde esta perspectiva, se descubre una moralidad que se concentró en la búsqueda de un bien general interesado en la transformación gradual de la sociedad, estimulando al mismo tiempo un bien moral: la felicidad.[5] La felicidad definió el bien supremo de la sociedad. [6] En este escenario, sin duda alguna, las buenas costumbres y la efectividad de las leyes desplegaron una importante avenida en el progreso y en la modernidad. La felicidad, por supuesto, incidió de manera directa en el comportamiento social y en la productividad, en el empeño y eficiencia laboral, definitorios de los principios fundamentales del progreso.

 

Los códigos legales sancionados, por su parte, contribuyen en facilitar las condiciones impulsoras del progreso. [7] La esencia de estas leyes tuvo desde su origen una naturaleza moral atendiendo a la regulación de actividades, comportamientos y funcionamiento sociales según los principios del bien común. Por lo tanto, el Estado también respondió contra las desviaciones del orden establecido, procurando la aplicación de las leyes y su efectividad en la resolución de contradicciones y conflictos múltiples, como la espinosa situación de las diversiones públicas y su regulación como preocupación constante en los asuntos de gobierno. El ciudadano, en cambio, representa a la sociedad y forma parte de una realidad contemporánea cuando su convivencia cotidiana coincide con un marco legal y de costumbres honestas, trabajador y no transgrede los códigos sancionados. De aquí la enorme trascendencia de las leyes, el discurso y el Estado en la dirección y régimen de una nación. En 1868, por ejemplo, la Legislatura del estado de Yucatán publicó:

 

“En la época actual, tanto los ciudadanos como los empleados, tienen leyes que normen sus actos: si los primeros faltan, los segundos impondrán las penas que aquellas designan; y si ellos son los que infringen, ó violan las garantías de los ciudadanos, las autoridades federales reprimirán sus abusos por medio de los juicios de amparo. La Legislatura del Estado, que comprende perfectamente su misión, no se dejará llevar por los caprichos de ningún partido ó personalidad, comprende que constituida por la voluntad de los habitantes del Estado, se debe á ellos; y á su cargo está velar por los intereses públicos.”[8]

 

 

El marco jurídico reconocido por el Estado y sancionado por la sociedad definió la convivencia rutinaria en comunidad. No obstante, el derecho consuetudinario también desempeño un papel relevante, sobre todo en la conservación de los usos y costumbres. En efecto, la tradición rompe con las construcciones discursivas y los modelos sociales. Aun así, el derecho común y ordinario transgredió las formulas del modelo progresista y, por supuesto, de los códigos. El triunfo de la tradición se explica, como ocurrió en el siglo XIX, por la extraordinaria penetración que la costumbre poseía en la sociedad. La convivencia entre el derecho sancionado por la política y el derecho consuetudinario sancionado por la sociedad fue permanente durante el siglo XIX.

 

La moral social: principios orquestadores de la política progresista

 

La moral social definió el conjunto de valores y principios que potenciaron la constitución de un ciudadano ejemplar, productivo y culto, favoreciendo su plena incorporación, posicionamiento y desenvolvimiento en el discurso social del Estado. La moral religiosa, en cambio, reguló costumbres y comportamientos según un código sancionado por la Iglesia con el objetivo de socorrer el alma y purificar el espíritu en cualquiera de las dimensiones y complejidades de las creencias y concepciones de credo. Por lo tanto, la idea de una moralidad social arrogada al espíritu político de principios del siglo XIX rompió en exclusiva significación religiosa.

 

Esta moralidad social, por supuesto, fue el estandarte que se desplegó desde los comienzos del México Independiente en todos los niveles de la política nacional con la intención de emprender un nuevo rumbo nacional y, en consecuencia, fue ampliamente divulgado en el discurso decimonónico. La moralidad social no pretendió definir una política sino un modo de comprenderse como sujeto social y, en este sentido, el progreso fue el concepto fundamental que articuló la política y la moral social. Esta articulación, sin embargo, tenía una ambición única: la modernización. Las buenas costumbres fueron una característica importante de la moral social. De ahí que la sociedad funcional, moderna y progresista se pretendiera construir gracias a una sólida formación educativa y de civilidad, culta y utilitaria.

 

En este escenario no puede estimarse una vida social ajena a los principios fundamentales del progreso. La moralidad social estuvo presente en todas las actividades cotidianas porque determinó un modo de vida que coincide con los intereses nacionales. La representación individual constituyó el eje vertebral de rechazo contra los obstáculos de la civilización que

 

“… alienta los buenos sentimientos y preserva como perfume dedicado á las costumbres de la disolución; que encamina todo esfuerzo, todo trabajo bien y beneficio de la verdadera salud de las sociedades, no puede dilatar su apacible reinado cuando para derribarla conspiran los partidos y levántense airados los brazos de los ciudadanos que rehúsan someterse á su yugo morigerado.”[9]

 

La importancia de las buenas costumbres fue fundamental porque éstas decidieron la condena del juego prohibido y el privilegiode las artes cultas. La moral social fue indispensable en las tareas de sancionar los principios del correcto comportamiento, propios de la gente educada, culta, progresista, que definió sus lugares en la sociedad. Este lugar social, sin embargo, también se estableció por una intensa preocupación material, impulsada por la modernidad, que gestó los principios del consumismo.

 

El progreso llegó acompañado de sitios comunes. La idea del progreso se asoció con el individuo respetado, admirado, trabajador, culto y urbano. Aun así, el materialismo contribuyó al distorsionar esta imagen y a finales del siglo XIX comenzó a identificar a sujetos poderosos, productores, cultos y ricos. El exhibicionismo se manifestó en las grandes construcciones palaciegas y en la ostentación de riquezas excesivas. La imagen pública fue muy importante y, por lo tanto, la embriaguez se consideró la actividad más perniciosa del hombre modelo debido a la imagen negativa y denigrante en este estado. Los valores y principios se diluyen y cualquier estampa positiva y ejemplar no puede posicionarse en el mundo del progreso, proclive a las imágenes negativas y contradictorias con la moral social. El juego prohibido, sin embargo, nunca causó esta impresión. Las enseñanzas anti-alcohólicas divulgadas en lecciones prácticas intentaron salvar aquellas imágenes perjudiciales de un sistema moral que se resistió a trastocar las bases de lo correcto, estimulando la propiedad de las conductas sanas e higiénicas.

 

Por lo tanto, la moral también representó un estilo de vida. En el siglo XIX se atribuyó a la moral el régimen de las buenas costumbres según el principio del bien o el mal, el vicio y la virtud. [10]

 

En la primera mitad del siglo XIX, las fuentes definen la moralidad como una

“doctrina o enseñanza perteneciente á las buenas costumbres y al arreglo de la vida.– La capacidad de las acciones humanas para ser ó denominarse lícitas o ilícitas” [11]

 

“Conciencia, discernimiento moral que el hombre posee para juzgar de la bondad ó malicia de las acciones humanas.– Inclinación natural á practicar el bien, propensión instintiva que inclina al hombre al cumplimiento de una ley que dice: Haz el bien y lo que es justo, evita el mal y lo que es injusto.– Conveniencia ó conformidad de las costumbres con los preceptos de una sana moral.– Cualidad, condicionó naturaleza de las acciones, que las constituye buenas ó malas, lícitas o ilícitas.” [12]

 

La moral y la moralidad fueron escenarios compartidos de la sociedad modelo. La sociedad decimonónica se explica como un conjunto de

 

“relaciones estrechas, extendidas y variadas entre los hombres; que comprende á la vez el desarrollo del trabajo y de la industria, el progreso de las luces y del gusto, la consolidación del orden general, el mejoramiento de las costumbres públicas y privadas; siendo en parte el fruto de las instituciones políticas, civiles y religiosas. Las influencias de la moral práctica obran poderosamente sobre ella, porque estrechan los vínculos entre los individuos, fortalecen el respeto á la equidad y las disposiciones á la benevolencia; estimulan al trabajo y le aseguran su recompensa, protegiendo la propiedad; favorecen las luces, nutriendo el amor á la verdad, y secundando los esfuerzos de la meditación; como también el gusto, depurando y ennobleciendo el sentido de lo bello. […] El trabajo, sea por él mismo, sea por los frutos que de él se obtienen, da al hombre el justo sentimiento de su dignidad.’[13]

 

La idea de progreso constituyó el estandarte proseguido en el discurso modernizador. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, en Europa y Estados Unidos, la idea del progreso se posicionó como la idea dominante que configuró el modelo común de las sociedades occidentales, impulsando los principios de la igualdad, justicia social y soberanía popular. El discurso hegemónico también comprendió la evolución de los pueblos mediante el desarrollo artístico y científico; por este motivo, la ciencia y el científico coincidieron en el vocabulario decimonónico. La idea de progreso, al mismo tiempo, estimuló la secularización de la sociedad, como una fuerza impulsora de las formulaciones modernas del progreso, [14] fracturando las cercanas relaciones entre Iglesia y Estado. Así, desde las primeras décadas del siglo XIX en el discurso político se advirtió la sensación de romper con los antiguos modelos que eclipsaron el futuro nacional, propagándose en el espíritu patriota un discurso cuyo principal componente fue el progreso. La noción de progreso fue copiada con la intención de reproducir la prosperidad norteamericana y de algunas naciones europeas que gozaban de altos niveles de bienestar social, económico y cultural.

 

“Es deber capital de todo ciudadano contribuir á que compenetre en las masas populares, inculcar y arraigar la creencia de que no es buen ciudadano el que no instruye ni educa á sus hijos, he aquí la labor ineludible de todo gobernante que ame sinceramente á su patria y que aspire al título de progresista y civilizado.”[15]

 

La admiración por una sociedad ansiosa por los conocimientos científicos y técnicos, el cultivo y florecimiento de las artes, la belleza arquitectónica de sus ciudades y la avanzada política que permitió la formación unos ciudadanos ejemplares, motivaron que el desarrollo europeo y norteamericano, definiera los cánones del progreso y modernización decimonónica. A estas alturas las autoridades políticas por supuesto tan sólo tienen una imagen construida del progreso de esas naciones y en su anhelo están conscientes que dicho progreso respondía a realidades históricas muy distintas a la nacional. Además, las condiciones económicas y, sobre todo, políticas poco favorables, incidieron en el clima de inestabilidad que caracterizó a la mayor parte del siglo XIX. La secularización de las instituciones apenas comenzó en la segunda mitad de dicho siglo. El progreso intermitente, exclusivo de algunos grupos poderosos de la economía y la política, contrastó porque sólo se manifestó en la magnífica imagen de modernidad de la ciudad finisecular.

 

Una de las tareas medulares de la política fue la instauración de un discurso constructor de valores y principios nacionales que denostaran la inutilidad social sobre las responsabilidades y compromisos ciudadanos. Esto significó que la moral social jugó un papel destacado en impulsar el progreso lento, gradual, con el objetivo de cristalizar en una modernidad. De ahí que el desempeño individual y colectivo, de la política, instituciones y Estado fueran capitales en el progreso y la modernización. Así, en un impreso puede leerse:

 

«Las comodidades y conveniencias particulares, no necesarias para la vida del individuo, tienen que ceder ante las exigencias y conveniencias públicas, necesarias para el progreso y engrandecimiento de los pueblos.»

«Esta base irrevocable de la prosperidad de las naciones, se funda en la justica de rigurosa preferencia con que el interés general de las masas se sobrepone á cualquier interés particular.» [16]

 

Este discurso, reproducido mediante arengas políticos, reglamentos y demás disposiciones jurídicas, libros de texto, manuales de urbanidad, prensa, etc. fructificó casi de manera inmediata en una élite reconocida y hermanada con los círculos del poder. Las mayores dificultades se facturaron en el pueblo llano, analfabeto, con costumbres irreconciliables con el discurso progresista, con el trabajo de productividad y con interés en actividades culturales. Tampoco hubo demasiado empeño en insistir en la propagación del discurso progresista porque las resistencias al cambio por lo general son más fuertes en las clases subalternas; esto no significó su absoluto abandono sino que se redireccionó en lecciones de moral social aplicada en prácticas reconocidas y con mucha aceptación cotidiana, como el fenómeno lúdico y las costumbres. En este sentido, la moralidad definió normas de comportamiento, divorciadas de los mexicanos, aquellas asociadas con la violencia y la criminalidad, atribuyendo dichas conductas a la riqueza y a las personas extranjeras y de otras partes del país. Esta apreciación se manifestó principalmente a finales del siglo XIX cuando el advenimiento de una mayor criminalidad, robos, asaltos y asesinatos arengaron la cotidianidad mexicana [17]. De ahí que se replicara por una moralidad pública debido a que

 

“La moral es el primero y más noble elemento de la vida social, como que los sentimientos que de ella emanan son los que inspiran las sanas costumbres y los que producen hasta el heroísmo de las virtudes públicas. Cuando empieza á perderse, cuando rota la cadena de su benéfico dominio, el vicio se enseñorea de las masas corrompiendo las costumbres y sembrando el crimen, la sociedad se enerva, como que entonces está enferma, la indiferencia por el bien general se va extendiendo y el egoísmo más repugnante engendra rasgos dignos de los pueblos bárbaros.”[18]

 

El manifiesto del progreso social se diseminó entonces en toda la sociedad mexicana y la educación fue uno de sus estandartes más significativos. De ahí que, en 1905, aun se recogiera a la instrucción pública como garante del florecimiento de los pueblos,

 

“Palanca poderosa con que los Gobiernos fomentan en sus gobernados las grandes aspiraciones que conducen al perfeccionamiento de la humanidad.”[19]

 

No obstante, no existían las condiciones político-administrativas, tranquilidad pública ni Estado suficientemente fuerte capaz de operar este discurso. De ahí que se privilegiara la funcionalidad administrativa como primer instrumento que intimara con la oportunidad de potenciar las energías de funcionarios eficientes y efectivos. La jurisprudencia orquestadora de un sistema legal constituyó una herramienta de primer orden porque elaboró un cuerpo de leyes –sistematizadas según los valores y los principios de la moral social– reconocidas y sancionadas por el Estado. Esta modalidad también registra una moralidad pública que procuró el afianzamiento de una cultura política empeñada en reestructurar la administración y mejorar la imagen de los funcionarios públicos. En este sentido, constituyó una base fundamental de la modernización pública, administrativa, política y de sus bases sociales.

 

En este contexto la política comenzó a demandar la incorporación de funcionarios seleccionados por su competencia, con la formación suficiente para contribuir en una administración orientada a la introducción de cambios que estimularan trabajo, productividad, inversión, etc. y, al mismo tiempo, fomentar nuevas ideas. El progreso como recurso inequívoco de la modernidad. Los notables, ciudadanos reconocidos por un modo honesto de convivencia y una racionalidad de pensamiento fueron, a partir de entonces, los únicos funcionarios públicos. Al mismo tiempo, se presumió que si el candidato poseía propiedades y recursos económicos suficientes,[20] su compromiso por el bien público sería más efectivo y la corrupción desaparecería gradualmente. Estos valores supremos se arrogaron a los funcionarios públicos como disfraces de los cambios esperados en opinión política.[21]

 

La promoción política validada a través de la notabilidad no surgió del crédito personal sino de una acreditación legal. Los síndicos del ayuntamiento fueron los funcionarios responsables de despachar unos documentos llamados atestados de buenas costumbres, después de una valoración de conducta pública del candidato a funcionario público. Estas cartas de moralidad y buena conducta aparecieron en 1826 como requisito indispensable antes de calificar como funcionario o de su nombramiento como servidor público. A pesar de las buenas intenciones, lo cierto es que éstas se entregaban a diestra y siniestra, sin consideración de la honorabilidad y honestidad de las personas. Por lo tanto, esta práctica no significó una apuesta ciega por la honestidad y exenta de corrupción, ello determinó que en el combate a la corrupción desde 1828 comenzara la aplicación de suspensiones y arresto de los funcionarios deshonestos y ajenos al ejercicio de sus funciones.[22] Aun así, a finales del siglo XIX éstas siguieron siendo un requisito indispensable para aspirar a un cargo público.[23] El mal gobierno continuó existiendo. En este contexto, José María Luis Mora escribió con propiedad:

 

“De nada sirven las mejores [leyes] si no hay costumbres y si hay flojedad o desidia en los funcionarios públicos encargados de su cumplimiento.» [24]

 

En el imaginario político, la incorporación de los notables contribuyó a defender el buen gobierno. La prensa oficial, por su parte, se dedicó destacar la moralidad administrativa y el espíritu democrático de la administración.[25] De ahí que las autoridades se manifestaran por el compromiso y el deber de la administración pública como rectora de la sociedad:

 

ES UN DEBER.

A todos interesa la Administración Pública.

Influye en el trabajo, en los negocios, en la familia y en todo lo que se relaciona con la vida en sociedad.

A la Administración pública están encadenados los derechos, las garantías, la libertad y tranquilidad de los ciudadanos.

Los ciudadanos que permanecen indiferentes cuando la ley y la conveniencia ordenan que pongan toda su buena voluntad en la renovación de los Poderes Públicos, dejan su suerte y la suerte de sus familias y de sus asuntos y del Estado en general, en manos de la audacia y á merced de los que utilizan el gobierno como un botín que se les abandona.

Es una obligación para todos los yucatecos, expresar en beneficio de esta entidad federativa, la opinión que conforme á su conciencia tengan acerca de la renovación de poderes.

La indiferencia es un delito; la falta de valor civil una vergüenza.

El que expresa sus sentimientos, ejercita un derecho y cumple con un deber.[26]

 

La preocupación por establecer un modelo de control del orden público demandó la atención urgente en el siglo XIX ante la inseguridad generalizada. De ahí que los bandos de buen gobierno inauguraran las medidas de regulación de la vida social.[27] Así, el buen gobierno puede definirse como un conjunto de medidas políticas destinadas al control y solución de los conflictos y tensiones que inquietan la paz pública.[28] La paz pública, se presumió, germinaría una sociedad que funciona según los principios de urbanidad, sana convivencia y buenas costumbres gracias a la efectividad del régimen político.

 

La Revolución triunfante reclamó la transformación de las instituciones y, por lo tanto, la renuncia de todos los funcionarios públicos se convirtió en una demanda necesaria con la intención de moralizar a las autoridades. Así, esta medida prometió la reorganización política de un sistema caduco y obsoleto a un sistema conciliador con las nuevas orientaciones democráticas. [29] En este sentido se asumió el papel del funcionario público como un compromiso con los ideales revolucionarios, de convencimiento, honradez, justicia, compromiso y responsabilidad con la administración. Un funcionario exento de corrupción y extorsión al capitalista o al pueblo.[30] En una política sin precedentes, se impulsó una campaña moralizadora de las costumbres públicas mediante la prohibición de las corridas de toros, lidias de gallos, venta de alcohol, prostitución reglamentada y otras inmoralidades que desde su perspectiva, en poco contribuían al progreso del estado.[31] Aun así, surgieron voces contra los logros revolucionarios que dudaron de sus avances y en el Año Nuevo de 1914 describieron una situación de duelo

 

“víctima de supremas angustias y terribles días de prueba; la libertad sufre pavorosos estremecimientos y el Progreso ve derrumbado su antes espléndido edificio […] ¿Cómo ha de ser a nuestro favor el saldo? ¿Qué derechos tenemos para regocijarnos como en los mejores tiempos, al saludar al nuevo sol, pletóricos de alegría por nuestros triunfos y sonrientes por nuestras esperanzas?”[32]

 

Orden y paz públicas: necesidades del progreso

 

En 1851, un periódico publicó que la moral constituye

 

“una necesidad de los pueblos; ella no puede existir sin el orden; sin el orden no hay paz, y sin paz las naciones no tienen más que una existencia quimérica.”[33]

 

Ciertamente sin una estabilidad política, militar y clima social favorable no existían las condiciones necesarias para el efectivo funcionamiento de las instituciones. Las instituciones, al mismo tiempo, direccionan el marco político que rige el sistema social a través de un conjunto de disposiciones orientadas a la creación, conservación y proyección de un marco social de tranquilidad y paz públicas. La ausencia de alguna de ellas desemboca en tensiones, crisis o conflictos; la ausencia de ambas genera desordenes y descontentos graves que obstaculizan el funcionamiento social y político. A lo largo del siglo XIX, sucedió una u otra situación porque hubo un mayor predominio de la inversión política y personal. Los caudillos y luchas por el poder y repetido intento de control caracterizaron la mayor parte de este siglo. En estas condiciones no existió ni orden ni progreso, conceptos configurados en la escena nacional como orquestadores del progreso nacional.

 

Las sentencias contra el desorden, la criminalidad y la vagancia urbana fueron algunas de las primeras medidas instrumentadas en la política renovadora de la sociedad decimonónica. En las primeras décadas del siglo XIX nació el principio de orden y progreso, a menudo asociado con el porfiriato. Este lema triunfalista de finales del siglo se originó como instrumento discursivo de los objetivos nacionales. Sin embargo, en términos generales, hubo escasa efectividad. Aun así, el orden no resuelto en el terreno político y militar no fue el mismo que el generado en las ciudades. En la ciudad decimonónica hubo control del orden gracias a una serie de herramientas distintas que evitaron el colapso social y, además, que las intrigas y coyunturas de la política nacional se atomizaran en los rincones cotidianos. Esto no significó que no existieran conflictos de las contradicciones entre modernidad y tradición. [34] Ciertamente, la principal dificultad de las instituciones fue la divulgación de un discurso que, por un lado, defenestró costumbres populares y, por otro lado, autorizó las costumbres elitistas y cultas. La barrera psicológica entre ambas complicó la aceptación del discurso modelo porque de repente, desde el poder, se pretende que el pueblo abandone comportamientos, tradiciones y modos de vida. La respuesta, por obvias razones, rechazó cualquier oportunidad de un diálogo conciliador porque desde las primeras medidas floreció el descrédito de éstas, estigmatizadas como bárbaras, incivilizadas. El progreso, la moral social y el ciudadano ejemplar fueron los representantes únicos aceptados en el concierto social. De ahí que los conflictos florecieron con intensidad y las rupturas del orden fueran consideradas como peligrosas para el progreso.

 

El orden social se fincó en los principios del buen gobierno que intentó, según su código de valores, aplicar la justicia. La consolidación del valor social de las instituciones radicó en garantizar la tranquilidad y paz pública, sin alterar las relaciones de poder que objetivan el progreso porque más importante que el orden fue conservar el control social del pueblo llano, evitándose así conflictos mayúsculos por no consentir la utilización de su propio código de valores. La aplicación del orden, por lo tanto, expresaría sanciones efectivas y persecuciones interminables que romperían el frágil equilibrio del orden simulado del siglo XIX. En este sentido, el discurso moral comenzó a divulgarse como valor de cambio

 

“La moral da fuerza, porque coliga las inteligencias y las voluntades para hacer el bien. La moral civiliza, y la civilización es la luz que enseña el camino de las buenas acciones; y con la fuerza y la luz se puede atravesar una senda escabrosa y ver más allá de un horizonte sombrío. Sin moralidad, se relajan los resortes del orden social; los ciudadanos, hermanos entre sí por su origen y sus necesidades, se ven como enemigos y se desgarran cual tigres.”[35]

 

No obstante, los conflictos florecieron en todo momento. El siglo XIX fue una representación de inestabilidad, rebeliones, revueltas, motines, asonadas, motines y levantamientos. La compleja y agitada convivencia secular incidió en que a menudo se le denomine el convulso siglo XIX. La templanza de las autoridades contra las prácticas vulgares, grotescas, bárbaras o incivilizadas, como fueron conocidas, puede explicarse como un intento simulado de sortear los enfrentamientos directos contra las costumbres, evitando de esta manera los potenciales conflictos con la población mayoritaria de la ciudad.

 

El discurso del orden público entonces comenzó a asociarse con las costumbres. El orden respondió a los principios de control situacional de la tranquilidad pública como contribuyentedel funcionamiento social. De ahí que, en 1824, el Congreso del Estado autorizara el allanamiento de residencias sin las formalidades prescritas por la Constitución y prohibiera las reuniones públicas no autorizadas; en 1825, la Constitución para el gobierno interior de los pueblos demandó seguridad y el orden público. El orden público, coincidente con los conceptos comodidad y seguridad, aseguraba la conservación de los bienes ciudadanos. [36] En esta coyuntura, en 1831, el jefe político superior de Yucatán destacó que la tranquilidad de la sociedad sólo es posible gracias a la sanción de leyes con la capacidad de reprimir y controlar los conflictos.[37] En los mismos términos, el Congreso estatal de 1833 insinuó que el orden público únicamente podía conservarse mediante leyes drásticas; en efecto, desde este mismo año, se autorizó a las autoridades expulsar de los límites estatales a los individuos considerados una amenaza de la tranquilidad pública. [38] Una circular datada en 1837 adujo que los hombres proclives a las discordias y subversiones por lo general tienden a generar descontento entre los ciudadanos; en este ánimo se destinaron mayores recursos en la vigilancia y control del orden, mediante la utilización de la energía suficiente “á fin de que se conserve á toda clase el sosiego social.” [39] Un lustro más tarde, en 1842, se ordenó la formación de un registro estatal de armas de fuego.[4o] De ahí que los códigos penales (1872, 1896 y 1905) incluyeran un articulado supresor, sin la licencia respectiva, de la portación de armas. El orden ciudadano, el orden social, el orden cívico determinó los intereses de la política pública; la tranquilidad constituyó el estadio ideal del orden y la escenificación de la realidad política.[41]

 

Ciertamente, la tranquilidad política y pública incidieron en la dirección de las políticas rectoras de un convulso, militar y político, siglo XIX. La alternativa política del imperialismo de la década de 1860 no diluyó la crisis sino la intensificó en un conflicto armado que devino en una transición al porfiriato resolutivo y transformador. Aun cuando el discurso imperialista asumió el compromiso de armonía pública y la enorme significación del orden, la situación política opositora desestabilizó las nobles intenciones políticas. Aun así, el discurso oficial se empeñó en justificar un modelo social de carácter populista, legítimo y sistemático que contribuiría al fortalecimiento del Estado.[42] Este discurso se desplegó en los periódicos oficiales, como La Nueva Época que publicó acerca del orden

 

“triunfo de la razón […] la brillante aurora del orden administrativo, del imperio de la moralidad y de la justicia y el término de los males que nos hacían ir para atrás á pasos agigantados cada día.«[43]

 

Así, coincidió con la administración, la moral y la justicia, el orden se expresó como un instrumento necesario del interés nacional. El orden, al mismo tiempo, limitó el poder en el umbral de los valores supremos de la nación.[44] Un articulista redactó en el último tercio del siglo XIX

 

“ese decaimiento moral de que hoy adolecen todos los caracteres y que ha amortiguado la noble energía de los espíritus […] es la desmoralización general que se extiende desde las esferas más elevadas hasta las más humildes, desde el gobernante hasta el ciudadano, desde las instituciones hasta las costumbres, desde la política hasta las últimas manifestaciones de la vida social.”[45]

 

En la política de orden y progreso, la célebre pax porfiriana, las noticias coinciden en una ley mordaza que eliminó libertades y las veces opositoras fueron claudicadas por la cárcel y la represión inmediata. La prosperidad se fincó potenciar las enormes oportunidades de una mayoría destinada a la servidumbre, beneficiando a una minoría cercana con el poder político. Por este motivo, en 1905, se manifiesta sin inquietudes ni perturbaciones significativas de la tranquilidad y la paz pública.[46]

 

La relativa tranquilidad del periodo revolucionario prosperó gracias a los intereses políticos por conservar la paz pública. En el mismo discurso político se subrayó acerca de la importancia de que reinara un ambiente de armonía y tranquilidad, necesarios para la seguridad y la prosperidad del pueblo yucateco.[47] Una circular de septiembre de 1911 defendió, en este sentido, la responsabilidad de lograr la conciliación política entre los bandos con el propósito de evitar conflictos y, por consiguiente, en un decreto se condonaron los delitos cometidos por el fragor político.[48]

 

Imaginarios y representaciones del progreso

 

Los imaginarios del progreso inundaron cualquier cantidad de discursos políticos y artículos periodísticos. La moral social, como estandarte de prácticas cotidianas que definieron las buenas maneras, arregló la esencia de un ciudadano ejemplar contra los sujetos inútiles, ajenos del proceso civilizador en construcción. En efecto, la construcción simbólica del progreso fue el motor que el Estado utilizó para fomentar la ruptura de las costumbres y usanzas consideradas incivilizadas, bárbaras e inmorales en el nuevo código de sociedad decimonónica.

 

La representación social generó una notoria contradicción del imaginario social. Aun cuando las políticas modernizadoras impulsaron un discurso contra la tradición y las costumbres, poco pudo hacerse contra el arraigo de determinadas conductas. El pueblo grotesco e inculto fue una característica signada a todo aquel sujeto no partícipe de los cambios.Las grotescas imágenes del pueblo incivilizado también acompañaron la imagen de ciudad que los extranjeros reprodujeron en sus memorias de viaje. Esta imagen agresiva contra la intención progresista constituyó una lápida que era preciso eliminar con rapidez. No obstante, el discurso progresista promovió un discurso oculto que, al mismo tiempo, brindó condiciones para la conservación de las tradiciones resistentes al cambio. En este doble discurso existieron, por obvias razones, muchos intereses del grupo dominante. [49] La arenga pública, como manifestación social de las funciones y moderadoras de los comportamientos, fracasó en la primera mitad del siglo XIX porque su representación configuró un doble discurso: el de la sanción y el de la conducta. Ambos no coincidieron una comunidad que sancionó según criterios sin una clara definición y, por lo tanto, las conductas funcionaron sin una determinación regida por los códigos vigentes. Las prácticas prohibidas no se ocultaron, como a menudo sucedía, porque las autoridades toleraron su existencia.[58] El comportamiento político impredecible favoreció el descontrol social de las ideas proclamadas desde el progreso e interrumpió durante la primera mitad del siglo XIX el avance hacia la modernización. En el discurso oculto no sólo describió el comportamiento negativo del pueblo llano sino también de las élites que activaron un conjunto de reglas domésticas y privadas (residencias y clubs), ausentes del escenario público, en los que convivieron las familiar y los personajes más reputados de la sociedad. La inmoralidad y ciertas costumbres llamadas bárbaras, en lo íntimo y privado, fueron comunes y continuaron practicándose. Los discursos y campañas contra estas prácticas, aunque no siempre fueron perseguidas con ahínco, florecieron en lo público con el propósito de continuar en dirección del progreso y civilización de las costumbres.

 

En este escenario político, liberales y conservadores, tuvieron cierta compatibilidad hasta la ruptura radical de los segundos. La apuesta por una monarquía europea tuvo la intención de inyectar un modelo de modernización eficiente y potente desde el interior de la misma Europa. En efecto, en la década de 1860 se reconoció el fracaso mexicano en su empresa modernizadora. Las innumerables luchas políticas y militares colapsaron cualquier intento de éxito ante una economía en bancarrota, conflictos político militares interminables, violencia y criminalidad urbana en crecimiento y un pueblo marginado en grandes proporciones. La solución del trastorno nacional, un hombre, una monarquía: el Segundo Imperio de Maximiliano. La prensa oficial justificó su nombramiento como el redentor de la nación.[51]

 

Las ideas de la moral social y progreso continuaron siendo importantes. La racionalidad fomentada en la administración fue un nuevo valor incorporado con la intención de construir una política social según cuatro principios. 1) Necesidad urgente de elaborar un cuerpo legislativo eficiente y efectivo común a los ciudadanos sin distinción. 2) Necesidad individual de asumir su papel en la sociedad, aplicándose en las actividades de mayor competencia, sin intervención de la religión. Se confirmó la importancia de la secularización realizada en la Reforma. [52] 3) Necesidad de reconocer y organizar un Estado fuerte capaz de impulsar el funcionamiento de las instituciones e instrumentar los códigos sancionados. 4) Necesidad de combatir la tradición y las ideas retrógradas, impulsando cambios y mejoras asociados al progreso con el objetivo de conquistar un espíritu exitoso y estimulante de los beneficios colectivos. La razón del progreso contra la irracionalidad de la tradición.[53] En este periodo pueden advertirse incipientes manifestaciones de progreso. La discontinuidad del proceso fue determinada por las luchas políticas, los enfrentamientos militares y, sobre todo, el repudio popular que limitó la efectividad del programa político. Los imperialistas, incapaces de controlar esta coyuntura, firmaron su fracaso.

 

 

La solución del progreso no cristalizó con los gobiernos liberales. La estabilidad floreció durante el periodo conocido como porfiriato. Los tiempos del orden y progreso se instauraron en este régimen. Con la estabilidad política y bélica lograda durante la administración de Porfirio Díaz, en efecto, se transformó el escenario político, social y económico.[54] De ahí que en su programa administrativo de gobierno, Guillermo Palomino, estableciera que su único anhelo se sintetizara en “el progreso en todas sus nobles manifestaciones, así intelectuales como materiales, como del orden político, económico y social”.[55] La modernización se conquistó en la sociedad mexicana con características reproducidas en los modelos sociales occidentales, cuyo modelo a menudo trastocó sus cimientos a través de una moralidad fingida porque favoreció la introducción de una nueva modernidad en la lectura; ciertamente, las libertades defendidas por la modernidad impulsaron una moral amparada en

 

“la inversión de los más respetables principios sociales, como una entidad depravada que se tambalea por la embriaguez de los vicios más nefandos, sobre las ruinas del sentido común.”[56]

 

 

Esta misma fragilidad en la modernización se cobijó en una superficie artificial que solo incorporó a ciertas familias pudientes y a una próspera clase media, esquivando a la mayoría india, trabajadora del campo. Las desigualdades en el equilibrio social comenzaron a fracturarse a partir de la Revolución triunfante de 1910. Salvo excepciones menores, los conflictos del movimiento revolucionario no se manifestaron de manera importante en la ciudad. De ahí que José Zulueta, un autor de principios del siglo XX, estableciera que el nacimiento de la democracia revolucionaria sólo podía fructificar en la medida de que pudieran materializarse los elementos modernos de la civilización.[57] La moral social involucró, asimismo, como bandera central la figura del trabajador. En efecto, el modelo social insistió en una orientación política, distinta de la antigua noción de progreso, que trató de establecer la igualdad de los hombres y procurar la repartición equitativa de la riqueza en las mayorías y, por este motivo se asumió que cuando el sistema fracasa tiende a florecer la pobreza, sinónimo de retraso y fractura del progreso, de manera que es preciso construir

 

“una senda de la bienandanza, es preciso que nosotros tendamos a llevarlo hacia adelante, impulsarlo con nuestras energías al derrotero del progreso y de la ciencia, con todos nuestros esfuerzos y entusiasmos.»[58]

 

Las libertades alcanzadas gracias a la Revolución motivaron, por un lado, una crítica feroz contra el porfirismo y, por otro lado, defenestrando la denominada Teoría de los hombres necesarios en la medida que

 

 

“ha ocasionado mayores males á las democracias incipientes que los demás trastornos con que á cada paso tropiezan en los inciertos comienzos de su vida.»[59]

 

De ahí la advertencia y demanda de un ciudadano comprometido y responsable del progreso. Este progreso, incluido en la educación, se destacó en todos los niveles debido a la urgente necesidad de una ley única.[60] El papel de los individuos, por lo tanto, presumió su plena incorporación en el proyecto nacional, apoyado por un aparato institucional que favorezca las condiciones necesarias para su desempeño. La democracia implicó igualdad de condiciones para todos los individuos y por ello, se concedió a los presos, detenidos por delitos menores y hayan cumplido la mayor parte de su sentencia, el derecho del indulto.[61] Esto quiere decir que el progreso revolucionario se asoció con la constitución de un sólido cuerpo legislativo en defensa de los trabajadores, igualdad, derechos, libertad, trabajo, etc. Estos factores representaron el estandarte del modelo social que impulsó el reconocimiento del individuo, con un Estado garante de las condiciones necesarias y fundamentales, para que asumiera su papel de compromiso, responsabilidad y dedicación, según los principios de una estricta moral social, exenta de cualquier influencia objetiva del raciocinio.[62] De la misma manera, la noción de utilidad social se reconoció en todos los individuos y, en respuesta, la autoridad revolucionaria trató de conciliar los intereses públicos con los intereses privados. Por este motivo, trató de abortarse el indicio de la fe, religión e Iglesia en la medida que se consideraron subjetivas, irracionales y causantes de la ignorancia de los pueblos. En este sentido, nacionalismo revolucionario procuró la regeneración de un nuevo hombre: educado, sin vicios, racional, ateo, organizado y cooperativo, disciplinado y trabajador. Este nuevo significado de progreso y civilización se advirtió en el reconocimiento político de los tiempos de la Revolución:

 

“Yucatán está despertando a la luz. Tras de largos y dolorosos años de oscurantismo, de ignominia y de tiranía, y después de sufrir en la época nefanda de Olegario Molina, la opresión más cruel y más salvaje, época de perversidades y de abyección donde el pueblo era considerado como paria, según la escuela de Porfirio Díaz, nuestro Estado comienza a disfrutar de los beneficios de la civilización, a conocer los goces de la libertad, a saber lo que significa la ciencia, el arte, la cultura y todo cuanto para elevar y dignificar a los hombres. Emancipados los ciudadanos del ominoso yugo que los mantenía en la opresión, en el error y en la mentira, ya inician su marcha hacia el progreso, hacia el ideal magnífico en donde la humanidad entera tiene puesto los ojos y sus esperanzas mejores.”[63]

 

Consideraciones finales

 

En síntesis, puede decirse que la administración lejos de perfeccionarse a menudo cayó en letargo debido a que los notables no tenían la preparación para los negocios de gobierno[64]. Esta falta de preparación se explica porque por lo regular el único instrumento de enseñanza política de los nuevos funcionarios fueron los denominados catecismos políticos, pequeñas obras informativas sobre derecho patrio, político y constitucional, economía política, comercio y agricultura, cuestiones fundamentales en la administración pública.[65] La sociedad decimonónica vivió en un mundo artificial porque fue eclipsada por una modernidad manifiesta en la riqueza y bonaza de ciertas familias de la élite, en algunas representaciones de la llamada alta cultura europea y en las grandes construcciones arquitectónicas de las ciudades, mientras que la mayoría de la población vivió en situaciones paupérrimas y a expensas de las políticas que favorecieron su utilidad según demandaran los grandes capitales de inversión.

 

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NOTAS

 

*  Genny M. Negroe Sierra: Doctora en Estudios Mesoamericanos por la Universidad de Hamburgo. Sus últimas publicaciones son Izamal Festivo (2006) y Santuario en Yucatán. Pasado y presente (2004). Se especializa en vida cotidiana, honor, sexualidad y matrimonio en la época colonial. Directora y Profesora Investigadora Titular C en laFacultad de Ciencias Antropológicas dela Universidad Autónoma de Yucatán.

Pedro Miranda Ojeda: Doctor en Estudios Mesoamericanos por la Universidad de Hamburgo. Autor de Diversiones públicas y privadas. Cambios y permanencias lúdicas en la ciudad de Mérida, Yucatán, 1822-1910 (2004) y Las comisarías del Santo Oficio de Mérida y Campeche(2007). Se especializa en el Santo Oficio y en la vida lúdica decimonónica. Profesor Investigador Titular C enFacultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán.

 

** El presente trabajo ha sido presentado en el Congreso Internacional de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC Internacional) “La formación de los Estados latinoamericanos y su papel en la historia del continente” realizado del 10 al 12 de octubre de 2011 en el Hotel Granados, Asunción, Paraguay, organizado por Repensar en la historia del Paraguay, Instituto de Estudios José Gaspar de Francia, Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe, Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini” (Argentina). Entidad Itaipú Binacional. Mesa: Vida cotidiana, mentalidades, identidad y diversidad y su reflejo en los Estados latinoamericanos y caribeños.


[1]JesúsGómez Serrano, “Una ciudad pujante. Aguascalientes durante el porfiriato”, Anne Staples (coord.), Historia de la vida cotidiana. Bienes y vivencias. El siglo XIX, México, El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, tomo IV, 2005, p. 254; DieterLangewiesche, “Liberalismo y burguesía en Europa”, Joseph María Fradera y Jesús Millán (eds.), Las burguesías europeas del siglo XIX. Sociedad civil, política y cultura, Madrid, Ediciones Biblioteca Nueva, Universitat de València, 2000, pp. 194-195.

[2] Genny Mercedes Negroe Sierra, Santuarios en Yucatán. Pasado y Presente,Hannover,VerlagfürEthnologie, 2004, p. 216.

[3]DieterLangewiesche, “Liberalismo y burguesía en Europa”, Joseph María Fradera y Jesús Millán (eds.),Las burguesías europeas del siglo XIX. Sociedad civil, política y cultura, Madrid, Ediciones Biblioteca Nueva, Universitat de València, 2000, p. 195.

[4]Eric J. Hobsbawm, La era de la revolución, 1789-1848, Buenos Aires, Crítica, 1997, p. 240; Edward PalmerThompson,La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, I, 1989, pp. 71-193.

[5]Charles A.Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, México, Siglo XXI Editores, 1982, pp. 152-153, 159.

[6]Eric J. Hobsbawm, La era de la revolución, 1789-1848, Buenos Aires, Crítica, 1997, p. 240.

[7]María del Carmen Salinas Sandoval, Política y sociedad en los municipios del Estado de México (1825-1880), Zinacantepec, El Colegio Mexiquense, 1996, pp. 122-123; Francisco Villacorta Baños y Teresa Raccolin, “Ciencia, arte y mentalidades en el siglo XIX”, Julio Aróstegui, Cristian Buchrucker y Jorge Saborido (dirs.), El mundo contemporáneo: Historia y problemas, Barcelona, Biblos, Crítica, 2001, p. 310.

[8] AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, s/clasif.

[9] La Revista de Mérida, 12 de julio de 1877.

[10]Diccionario de la lengua castellana, Madrid, Imprenta Real, 1832, p. 496; Enciclopedia moderna. Diccionario universal de literatura, ciencias, artes, agricultura, industria y comercio, Publicado por Francisco de P. Mellado, Madrid, Establecimiento de Mellado, XXVIII, 1854, p. 111; Diccionario universal de la lengua castellana, ciencias y artes. Enciclopedia de los conocimientos humanos, Madrid, Astord Hermanos, Editores, VIII, 1878, p. 831. Este modelo conceptual tiene sus antecedentes en el Diccionario de Autoridades, publicado en 1732, con el objetivo de facilitar las funciones de los administradores coloniales. La moral se define como la “Facultad que trata de las acciones humanas, en orden à lo licito ù ilícito de ellas.-Lo que pertenece à las buenas costumbres, ò à las acciones humanas, en orden à lo lícito, ù ilícito de ellas.”

[11]Diccionario de la lengua castellana, Madrid, Imprenta Real, 1832, p. 496. La moralidad, según el Diccionario de Autoridades, definió una “Doctrina ù enseñanza perteneciente à las buenas costumbres y arreglamiento de la vida.-Se llama la capacidad de las acciones humanas, para ser ù denominarse licitas ù ilícitas” (Madrid, Gredos, 1990, II, 1990, pp. 604-605).

[12]Diccionario universal de la lengua castellana, ciencias y artes. Enciclopedia de los conocimientos humanos, Madrid, Astord Hermanos, Editores, VIII, 1878, p. 833.

[13]AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, s/clasif.

[14]Robert Nisbet, Historia de la idea del progreso, Barcelona, Gedisa, 1981, pp. 243-253.

[15]OlegarioMolina, Mensaje leído por el C. Gobernador Constitucional del Estado, Lic. … ante la H. legislatura, el día 1° de enero de 1906 al inaugurar su actual período de sesiones. Contestación del C. diputado Lic. José I. Novelo, Mérida de Yucatán, Imprenta “Gamboa Guzmán”, 1906, p. 12.

[16]Así miramos a nuestra incipiente industria, Mérida, Imprenta de José D. Espinosa, 1864, en Centro de Apoyo a la Investigación Histórica de Yucatán (en adelante CAIHY), Fondo Reservado, Caja XII, 1864, 013. Un discurso casi en los mismos términos se advierte, en 1915, cuando el Gral. Salvador Alvarado afirmó que “los salvadores principios que constituyen el programa de la Revolución tienden a cimentar la felicidad y engrandecimiento del pueblo mexicano” (Diario Oficial del Gobierno del Estado de Yucatán, 23 de marzo de 1915).

[17] La Revista de Mérida, 20 de abril de 1890; La Revista de Mérida, 4 de septiembre de 1890.

[18] La Revista de Mérida, 4 de septiembre de 1890.

[19]Olegario Molina, Mensaje leído por el C. Gobernador Constitucional del Estado, Lic. … ante la H. legislatura, el día 1° de enero de 1906 al inaugurar su actual período de sesiones. Contestación del C. diputado Lic. José I. Novelo, Mérida de Yucatán, Imprenta “Gamboa Guzmán”, 1906, p. 12.

[20]AliciaHernández Chávez,La tradición republicana del buen gobierno, México, Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, 1993, p. 22; María del Carmen Salinas Sandoval,Política y sociedad en los municipios del Estado de México (1825-1880),Zinacantepec, El Colegio Mexiquense, 1996, pp. 41, 43; CAIHY, Fondo Reservado, Impresos hojas sueltas, caja IV-1831, 037.

[21]CarmenVázquez Mantecón, “El honor y la virtud en el discurso político del México Independiente”, Históricas, México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, núm. 52, 1998, p. 18.

[22] AGEY, Poder Ejecutivo, Decretos y leyes, caja 11, vol. 1; CAIHY, Fondo Reservado, Impresos hojas sueltas, caja IV-1831, 037. Un documento interesante puede revisarse en el “Informe presentado el 13 de septiembre de 1833 por el R. Ayuntamiento de esta capital sobre la viciosa administración de los fondos del común y su urgente necesidad de su reforma. Mérida, Imprenta Espinosa, impresor del gobierno”, CAIHY, Fondo Reservado, Folletos, caja III. 1831, 35.

[23] Un número importante de estos documentos se conservan en el archivo estatal. Por ejemplo, pueden verse las cartas de moralidad de Santiago Irigoyen, Carlos C. Betancourt, José Catalino Peniche, Pedro y Alfredo Rodríguez, Luis Félix Gómez, Antonio Castillo Vales, Gerardo Castillo, Rafael Castillo Echánove, José de Santa Flora, Fernando Buenfil, etc. (AGEY, Justicia, Civil, s/clasif.). A finales del siglo XIX los empresarios también comenzaron a demandar a sus empleados estas cartas de honorabilidad y buenas costumbres (El Eco del Comercio, 22 de agosto de 1882).

[24] Citado por Fernando Escalante Gonzalbo, Ciudadanos imaginarios. Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana –Tratado de moral pública–, México, El Colegio de México, 1998, p. 189.

[25] La Razón del Pueblo, 21 de marzo de 1881; La Razón del Pueblo, 4 de abril de 1881

[26] El Pueblo Yucateco, 15 de abril de 1905.

[27] Algunos bandos de buen gobierno de esta época pueden verse en CAIHY, Fondo Reservado, Actas de cabildo de Mérida, libro 21, ff. 144v-145; CAIHY, Fondo Reservado, Impresos hojas sueltas, caja V-1833, 043; AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, vol. 5, exp. 127.

[28]Alicia Hernández Chávez,  La tradición republicana del buen gobierno, México, Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, 1993, pp. 9-10.

[29]Fernando Patrón Correa,Colección de leyes, decretos, ordenes y demás disposiciones de tendencia general expedidos por los poderes legislativos y ejecutivos del estado de Yucatán, formada con autorización del gobierno por…, Mérida de Yucatán, Imprenta “Loret de Mola”, 1912, p. 251.

[30] AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, Información y Propaganda, caja 476.

[31] AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, caja 556. El Manifiesto del Gral. Salvador Alvarado estableció que el adelanto y el mejoramiento, como principios fundamentales de la felicidad de los pueblos, podían alcanzarse mediante la extirpación de los vicios, el abandono de los abusos y el combate a la corrupción (Diario Oficial del Gobierno del Estado de Yucatán, 23 de marzo de 1915).

[32] El Espectador, 1 de enero de 1914.

[33] El Siglo Diez y Nueve, 18 de junio de 1851.

[34]NoraPérez-Rayón Elizundia, México 1900. Percepciones y valores en la gran prensa capitalina, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, Miguel Ángel Porrúa, 2001, p. 183. La conflictividad de la modernidad y la existencia cultural se analiza en ZygmuntBauman, “Modernidad y ambivalencia”, JosetxoBeriain (comp.), Las consecuencias perversas de la modernidad, Barcelona, Anthropos, 1996, pp. 84-85; Anthony Giddens, “Vivir en una sociedad tradicional”, Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 79, 116-118, 128.

[35] El Siglo Diez y Nueve, 28 de mayo de 1851. Casi en los mismos términos discursivos se expresó el “Discurso leido en sesión de la Academia, en 20 de enero de 1850, su autor, socio nato, el Sr. Lic. D. Nicanor Rendón”, en Mosaico, 1849.

[36]Colección de leyes, decretos y órdenes…, 1832, pp. 110, 195; AGEY, Congreso, Acuerdos, vol. 7, ex. 1.

[37] En los mismos términos se expresó la prensa de mediados del siglo XIX: “Después de la instrucción, el otro medio de inspirar moral á los pueblos es la promulgación de buenas leyes, pues teniendo éstas por objeto es mantener el orden, haciendo respetar los derechos de todos, así como evitar los excesos que puedan ser dañosos al cuerpo social, reprimen las costumbres cuando traspasan los límites convenientes” (El Siglo Diez y Nueve, 18 de junio de 1851). Otros ejemplos pueden verse en CAIHY, Fondo Reservado, Impresos hojas sueltas, caja IV-1831, 022.

[38]CAIHY, Fondo Reservado, Impresos hojas sueltas, caja V-1833, 043.

[39]CAIHY, Fondo Reservado, Manuscritos hojas sueltas, caja VII-1837, 012.

[40]CAIHY, Fondo Reservado, Manuscritos hojas sueltas, caja IX-1842, 012; La Razón del Pueblo, 13 de mayo de 1881. En la ciudad de Orizaba con el objetivo de evitar accidentes, las autoridades decretaron un reglamento que restringió el uso de las armas de fuego en los pasatiempos y limitó la cacería a una distancia de media legua de la población (Eulalia Ribera Carbó, “Segregación y control, secularización y fiesta. Las formas del tiempo libre en una ciudad mexicana del siglo XIX”, Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona, Universidad de Barcelona, núm. 36, 1999; Eulalia Ribera Carbó, Herencia colonial y modernidad burguesa en un espacio urbano. El caso de Orizaba en el siglo XIX, México, Instituto Mora, 2002, p. 240).

[41]Fernando Escalante Gonzalbo, Ciudadanos imaginarios. Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana –Tratado de moral pública–, México, El Colegio de México, 1998, pp. 45, 48.

[42]Francisco Álvarez, Anales históricos de Campeche, II, Campeche, H. Ayuntamiento de Campeche, 1991, p. 39.

[43]La Nueva Época, 29 de enero de 1864.

[44]La Nueva Época, 17 de febrero de 1864.

[45]La Revista de Mérida, 12 de julio de 1877.

[46]Olegario Molina, Mensaje leído por el C. Gobernador Constitucional del Estado, Lic. … ante la H. legislatura, el día 1° de enero de 1906 al inaugurar su actual período de sesiones. Contestación del C. diputado Lic. José I. Novelo, Mérida de Yucatán, Imprenta “Gamboa Guzmán”, 1906, p. 6.

[47]Nicolás Cámara Vales,Mensaje leído por el gobernador constitucional del estado, C. Dr. …, ante el congreso local, el día 1º de enero de 1913, al inaugurar la mencionada cámara el actual período de sesiones y contestación del presidente del expresado congreso C. Dr. Urbano Góngora, Mérida de Yucatán, Imprenta Oficial del Gobierno del Estado, 1913, pp. 4-5.

[48]Fernando Patrón Correa, Colección de leyes, decretos, ordenes y demás disposiciones de tendencia general expedidos por los poderes legislativos y ejecutivos del estado de Yucatán, formada con autorización del gobierno por…, Mérida de Yucatán, Imprenta “Loret de Mola”, 1912, pp. 222-224.

[49]James C.Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, México, Era, 2000, p. 27.

[50]James C.Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, México, Era, 2000, p. 28.

[51]La Nueva Época, 29 de enero de 1864.

[52]Francisco Villacorta Baños y Teresa Raccolin, “Ciencia, arte y mentalidades en el siglo XIX”, Julio Aróstegui, Cristian Buchrucker y Jorge Saborido (dirs.),El mundo contemporáneo: Historia y problemas, Barcelona, Biblos, Crítica, 2001, p. 308. Los principios fundamentales de la secularización nacieron gracias a los trabajos de John Locke. La necesidad de separar política y religión se define por la determinación de sus intereses distintos. En la política coinciden asuntos de orden público y procura la solución de los problemas materiales de la sociedad. En la religión se insiste en el carácter privado y personal, intentando encontrar soluciones espirituales (Juan SisinioPérez Garzón, “La trayectoria de la filosofía y la cristalización de las ideologías de la modernidad”, Julio Aróstegui, Cristian Buchrucker y Jorge Saborido (dirs.), El mundo contemporáneo: Historia y problemas, Barcelona, Biblos, Crítica, 2001, p. 228). La secularización definió un proceso histórico y progresivo en un liberalismo preocupado por la atención de instituciones racionales, en oposición a las ideas de la Iglesia, propias del progreso (Eric J. Hobsbawm, La era de la revolución, 1789-1848, Buenos Aires, Crítica, 1997, p. 239). No obstante, en algún momento la prensa de la segunda mitad del siglo XIX llegó a calificar a la Iglesia como un cuerpo de profundos valores morales, útiles para la sociedad y el Estado, porque contribuye a encontrar soluciones a graves problemas sociales (El Mensajero, 3 de diciembre de 1875).

[53] Periódico Oficial del Departamento de Mérida, 6 de febrero de 1865.

[54] La civilización significó la incorporación a los sistemas de producción e intercambio del capitalismo moderno. Por lo tanto, una de las principales políticas implicó la inversión en obras de infraestructura y en las comunicaciones, servicios básicos e introducción de innovaciones tecnológicas. Los cambios en la sociedad, al mismo tiempo, incluyeron la imposición de códigos específicos de higiene y salud, así como una ruptura con las antiguas estructuras decadentes y resistentes al cambio social (RicardoPérez Monfort, Cotidianidades, imaginarios y contextos: ensayos de historia y cultura en México, 1850-1950, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2008, pp. 49-50).

[55] La Revista de Mérida, 23 de enero de 1886.

[56] Diario Yucateco, 17 de enero de 1908.

[57] AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, legajo 2, caja 524.

[58] AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, legajo 2, caja 524. En la prensa oficial, Alvarado publicó en 1915, que “el pueblo yucateco, de suyo ilustrado y amante del trabajo y el progreso, me prestará su decidido concurso para entrar desde luego en el goce de los beneficios de la Revolución y espero que venceremos todas las dificultades en esta labor que igualmente interesa y garantiza a todos, pobres y ricos, obreros y propietarios, profesionales o analfabetas” (Diario Oficial del Gobierno del Estado de Yucatán, 23 de marzo de 1915).

[59] La Revista de Mérida, 28 de julio de 1911.

[60] Diario Yucateco, 12 de noviembre de 1911.

[61] La solicitud, realizada por el Centro Español, respondió a los nuevos tiempos vividos y como recuerdo de la Revolución triunfante. De manera que se aplicó el 16 de septiembre, en el primer aniversario de la Independencia Nacional (La Revista de Mérida, 25 de julio de 1911).

[62] En un artículo titulado “Nuestro modo de ser moral” se destacó la preocupación del carácter violento e inflamable de los meridanos como una preocupación; de ahí que la vehemencia de las pasiones contribuyó a definir comportamientos irracionales (La Voz de la Revolución, 2 de febrero de 1917).

[63]AGEY, Poder Ejecutivo, Gobernación, legajo 2, caja 526.

[64] Acerca de la administración pública puede consultarse “Bases para la administración de la República, hasta la promulgación de la constitución. Mérida, Imprenta de Mariano Guzmán”, CAIHY, Fondo Reservado, Folletos, caja X. 1853, 02.

[65]Ma. Estela Eguiarte Sakar, Ma. Estela, “Historia de una utopía fabril: la educación para el trabajo en el siglo XIX”, Armando Alvarado, Guillermo Beato et al. La participación del Estado en la vida económica y social mexicana, 1767-1910, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1993, p. 289.

 

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Nº  7. Marzo 2012-Febrero 2013 – Volumen III

 

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