Nuestra América. Inventando paradigmas

Boaventura de Sousa Santos

Georg W.F. Hegel (1770-1831) Filósofo idealista alemán

El siglo europeo-americano

Según Hegel, la historia universal transcurre de Oriente a Occidente. Asia es el principio, mientras Europa es el fin último de la historia universal, el sitio donde culmina la trayectoria civilizatoria de la humanidad. La idea bíblica y medieval de la sucesión de los imperios (translatio imperio), en Hegel se torna la forma triunfal de la Idea Universal.

En cada era, un pueblo asume la responsabilidad de conducir la Idea Universal, convirtiéndose así en el pueblo universal histórico, un privilegio que por turnos ha pasado de los pueblos asiáticos a los griegos, luego a los romanos y, finalmente, a los germanos. América, o más bien Norteamérica, conlleva para Hegel un futuro ambiguo, en tanto no choque con el cumplimiento último de la historia universal en Europa.

El futuro de (Norte) América es aún un futuro europeo, conformado por las sobras de la población europea. Esta idea hegeliana subyace a la concepción dominante de que el siglo xx fue el siglo americano: el siglo europeo-americano. Implícita queda la noción de que la americanización del mundo, empezando por la americanización de Europa misma, no es sino un efecto del ardid universal de la razón, propio de Europa, que al llegar al Extremo Occidente, y sin reconciliarse con el exilio al que Hegel lo ha condenado, es forzado a desandar sobre sus huellas y de nuevo trazar el camino de su hegemonía sobre Oriente.

La americanización, como forma hegemónica de globalización, es entonces el tercer acto del drama milenario de la supremacía occidental. El primer acto, en gran medida un acto fallido, fueron las Cruzadas, que dieron inicio al segundo milenio de la era cristiana; el segundo acto, iniciado a mitad del segundo milenio, fueron los descubrimientos y la subsecuente expansión europea. En esta concepción milenarista, el siglo europeo-americano conlleva poca novedad; no es sino otro siglo europeo, el último del milenio. Después de todo, Europa ha contenido siempre muchas Europas, algunas dominantes, otras dominadas. Estados Unidos de América es la última Europa dominante; como las previas, ejerce su poder incuestionado sobre las Europas dominadas. Los señores feudales de la Europa del siglo xi desearon y tuvieron tan poca autonomía respecto del papa Urbano II, aquel que los reclutó para las Cruzadas, como los países de la Unión Europea actuales tienen respecto de Estados Unidos de Clinton, que los reclutan para las guerras balcánicas. 1 De un episodio al otro, lo único que se ha restringido es la concepción imperante del Occidente dominante. Mientras más restringida es la concepción de lo que es Occidente, más cerca queda Oriente. Jerusalén es ahora Kosovo. Bajo estas condiciones es difícil imaginar alternativa alguna al régimen actual de relaciones internacionales que se ha vuelto un elemento central de lo que llamo globalización hegemónica. No obstante, tal alternativa no es sólo necesaria sino urgente, dado que el régimen actual se torna más violento e impredecible conforme pierde coherencia, agravando así la vulnerabilidad de los grupos sociales, las regiones o las naciones subordinados. El peligro real, que ocurre tanto en las relaciones intranacionales como en las internacionales, es la emergencia de lo que llamo fascismo societario. Al huir de Alemania pocos meses antes de su muerte, Walter Benjamin escribió sus Tesis sobre la teoría de la Historia, impulsado por la idea de que la sociedad europea vivía entonces un momento de peligro. Pienso que hoy vivimos también un momento así. En tiempos de Benjamin el peligro era el surgimiento del fascismo como régimen político. En nuestro tiempo, el peligro es el surgimiento del fascismo como régimen societario. A diferencia del fascismo político, el fascismo societario es pluralista, coexiste con facilidad con el estado democrático y su tiempo-espacio preferido; en vez de ser nacional, es a la vez local y global.

El fascismo societario está formado por una serie de procesos sociales mediante los cuales grandes segmentos de la población son expulsados o mantenidos irreversiblemente fuera de cualquier tipo de contrato social (Santos, 1998a). Son rechazados, excluidos y arrojados a una suerte de estado de naturaleza hobbesiana, sea porque nunca han formado parte de contrato social alguno y probablemente nunca lo hagan (me refiero a los descastados precontractuales de cualquier parte del mundo y el mejor ejemplo es tal vez la juventud de los ghettos urbanos), o porque fueron excluidos o expulsados de algún contrato social del que eran parte (éstos son los desclasados poscontractuales, los millones de obreros del posfordismo, los campesinos después del colapso de los proyectos de reforma agraria u otros proyectos de desarrollo). En tanto régimen societario, el fascismo se manifiesta como el colapso de las más triviales expectativas de la gente que vive bajo su dominio. Lo que llamamos sociedad es un manojo de expectativas estabilizadas, que van de los horarios del Metro al salario a fin de mes, o un empleo al terminar la educación superior. Las expectativas se estabilizan mediante una serie de escalas y equivalencias compartidas: a un trabajo dado le corresponde una paga dada, a un crimen particular le corresponde un castigo particular, para un riesgo hay un seguro previsto. La gente que vive en un fascismo societario está privada de estas escalas y equivalencias compartidas y, por ello, no tiene expectativas estabilizadas. Vive en un constante caos de expectativas donde los actos más triviales se empatan con las más dramáticas consecuencias. Afrontan muchos riesgos sin seguridad alguna. Gualdino Jesús, un pataxó del noreste brasileño, simboliza la naturaleza de tales riesgos. Había llegado a Brasilia a participar en la marcha de los Sin Tierra. La noche era tibia y decidió dormir en una banca, en la parada del autobús. En las primeras horas de la mañana fue asesinado por tres jóvenes de clase media; uno, hijo de un juez, otro, de un oficial del ejército. Cuando los jóvenes confesaron a la policía, dijeron que mataron al indígena por divertirse.»Ni siquiera sabían que era un indio, suponiendo que era un vagabundo sin hogar.»El hecho se menciona aquí como una parábola de lo que llamo fascismo societario. La expansión del fascismo societario es entonces un futuro factible. Existen muchos signos de que esta posibilidad es real. Si se permite que la lógica del mercado se desparrame de la economía a todos los campos de la vida social y se convierta en el único criterio para establecer interacciones sociales y políticas, la sociedad se tornará ingobernable y éticamente repugnante. El resultado será que cualquier orden que se logre será de tipo fascista, como ya lo predijeran hace décadas Schumpeter (1962 [1942]) y Polanyi (1963 [1944]). Sin embargo, es importante no perder de vista, como mi ejemplo muestra, que no es el estado el que puede tornarse fascista, sino las relaciones sociales –locales, nacionales e internacionales.

Este desfasamiento en las relaciones sociales, entre inclusión y exclusión, se ha profundizado tanto que se torna más y más espacial: los incluidos viven en áreas civilizadas, los excluidos en áreas salvajes. Se levantan barreras entre ellos (condominios cerrados, comunidades cercadas). Por ser potencialmente ingobernables, en las zonas salvajes el estado democrático se ha legitimado democráticamente para actuar de un modo fascista. Es más probable que esto ocurra mientras menos se revise el consenso que mantiene a este estado débil. Hoy queda más claro que sólo un estado democrático fuerte puede expresar eficazmente sus propias debilidades, y que sólo un estado democrático fuerte puede promover la emergencia de una fuerte sociedad civil. De otra manera, una vez cumplido el ajuste estructural, en lugar de confrontarnos con un estado débil lo haremos con mafias fuertes, como ocurre ahora en el caso de Rusia. Argumento entonces que la alternativa a la expansión de un fascismo societario es construir una nueva pauta de relaciones locales, nacionales y transnacionales, basada en el principio de la redistribución (equidad) y en el principio del reconocimiento (diferencia). En un mundo globalizado, tales relaciones deben emerger como globalizaciones contrahegemónicas. La pauta que las sustente debe ser mucho más amplia que una serie de instituciones. Dicha pauta conduce a una cultura política transnacional encarnada en nuevas formas de socialidad y subjetividad. A fin de cuentas, implica una nueva ley «natural» revolucionaria, tan revolucionaria como lo fueron las concepciones de la ley natural en el siglo xvii. Por razones que trataré de aclarar, a esta ley «natural» la denomino ley cosmopolita barroca. En los márgenes del siglo europeo-americano, arguyo, emergió otro siglo, uno en verdad nuevo y americano. Yo le llamo el siglo americano de Nuestra América. Mientras el primero entraña una globalización hegemónica, este último contiene en sí mismo el potencial para globalizaciones contrahegemónicas. Debido a que este potencial yace en el futuro, el siglo de Nuestra América bien puede ser el nombre del siglo que comienza. En la primera sección de este texto explico lo que entiendo por globalización, y en particular globalización contrahegemónica. Luego especifico con algún detalle los rasgos más sobresalientes de la idea de Nuestra América tal como fue concebida en el espejo del siglo europeo-americano. En la segunda sección analizo el ethos barroco, concebido como el arquetipo cultural de la subjetividad y la sociabilidad de Nuestra América. Mi análisis resalta aspectos del potencial emancipador de la nueva ley «natural» barroca, concebida como una ley cosmopolita, una ley que no se basa en Dios ni en la naturaleza abstracta, sino en la cultura social y política de grupos sociales cuya vida cotidiana recibe su energía de la necesidad de transformar sus estrategias de sobrevivencia en fuente de innovación, creatividad, transgresión y subversión. En las últimas secciones trato de mostrar por qué este potencial emancipador y contrahegemónico de Nuestra América está lejos de haberse materializado y cómo puede llevarse a la práctica en el siglo xxi. Finalmente, identifico cinco áreas, todas ellas profundamente incrustadas en la experiencia secular de Nuestra América, las cuales, desde mi punto de vista, serán los principales terrenos de disputa en la lucha entre las globalizaciones –hegemónica y contrahegemónica–, que conformarán el espacio para que surja una nueva cultura política transnacional, y para la ley «natural» barroca que la legitime. En cada uno de estos terrenos, el potencial emancipador de las luchas obtiene su premisa de la idea de que una política de la redistribución no puede conducirse con éxito sin una política del reconocimiento, y viceversa.

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Las globalizaciones contrahegemónicas

Antes de proceder, debo aclarar lo que quiero significar con globalización hegemónica y contrahegemónica. La mayoría de los autores conciben sólo una forma de globalización y rechazan la distinción entre globalización hegemónica y globalizaciones contrahegemónicas. 2Si la globalización se concibe como una sola, la resistencia a ella por parte de las víctimas –concediendo que sea posible que resistan– sólo puede asumir la forma de la localización. Jerry Mander, por ejemplo, habla de «la viabilidad de economías diversificadas y localizadas, de escala más pequeña, enganchadas a las fuerzas externas pero no dominadas por ellas» (1996: p. 18). Douthwaite afirma que

dado que una insustentabilidad local no puede cancelar sustentabilidades locales en otra parte, un mundo sustentable consistiría en un número de territorios, cada uno sustentable independientemente de los otros. En otras palabras, en vez de una economía global que dañara a todo el mundo hasta el colapso, un mundo sustentable podría contener una plétora de economías regionales (subnacionales) que produjeran todo lo esencial para vivir de los recursos de sus territorios, y que fueran, como tal, independientes unas de otras (1999: p. 171).

Desde este punto de vista, el viraje a lo local es obligado. Es la única manera de garantizar la sustentabilidad. Parto de la presuposición de que lo que llamamos globalización consiste en series de relaciones sociales; conforme estas series de relaciones sociales cambian, también lo hace la globalización. En sentido estricto, no existe una entidad aislada llamada globalización; hay, más bien, globalizaciones, y deberíamos usar el término únicamente en plural. Por otra parte, si las globalizaciones son paquetes de relaciones sociales, éstos tienden a implicar conflictos; de ahí la idea de los vencedores y los derrotados. Con más frecuencia de lo que parece, el discurso de la globalización es el recuento de los vencedores en su propia versión. En ésta, su victoria es aparentemente tan absoluta que los vencidos terminan desapareciendo del cuadro por completo. Y aquí mi definición de globalización: el proceso por el cual una condición o entidad local dada logra extender su alcance por todo el globo y, al hacerlo, desarrolla la capacidad de designar como local a alguna entidad o condición social rival. Las implicaciones más importantes de esta definición son, primero, que en las condiciones del sistema-mundo capitalista occidental no existe una globalización genuina. Eso que llamamos globalización es siempre la globalización exitosa de un localismo dado. En otras palabras, no existe condición global alguna para la que no podamos hallar una raíz local, un fondo cultural específico. La segunda implicación es que la globalización entraña localización, esto es, la localización es la globalización de los derrotados. De hecho, vivimos en un mundo de localización, tanto como vivimos un mundo de globalización. Sería igualmente correcto en términos analíticos que definiéramos la situación actual de nuestros tópicos de investigación en términos de localización y no de globalización. La razón por la que preferimos este último término tiene que ver con que el discurso científico hegemónico tiende a preferir el relato del mundo según lo cuentan los vencedores. Para dar cuenta de las relaciones de poder asimétricas en el interior de lo que llamamos globalización, he sugerido que distingamos cuatro modos de producirla: localismos globalizados, globalismos localizados, cosmopolitismo y herencia común de la humanidad (Santos, 1995: pp. 252-377). Según esta concepción, los primeros dos modos abarcan lo que llamo globalización hegemónica: surgen de las fuerzas del capitalismo global y se caracterizan por la naturaleza radical de la integración global que posibilitan, sea por exclusión o por inclusión. Los excluidos –países o pueblos, incluso continentes como África– están integrados a la economía global por las formas específicas en que son excluidos de ésta. Esto explica por qué hay tanto en común, más de lo que estamos dispuestos a admitir, entre los millones de personas que viven en las calles, en los ghettos urbanos, en las reservas, en los campos de la muerte de Urabá o Burundi, en los Andes o en la frontera amazónica, en los campos de refugiados, en los territorios ocupados o en los «talleres de sudor» que utilizan a millones de niños como trabajadores cautivos. Las otras dos formas de globalización –el cosmopolitismo y la herencia común de la humanidad– son lo que llamo globalizaciones contrahegemónicas. Por todo el mundo los procesos hegemónicos de exclusión encuentran diferentes formas de resistencia –iniciativas de base, organizaciones locales, movimientos populares, redes transnacionales de solidaridad, nuevas formas de internacionalismo obrero– que intentan contrarrestar la exclusión social abriendo espacios para la participación democrática y la construcción comunitaria, ofreciendo alternativas a las formas dominantes de desarrollo y conocimiento; en suma, en favor de la inclusión social. Estos vínculos locales/globales y el activismo transfronterizo constituyen un nuevo movimiento democrático transnacional. A partir de las manifestaciones en Seattle en noviembre de 1999 contra la Organización Mundial de Comercio y aquellas en Praga en septiembre de 2000 contra el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, este movimiento se está convirtiendo en un nuevo componente de la política internacional y, de manera más general, es parte de una nueva cultura política progresista. Las nuevas redes de solidaridad local-global se enfocan en una amplia variedad de asuntos: derechos humanos, medio ambiente, discriminación étnica y sexual, biodiversidad, normas laborales, sistemas de protección alternativa, derechos indígenas, etcétera (González Casanova, 1998; Keck y Sikkink, 1998; Tarrow, 1999; Evans, 2000; Brysk, 2000). Este nuevo «activismo más allá de las fronteras» constituye un paradigma emergente que, siguiendo a Ulrich Beck, podríamos denominar una subpolítica emancipadora transnacional, el Geist político de las globalizaciones contrahegemónicas. La credibilidad de tal subpolítica transnacional está aún por establecerse y su sustentabilidad continúa siendo una cuestión abierta. Si medimos su influencia y éxito a la luz de los cuatro siguientes niveles –creación de tópicos y establecimiento de un programa; cambios en la retórica de quienes deciden; cambios institucionales; impacto efectivo en políticas concretas–, existe fuerte evidencia para afirmar que ha tenido éxito en confrontar la globalización hegemónica en los dos primeros niveles de influencia.

Está por verse qué tanto éxito puede tener, y en cuánto tiempo, en los dos últimos niveles de influencia, que son más demandantes. Para los propósitos de mi argumentación, hay que resaltar dos características de la subpolítica transnacional. La primera, una positiva, es que a diferencia de los modernos paradigmas occidentales de transformación social progresista (la revolución, el socialismo, la socialdemocracia), la subpolítica transnacional está por igual involucrada con la política de la equidad (redistribución) y con la política de la diferencia (reconocimiento). Esto no significa que estas dos clases de políticas estén presentes por igual en diferentes clases de luchas, campañas o movimientos. Algunas luchas privilegian una política de la equidad. Éste es el caso de las campañas contra los «talleres de sudor» o los nuevos movimientos de internacionalismo laboral. Otras luchas, por el contrario, pueden privilegiar una política de la diferencia, como son las campañas contra el racismo y la xenofobia en Europa o algunos movimientos por derechos indígenas, aborígenes o tribales en Latinoamérica, Australia, Nueva Zelanda e India. Otras luchas más pueden explícitamente combinar la política de la equidad con la política de la diferencia. Tal es el caso de algunas campañas contra el racismo y la xenofobia en Europa, los movimientos de mujeres en todo el mundo, las campañas en contra del saqueo de la biodiversidad (o biopiratería), casi todas ellas localizadas en territorios indígenas, y la mayoría de los movimientos indígenas. La articulación entre reconocimiento y redistribución se torna aún más visible cuando contemplamos estos movimientos, iniciativas y campañas como una nueva constelación de significados emancipadores políticos y culturales en un mundo globalizado de manera dispareja. Hasta el momento, tales significados no conllevan una autorreflexión. Uno de los propósitos de este trabajo es apuntar un posible camino hacia este fin. La otra característica de la subpolítica transnacional es negativa. Hasta ahora, las teorías de la separación han prevalecido sobre las teorías que pregonan la unión entre la gran variedad de movimientos, campañas e iniciativas existentes. De hecho, lo verdaderamente global es sólo la lógica de la globalización hegemónica, que fija un equilibrio que mantiene tales movimientos separados y mutuamente ininteligibles.

Por ello, la noción de una globalización contrahegemónica tiene un fuerte componente utópico y su significado pleno puede asirse sólo mediante procedimientos indirectos. Yo distingo tres procedimientos principales: la sociología de las ausencias, la teoría de la traducción y la puesta en práctica de nuevos Manifiestos. La sociología de las ausencias es el procedimiento por el cual aquello que no existe, o cuya existencia es socialmente inasible o inexpresable, se concibe como el resultado activo de un proceso social dado. La sociología de las ausencias inventa o devela cualquier condición, experimento, iniciativa o concepción política y social suprimida con éxito por las formas hegemónicas de la globalización, o aquellas que no se ha permitido que existan ni sean pronunciables como necesidad o aspiración. En el caso específico de la globalización contrahegemónica, la sociología de las ausencias es el procedimiento mediante el cual puede rearmarse el carácter incompleto de una lucha antihegemónica o la ineficacia de la resistencia local en un mundo globalizado. Dicho carácter incompleto y tal ineficacia se derivan de los vínculos ausentes (suprimidos, inimaginados, desacreditados) que podrían conectar tales luchas con otras en algún otro lugar del mundo, lo que fortalecería su potencial para construir alternativas contrahegemónicas creíbles. A mayor precisión de esta sociología de las ausencias, mayor claridad habrá en la percepción de una ineficacia o un carácter incompleto. De todas maneras, aquello universal o global construido por la sociología de las ausencias, lejos de negar o eliminar lo particular o local, los alienta a mirar más allá como condición para una resistencia exitosa y para generar alternativas posibles. La noción de que la experiencia social está formada por inexperiencia social es nodal para la sociología de las ausencias. Ésta es tabú para las clases dominantes que promueven la globalización hegemónica capitalista y su paradigma cultural legitimador: por un lado, la modernidad eurocéntrica o lo que Scott Lash (1999) llama alta modernidad; por el otro, lo que yo llamo posmodernidad celebratoria (1999b). Las clases dominantes siempre tienden a dar por hecho que, en su experiencia particular, sufren las consecuencias de la ignorancia, la vileza o la peligrosidad de las clases dominadas. Lejos de su consideración, en verdad ausente, está su propia inexperiencia de lo que representan el sufrimiento, la muerte y el pillaje impuestos como experiencia a las clases, grupos y pueblos oprimidos. 3 Para estos últimos, sin embargo, es crucial incorporar a su experiencia la inexperiencia de los opresores en torno al sufrimiento, la humillación y explotación que les imponen. La sociología de las ausencias confiere a las luchas contrahegemónicas un cosmopolitismo, es decir, una apertura hacia los otros y un conocimiento más amplio. Éste es el tipo de saber que Retamar tiene presente cuando asegura: «Sólo hay un tipo de persona que realmente conoce a plenitud la literatura de Europa: el colonial» (1989: p. 28). Para generar tal apertura, es necesario recurrir a un segundo procedimiento: la teoría de la traducción. Una lucha particular o local dada (por ejemplo, una lucha indígena o feminista) sólo reconoce a otra (digamos, una lucha obrera o ambiental) en la medida en que ambas pierden algo de su particularismo o localismo. Esto ocurre cuando se crea una inteligibilidad mutua entre tales luchas. La inteligibilidad mutua es un prerrequisito para lo que denomino autorreflexión interna, una que combine la política de la equidad con la política de la diferencia entre movimientos, iniciativas, campañas y redes. Esta ausencia de autorreflexión es lo que permite que prevalezcan las teorías de la separación sobre las teorías de la unión.

Algunos movimientos, iniciativas y campañas se agrupan en torno al principio de la equidad; otros, en torno al principio de la diferencia. La teoría de la traducción es el procedimiento que permite una inteligibilidad mutua. A diferencia de la teoría de la acción transformadora, la teoría de la traducción mantiene intacta la autonomía de las luchas como su condición, ya que sólo lo diferente puede traducirse. Hacerse mutuamente inteligibles significa identificar lo que une y es común a las entidades que se hallan separadas por sus diferencias recíprocas. La teoría de la traducción permite identificar el terreno común que subyace a una lucha indígena, a una lucha feminista, a una lucha ecológica, etcétera, sin cancelar nada de la autonomía o la diferencia que les da sustento. Una vez identificado, lo que une y es común a diferentes luchas antihegemónicas se convierte en un principio de acción en la medida en que se identifica como la solución al carácter incompleto y a la ineficacia de las luchas que permanecen confinadas a su particularismo o localismo. Este paso ocurre al poner en práctica nuevos Manifiestos. Es decir, planes de acción detallados de alianzas que son posibles porque se basan en denominadores comunes, y que movilizan ya que arrojan una suma positiva, porque confieren ventajas específicas a todos los que participan en ellas de acuerdo con su grado de participación. Así concebidas, la subpolítica emancipadora o la globalización contrahegemónica entrañan condiciones demandantes. Es de esperar un equilibrio tenso y dinámico entre diferencia y equidad, entre identidad y solidaridad, entre autonomía y cooperación, entre reconocimiento y redistribución. El éxito de los procedimientos arriba mencionados depende, por tanto, de factores culturales, políticos y económicos. En los ochenta, «el turno de lo cultural» contribuyó decisivamente a resaltar los polos de las diferencias, la identidad, la autonomía y el reconocimiento, pero con frecuencia lo hizo en forma culturalista, es decir, minimizando los factores económicos y políticos. Así, no se consideraban los polos de la equidad, la solidaridad, la cooperación y la redistribución. En el inicio de un nuevo siglo, después de casi veinte años de una fiera globalización neoliberal, debe recobrarse el balance entre estos polos. Desde la perspectiva de una posmodernidad de oposición, es central la idea de que no puede haber reconocimiento sin redistribución (Santos, 1998a: pp. 121-39). Quizá la mejor manera de formular esta idea sea recurrir a un dispositivo modernista, la noción de un metaderecho fundamental: el derecho a tener derechos. Tenemos el derecho a ser iguales siempre que las diferencias nos disminuyan; tenemos el derecho a ser diferentes siempre que la igualdad nos reste características. He aquí un híbrido normativo: es modernista porque se basa en un universalismo abstracto, pero está formulado de tal forma que sancione una oposición posmoderna basada tanto en la redistribución como en el reconocimiento. Como lo he expresado, las nuevas constelaciones de significado que trabajan en el interior de la subpolítica emancipadora transnacional no han alcanzado aún su momento de autorreflexión. Es crucial que este momento ocurra si ha de reinventarse la cultura política de los nuevos siglo y milenio. La única forma de alentar su emergencia es excavando en las ruinas de las tradiciones marginadas, suprimidas o silenciadas sobre las que la modernidad eurocéntrica construyó su propia supremacía. Son, sin duda, «otra modernidad» (Lash, 1999). A mi entender, el siglo americano de Nuestra América es el que mejor ha formulado la idea de una emancipación social basada en el metaderecho de tener derechos y en el equilibrio dinámico entre reconocimiento y redistribución que éste presupone. También ha mostrado, dramáticamente, la dificultad de construir, sobre esa base, prácticas emancipadoras trascendentes.

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El siglo americano de Nuestra América

 

«Nuestra América» es el título de un breve ensayo de José Martí, publicado en el periódico mexicano El Partido Liberal el 30 de enero de 1891. En este artículo, excelente resumen del pensamiento martiano presente en varios periódicos latinoamericanos de su tiempo, Martí expresó una serie de ideas que creo dieron sustento al siglo americano de Nuestra América, una serie de ideas que otros –como Mariátegui y Osvaldo de Andrade, Fernando Ortiz y Darcy Ribeiro– han continuado. Las ideas principales de este programa son las siguientes. Primero, Nuestra América se halla en las antípodas de la América europea. Es la América mestiza fundada por el cruzamiento, a veces violento, de mucha sangre europea, india y africana. Es la América capaz de sondear profundamente en sus propias raíces para después edificar un conocimiento y un gobierno que no fueran importación, y que estuvieran adecuados a su realidad. Sus raíces más profundas se hallan en las luchas de los pueblos amerindios contra los invasores; es ahí donde están los verdaderos precursores de los independentistas latinoamericanos (Retamar, 1989: p. 20). Se pregunta Martí:

¿No es acaso evidente que América fue paralizada por el mismo golpe que paralizó a los indios?

Y se responde:

Hasta que los indios no caminen, América misma no comenzará a caminar bien (1963, vol. vii: pp. 336-37).

Aunque en «Nuestra América» Martí aborda principalmente el racismo antiindio, en otro pasaje se refiere también a los negros: «Un ser humano es más que blanco, más que mulato, más que negro […] Las dos clases de racistas son igualmente culpables: el racista blanco y el racista negro» (ibid., vol. ii: p. 299).

La segunda idea en torno a Nuestra América es que en sus raíces mezcladas reside su infinita complejidad, su nueva forma de universalismo que enriqueció al mundo. Dice Martí: «No existe el odio de raza porque no hay razas» (ibid., vol. vi: p. 22). En esta frase reverbera el mismo liberalismo radical que había animado a Simón Bolívar a proclamar que América Latina era «una pequeña humanidad», una «humanidad en miniatura». Esta suerte de universalismo ubicado y contextualizado habría de convertirse en una de las consignas más perdurables de Nuestra América. En 1928, el poeta brasileño Osvaldo de Andrade publicó el Manifiesto antropófago. Por antropofagia entendía la capacidad americana para devorar todo lo ajeno e incorporarlo para crear así una identidad compleja, una nueva y constantemente cambiante identidad:

Sólo aquello que no es mío me interesa. La ley de los hombres. La ley del antropófago […] Contra todos los importadores de conciencia enlatada. La palpable existencia de la vida. La mentalidad prelógica para estudio del señor Levy-Bruhl […] He preguntado a un hombre qué es la ley. Me dijo que es la garantía de ejercer la posibilidad. Su nombre era Galli Mathias. Me lo tragué. Antropofagia. La absorción del enemigo sagrado. Convertirlo en tótem. La aventura humana. La finalidad terrena. Empero, sólo las élites puras han conseguido la antropofagia carnal, aquella que guarda en sí misma el más alto sentido de la vida y que evita los males identificados por Freud, los demonios catequéticos (Andrade, 1990: pp. 47-51).

Este concepto de antropofagia, irónico en relación con la representación europea del «instinto caribe», es bastante cercano al concepto de transculturación desarrollado en Cuba por Fernando Ortiz, algunos años después, en los años cuarenta (Ortiz, 1973). Buscando un ejemplo más reciente, cito al antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, que en un arranque de humor brillante dijo:

Es bastante fácil hacer una Australia: tómese a unos cuantos franceses, ingleses, irlandeses e italianos, láncelos a una isla desierta, maten entonces a los indios y hagan una Inglaterra de segunda, maldita sea, o de tercera, qué mierda. Brasil debe percatarse que eso es una mierda, que Canadá es una mierda, porque sólo repite Europa. Esto sólo para mostrar que la nuestra es una aventura en pos de una nueva humanidad, el mestizaje en cuerpo y alma. Mestizo es lo que está bien (1996: p. 104).

La tercera idea fundadora de Nuestra América es que para poder construirla sobre fundamentos genuinos debe conferírsele conocimiento genuino. Martí de nuevo: «Valen más las trincheras de las ideas que las trincheras de piedra» (1963, vol. vi: p. 16). Pero para lograr esto, las ideas deben estar enraizadas en las aspiraciones de los pueblos oprimidos. «Así como el mestizo auténtico conquistó al exótico criollo, el libro importado fue conquistado en América por el hombre natural» (ibid.: p. 17). Por eso Martí argumenta:

La universidad europea debe rendirse ante la universidad americana. La historia de América, de los incas al presente, debe enseñarse a la perfección, aun si no enseñamos los argonautas de Grecia. Nuestra propia Grecia es preferible a una Grecia que no sea nuestra. Tenemos más necesidad de ella. Los políticos nacionales deben remplazar a los políticos extranjeros y exóticos. Injértese el mundo en nuestras repúblicas, pero el tronco debe ser aquel de nuestras repúblicas. Y dejemos en silencio al pedante conquistado: no hay patria de la cual un individuo pueda estar más orgulloso que nuestras desdichadas repúblicas americanas (ibid.: p. 18).

Este conocimiento ubicado, que demanda una atención continua a la identidad, a la conducta y al involucramiento en la vida pública, es en verdad lo que distingue a un país, no las atribuciones imperiales de niveles de civilización. Martí distingue al intelectual del hombre cuya experiencia de vida lo ha hecho sabio. Y dice:

No hay pugna entre civilización y barbarie sino entre falsa erudición y naturaleza (ibid.: p. 17).

Nuestra América conlleva así un fuerte componente epistemológico. En vez de importar ideas extranjeras, uno debe buscar las realidades específicas del continente desde una perspectiva latinoamericana. Ignorarlas o menospreciarlas ha ayudado a los tiranos a acceder al poder, y ha dado pie a la arrogancia estadounidense de cara al resto del continente. «El desprecio del vecino formidable que no la conoce es la mayor amenaza a Nuestra América, y con urgencia debe conocerla para dejar de despreciarla. Siendo ignorante, tal vez la codicie. Una vez que la conozca, deberá, respetándola, quitarle las manos de encima» (ibid.: p. 22). Por lo tanto, un conocimiento ubicado es condición para un gobierno ubicado. Como lo expresa Martí en otra parte, uno no puede:

gobernar nuevos pueblos con arreglos singulares y violentos, con leyes heredadas de cuatro siglos de prácticas liberales en Estados Unidos y diecinueve siglos de monarquía en Francia. Uno no detiene un golpe en el pecho del caballo del hombre común con alguno de los decretos de Hamilton. Uno no hace fluir la sangre coagulada de la raza india con un aforismo de Sieyes.

Y Martí añade: En una república de indios, los gobernadores aprenden el idioma (ibid.: pp. 16-17). Una cuarta idea fundadora de Nuestra América es que es la América de Calibán, no la de Próspero. La América de Próspero se halla al Norte pero habita también en el Sur entre aquellas élites intelectuales y políticas que rechazan las raíces indias y negras y miran hacia Europa y Estados Unidos como modelos a imitar en sus propios países, con persianas etnocéntricas que distinguen civilización de barbarie. En particular, Martí tiene presente una de las más tempranas formulaciones sureñas de la América de Próspero, el trabajo del argentino Domingo Sarmiento titulado Facundo. Civilización y barbarie publicado en 1845 (Sarmiento, 1966). Es en contra de este mundo de Próspero que Andrade empuja su «instinto caribe»:

Sin embargo no fueron los cruzados los que vinieron sino los evadidos de una civilización que ahora nos tragamos, porque somos fuertes y vengativos como los jabuti […] No teníamos especulación, pero teníamos adivinación. Teníamos política, que es la ciencia de la distribución. Es un sistema social-planetario […] Antes de que los portugueses descubrieran Brasil, Brasil había descubierto la felicidad (Andrade, 1990: pp. 47-51).

La quinta idea básica de Nuestra América es que su pensamiento político, lejos de ser nacionalista, es internacionalista, y está fortalecido por una actitud anticolonialista y antiimperialista, dirigida contra Europa en el pasado y ahora contra Estados Unidos. Aquellos que piensan que la globalización neoliberal, del tlcan a la Iniciativa de las Américas y la Organización Mundial de Comercio es algo nuevo, deberían leer los reportes de Martí acerca del Congreso Panamericano de 1889-1890 y de la Comisión Monetaria Internacional Americana de 1891. He aquí los comentarios de Martí sobre el Congreso Panamericano:

Nunca en América, desde la independencia, hubo asunto que demandase más sabiduría, que requiriese más vigilancia o llamado a una atención más clara y detallada, que la invitación que el poderoso Estados Unidos, pleno de productos invendibles y determinado a expandir su dominación sobre América, dirige a las naciones americanas con menos poder, vinculadas por un libre y amigable comercio con Europa, para formar una alianza contra ella y cortar sus contactos con el resto del mundo. América se las arregló para librarse de la tiranía de España; ahora, habiendo escrutado con ojos juiciosos las causas y factores antecedentes de tal invitación, es imperativo declarar, porque es cierto, que ha llegado el momento de que la América hispana declare su segunda independencia (1963, vol. vi: pp. 4-6).

Según Martí, las concepciones dominantes en Estados Unidos respecto de América Latina debían incitar a esta última a desconfiar de todos los propósitos provenientes del Norte. Enfurecido, Martí acusa:

Ellos creen en la necesidad, el derecho bárbaro, como único derecho, de que «esto es nuestro porque lo necesitamos». Ellos creen en la incomparable superioridad de «la raza anglosajona contra la raza latina». Creen en la vileza de la raza negra que ellos esclavizaron en el pasado y que ahora humillan, y en la de la raza india que exterminan. Ellos creen que los pueblos de la América hispana están constituidos sobre todo por indios y negros (ibid.: p. 160).

El hecho de que Nuestra América y la América europea estén geográficamente cerca, y la conciencia de los peligros que devienen del desequilibrio entre ambas, pronto forzaron a Nuestra América a exigir su autonomía desde un pensamiento y una práctica provenientes del Sur: «El Norte debe quedar atrás» (ibid., vol. ii: p. 368). La visión de Martí surge de sus muchos años de exilio en Nueva York, durante los cuales trabó conocimiento cercano con «las entrañas del monstruo»:

En el Norte no hay sustento ni raíz. En el Norte los problemas aumentan y no hay caridad ni patriotismo que los resuelva. Allí, los hombres no aprenden cómo amar a los demás, ni aman el suelo donde nacieron por azar. Allí se echó a andar una máquina que puede satisfacer con productos la voracidad del universo. Aquí los ricos se apilan de un lado y los desesperados del otro. El Norte se encierra y se llena de odio. El Norte debe quedar atrás (ibid.).

Sería difícil encontrar una predicción tan transparente de lo que fue el siglo europeo-americano y de la necesidad de encontrar una alternativa. Según Martí, tal alternativa reside en una Nuestra América unificada que declare su autonomía frente a Estados Unidos. En un texto fechado en 1894, escribe:

Poco se sabe de nuestra sociología y de nuestras leyes precisas, como la siguiente: mientras más lejos nos mantengamos de Estados Unidos, más libres y prósperos serán los pueblos de América (ibid., vol. vi: pp. 26-27).

Más ambigua y utópica es la alternativa de Osvaldo de Andrade:

Queremos una revolución caribeña más grande que la revolución francesa. La unificación de todas las revueltas eficaces en pro de la humanidad. Sin nosotros, Europa no tendría ni su pobre declaración de los derechos del hombre (Andrade, 1990: p. 48).

En suma, para Martí el reclamo de igualdad sustenta la lucha contra la diferencia inequitativa tanto como el reclamo de la diferencia sustenta la lucha contra la igualdad inequitativa. La única legítima canibalización de la diferencia (la antropofagia de Andrade) es aquella de los subalternos porque sólo a través de ésta Calibán reconoce su propia diferencia de cara a las diferencias inequitativas que le han sido impuestas. En otras palabras, la antropofagia de Andrade digiere de acuerdo a sus propias entrañas.

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El ethos barroco: prolegómenos para una nueva ley cosmopolita

 

Nuestra América no es un mero constructo intelectual para su discusión en los salones que dieron tanta vida a la cultura latinoamericana en las primeras décadas del siglo xx. Es un proyecto político, o más bien, una serie de proyectos políticos y un compromiso con los objetivos que conllevan. Ese compromiso arrastró a Martí al exilio y después a la muerte luchando por la independencia de Cuba. Osvaldo de Andrade lo dijo en forma de epigrama: «contra las élites vegetales. En contacto con el suelo» (ibid.: p. 49). Pero antes de convertirse en proyecto político, Nuestra América fue una forma de subjetividad y sociabilidad. Es una forma de ser y vivir permanentemente en tránsito y transitoriedad, cruzando fronteras, creando espacios fronterizos, acostumbrada al riesgo –con el cual ha vivido muchos años, mucho antes de la invención de la «sociedad del riesgo» (Beck, 1992)–, acostumbrada a perdurar con un nivel bajo de estabilidad en sus expectativas, en nombre de un optimismo visceral que nace de la potencialidad colectiva. Tal optimismo condujo a Martí a aseverar, en un periodo de pesimismo cultural vienés de fin de siècle: «Ser gobernador de una nueva nación significa ser creador» (1963, vol. vi: p. 17). La misma suerte de optimismo hizo a Andrade exclamar: «El gozo es una prueba en contrario» (1990: p. 51). La subjetividad y la sociabilidad de Nuestra América son incómodas para el pensamiento institucionalizado y legalista, pero son afines al pensamiento utopista. Por utopía entiendo aquella exploración imaginativa de nuevos modos y estilos de capacidad y voluntad humanos, y la confrontación imaginativa de la necesidad de todo lo que existe –sólo porque existe– en pos de algo radicalmente mejor, por el cual vale la pena luchar, algo que la humanidad se merece plenamente (Santos, 1995: p. 479). Este estilo de subjetividad y sociabilidad es lo que denomino, siguiendo el pensamiento de Echeverría (1994), el ethos barroco. 4 Sea que se le mire como un estilo artístico o como época histórica, el barroco es específicamente un fenómeno latino y mediterráneo, una forma excéntrica de la modernidad, del Sur al Norte, digamos. Su excentricidad deriva, en gran medida, del hecho de que haya ocurrido en países y en momentos históricos en los cuales el centro del poder era débil e intentaba esconder su debilidad dramatizando una sociabilidad conformista. La relativa ausencia de un poder central confiere al barroco un carácter abierto e inacabado que permite la autonomía y la creatividad de los márgenes y las periferias. Debido a su excentricidad y su exageración, el centro se reproduce a sí mismo como si fuera un margen. Es una imaginación centrífuga que se torna más fuerte conforme transitamos de las periferias internas del poder europeo a sus periferias externas en América Latina. Toda ella fue colonizada por centros débiles: Portugal y España. Portugal fueun centro hegemónico durante un breve periodo, entre los siglos xv y xvi, y apenas un siglo después España comenzó a declinar. Del siglo xvii en adelante, dejaron más o menos solas a las colonias, una marginación que posibilitó una creatividad cultural y social específica, a veces muy codificada, a veces caótica, a veces erudita o vernácula, a veces oficial, a veces ilegal. Tal mestizaje está tan fuertemente enraizado en las prácticas sociales de estos países que ha llegado a considerarse como el fundamento del ethos cultural típico de América Latina, manteniéndose desde el siglo xvii hasta nuestros días. Esta forma del barroco, en tanto manifestación de una instancia extrema de la debilidad del centro, constituye un campo privilegiado para el desarrollo de una imaginación centrífuga, subversiva y blasfema. Como época de la historia europea, el barroco fue un tiempo de crisis y transición: una crisis económica, social y política particularmente obvia en el caso de los poderes que apoyaron la primera fase de la expansión europea. En el caso de Portugal, la crisis provocó incluso que perdiera su independencia. Por motivos de sucesión monárquica, Portugal fue anexado a España en 1580, y no recuperó la independencia sino hasta 1640. Particularmente bajo el reinado de Felipe iv (1621-1665), la monarquía española atravesó por una severa crisis financiera que la arrastró también a una crisis política y cultural. Como apunta Maravall, ésta comenzó como una cierta conciencia de desasosiego y dificultad que «se agravó conforme el tejido social se vio seriamente afectado» (1990: p. 57). Los valores y los comportamientos eran cuestionados, la estructura de las clases sufrió algunos cambios, el bandolerismo y las conductas desviadas aumentaron, la rebelión y la sedición eran una amenaza constante.

Fue por cierto un tiempo de crisis, y un tiempo de transición hacia nuevos modos de sociabilidad que el capitalismo emergente y el nuevo paradigma científico hicieron posibles; hacia nuevos modos de dominación basados no sólo en la coerción sino también en la integración cultural e ideológica. En gran medida, la cultura barroca es un instrumento de consolidación y legitimación del poder. Sin embargo, lo que para mí sigue siendo inspirador de la cultura barroca es su veta de subversión y excentricidad, la debilidad de los centros de poder que durante ese periodo buscaba legitimarse, el espacio de creatividad e imaginación que abrió, la turbulenta sociabilidad que alimentó. La configuración de la subjetividad barroca que quiero impulsar es un collage de diversos materiales históricos y culturales, algunos de los cuales, de hecho, no podemos, técnicamente, considerar que pertenezcan al periodo barroco. La subjetividad barroca vive confortablemente en la suspensión temporal del orden y los cánones. Siendo una subjetividad de la transición, depende tanto del agotamiento como de las aspiraciones de los cánones; su temporalidad privilegiada es transitoriedad perenne. Carece de las certezas obvias de las leyes universales, de la misma manera que el estilo barroco carecía del universalismo clásico del Renacimiento. Debido a su dificultad para planear su propia repetición ad infinitum, la subjetividad barroca le apuesta a lo local, a lo particular, a lo momentáneo, a lo efímero y transitorio. Pero lo local no es vivido en modo localista, es decir, no se experimenta como ortotopia; lo local aspira, más bien, a inventar otro lugar, una heterotopia, si no ya una utopía. Dado que se deriva de un profundo sentimiento de vacío y desorientación causado por el agotamiento de los cánones dominantes, el confort proporcionado por lo local no es el confort del descanso, sino un sentido de dirección. De nuevo, podemos observar aquí un contraste con el Renacimiento, como nos lo muestra Wölfflin:

A diferencia del Renacimiento, que buscaba en todo permanencia y reposo, el barroco tuvo desde el primer momento un sentido de dirección definido (Wölfflin, 1979: p. 67).

La subjetividad barroca es contemporánea con todos los elementos que integra, y por tanto desdeña el evolucionismo modernista. Así, podríamos decir, la temporalidad barroca es la temporalidad de la interrupción. La interrupción es importante en dos sentidos, pues permite reflexividad pero también sorpresa. La reflexividad es la autorreflexión necesaria cuando se carece de mapas (sin mapas que guíen nuestros pasos debemos pisar con doble cuidado). Sin autorreflexión, en un desierto de cánones, el desierto en sí mismo se torna canónico. La sorpresa, por su parte, es en realidad suspenso; deriva de la suspensión alcanzada por la interrupción. Al suspenderse momentáneamente, la subjetividad barroca intensifica la voluntad y enciende la pasión. La «técnica barroca», argumenta Maravall, consiste en

suspender la resolución como para darle aliento, después de un momento transitorio y provisional, y así empujar, con más eficacia, auxiliados por dichas fuerzas retenidas y concentradas (Maravall, 1990: p. 445).

La interrupción provoca maravillamiento y novedad, e impide el cierre y la consumación. De aquí surge el carácter inacabado y abierto de la sociabilidad barroca. La capacidad de maravillamiento, sorpresa y novedad es la energía que facilita una lucha en pos de una aspiración que es más convincente en tanto nunca podría cumplirse a plenitud. El fin del estilo barroco, dice Wölfflin,

no es representar un estado perfecto, sino sugerir un proceso incompleto y un momento hacia la consumación. (Wölfflin, 1979: p. 67).

La subjetividad barroca mantiene una relación muy especial con las formas. La geometría de la subjetividad barroca no es euclidiana; es fractal. La suspensión de las formas resulta de los usos extremos a los que recurre: es la extremosidad de Maravall (Maravall, 1990: p. 421). Para la subjetividad barroca, las formas son el ejercicio de la libertad par excellence. La gran importancia del ejercicio de la libertad justifica que las formas sean tratadas con seriedad extrema, pese a que el extremismo pueda resultar en la destrucción de las formas mismas. La razón por la que Miguel Ángel es considerado con justicia uno de los padres del barroco se debe, según Wölfflin,

a que abordó las formas con una violencia y una seriedad terrible que sólo pueden encontrar expresión en lo informe (Wölfflin, 1979: p. 82).

Es lo que los contemporáneos de Miguel Ángel denominaron terribilità. El extremismo en el uso de las formas se fundamenta en un deseo de grandiosidad que es también el deseo de sorprender, tan bien expresado por Bernini:

Que nadie me hable de lo pequeño (Tapié, 1988, vol. ii: p. 188).

El extremismo puede ejercerse en muchas maneras distintas, para resaltar la simplicidad o aun el ascetismo, o la exuberancia y la extravagancia, como ya lo apuntó Maravall. El extremismo del barroco permite que emerjan rupturas de las continuidades aparentes y mantiene las formas en un estado inestable de bifurcación permanente, para ponerlo en términos de Prigoggine (1996). Uno de los ejemplos más elocuentes es El éxtasis místico de santa Teresa. En esta escultura, la expresión de santa Teresa está dramatizada de tal suerte que la representación más intensamente religiosa de la santa es aquella imagen profana de una mujer que disfruta de un orgasmo profundo. La representación de lo sagrado se desliza subrepticiamente hacia la representación de lo sacrílego. El extremismo de las formas por sí solo permite que la subjetividad barroca entrañe la turbulencia y la excitación necesarias para continuar con la lucha en pos de las causas emancipatorias, en un mundo donde la emancipación se ha colapsado o ha sido absorbida por la reglamentación hegemónica. Hablar de extremismo es hablar de la excavación arqueológica que se lleva a cabo en el magma de las regulaciones, recuperando de éste los fuegos emancipadores, no importa qué tan débiles. El mismo extremismo que produce formas, también las devora. Esta voracidad asume dos maneras: sfumato y mestizaje. En la pintura barroca, el sfumato es la dilución de los contornos y los colores contra los objetos, tales como nubes o montañas, mar y cielo. El sfumato permite que la subjetividad barroca cree lo cercano y lo familiar entre inteligibilidades diferentes, y hace posibles y deseables los diálogos transculturales. Sólo recurriendo al sfumato, por ejemplo, es posible dar forma a las configuraciones que combinan los derechos humanos del tipo occidental con otras concepciones de la dignidad humana existentes en otras culturas (Santos, 1999a). La coherencia de las construcciones monolíticas se desintegra, sus fragmentos flotantes permanecen abiertos a nuevas coherencias e invenciones en formas multiculturales nuevas. El sfumato es como un magneto que atrae las formas fragmentarias hacia nuevas constelaciones y direcciones, apelando a sus contornos más vulnerables, inacabados y abiertos. El sfumato es, en suma, una militancia antifortalezas. A su vez, el mestizaje es una manera de impulsar el sfumato a su culminación o extremo. Mientras que el sfumato opera mediante la desintegración de las formas y el reacomodo de los fragmentos, el mestizaje opera creando nuevos acomodos en constelaciones de significados, irreconocibles o blasfemos a la luz de sus fragmentos constitutivos. El mestizaje reside en la destrucción de la lógica que preside la formación de cada uno de sus fragmentos, y en la construcción de una nueva lógica. Este proceso de producción-destrucción tiende a reflejar las relaciones de poder existentes en las formas culturales originales (es decir, entre los grupos sociales que las apoyan) y es por ello que la subjetividad barroca favorece aquel mestizaje en el cual las relaciones de poder son remplazadas por una autoridad compartida (una autoridad mestiza). América Latina ha logrado ser un suelo particularmente fértil para el mestizaje, y la región es uno de los terrenos más importantes para construir una subjetividad barroca. 5 El sfumato y el mestizaje son los dos elementos constitutivos de lo que yo llamo, siguiendo a Fernando Ortiz, transculturación. En su famoso libro Contrapunteo cubano, publicado originalmente en 1940, Ortiz propone el concepto de transculturación para definir la síntesis de procesos de aculturación y neoculturación, en extremo intrincados, que han caracterizado siempre a la sociedad cubana. Según su pensamiento, los choques y descubrimientos culturales recíprocos, que en Europa ocurrieron lentamente a lo largo de más de cuatro milenios, en Cuba ocurrieron como saltos repentinos en menos de cuatro siglos (1973: p. 131). A las transculturaciones precolombinas entre indios paleolíticos y neolíticos les siguieron muchas otras después del «huracán» entre las diversas culturas de Europa, y entre aquéllas y las varias culturas africanas y asiáticas. Según Ortiz, lo que desde el siglo xvi distingue a Cuba es el hecho de que todas sus culturas y pueblos fueron igualmente invasores, exógenos, todos ellos desgarrados de su cuna original, perseguidos por la separación y el transplante a una nueva cultura en formación (ibid.: p. 132). Este desajuste y esta transitoriedad permanentes permitieron nuevas constelaciones culturales que no pueden reducirse a la suma de los diferentes fragmentos que contribuyeron a ellas. El carácter positivo de este constante proceso de transición entre culturas es lo que Ortiz designa como transculturación. Para reforzar este nuevo carácter positivo, prefiero hablar de sfumato y no de aculturación, de mestizaje y no de neoculturación. La transculturación designa, por tanto, la voracidad y el extremismo con los que la sociabilidad barroca procesa formas culturales. Esta misma voracidad y este mismo extremismo están muy presentes en el concepto de antropofagia propio de Osvaldo de Andrade. El extremismo con el que son vividas las formas por la subjetividad barroca enfatiza la calidad de artefacto retórico de prácticas, discursos y modos de la inteligibilidad. El artificio (artificium) es la fundación de una subjetividad suspendida entre los fragmentos. El artificio permite a la subjetividad barroca reinventarse a sí misma cuando las sociabilidades que conduce tienden a transformarse en micrortodoxias. Mediante el artificio, la subjetividad barroca es lúdica y subversiva a la vez, como bien lo ilustra la fiesta barroca. La importancia de la fiesta en la cultura barroca, tanto en Europa como en América Latina, está bien documentada. 6 La fiesta hizo de la cultura barroca la primera instancia de cultura de masas de la modernidad. Los poderes políticos y eclesiásticos usaron su carácter ostentoso y celebratorio para reafirmar su grandeza y consolidar su control sobre las masas. Sin embargo, mediante sus tres componentes básicos –la desproporción, la risa y la subversión– la fiesta barroca está investida con un potencial de emancipación. La fiesta barroca es desproporcionada: requiere de una inversión extrema que, no obstante, se consume en un momento y en un espacio extremadamente limitados. Maravall lo dice así:

Se hace uso de medios abundantes y caros, se ejerce un esfuerzo considerable, las preparaciones son amplias, se echa a andar un aparato complicado y todo para obtener efectos en extremo efímeros, tanto en la forma del placer como en la sorpresa (Maravall, 1990: p. 448).

Sin embargo, la desproporción genera una intensificación especial que, a su vez, da pie a la voluntad de moverse, a la tolerancia del caos y al gusto por la turbulencia, sin los cuales la lucha en pos de una transición paradigmática no puede ocurrir. La desproporción hace posibles el maravillamiento, la sorpresa, el artificio y la novedad. Pero sobre todo, posibilita la distancia juguetona y la risa. Dado que no es fácil codificar la risa, la modernidad capitalista le declaró la guerra al gozo, y así la risa fue considerada frívola, impropia, excéntrica, si no blasfema. Únicamente en los contextos codificados de la industria del entretenimiento pudo ser admitida la risa. Este fenómeno puede observarse también en los movimientos sociales anticapitalistas modernos (en los partidos laborales, en los sindicatos e incluso en los nuevos movimientos sociales) que han prohibido la risa y el juego, so pena de subvertir la seriedad de la resistencia. Es particularmente interesante el caso de los sindicatos, cuyas actividades tenían al principio un fuerte elemento lúdico y festivo (las fiestas obreras) que, no obstante, fue sofocado gradualmente, hasta que las actividades sindicales se hicieron demasiado serias y profundamente antieróticas. La prohibición de la risa y el juego es parte de lo que Max Weber llama la Enzäuberung del mundo moderno. La reinvención de la emancipación social, que yo sugiero puede alcanzarse sumergiéndonos en la sociabilidad barroca, apunta al reencantamiento del sentido común, que en sí mismo presupone la carnavalización de las prácticas sociales y el erotismo de la risa y el juego. Como dice Osvaldo de Andrade: «El gozo es una prueba en contrario» (1990: p. 51). La carnavalización de la práctica social emancipadora tiene una dimensión importante de autorreflexión: hace posible la descanonización y la subversión de dichas prácticas. Una práctica descanonizante que no sabe cómo descanonizarse cae fácilmente en la ortodoxia. De la misma manera, una actividad subversiva que no sabe cómo subvertirse cae fácilmente en rutina reguladora. Y ahora, finalmente, el tercer rasgo emancipador de la fiesta barroca: la subversión. Al carnavalizar las prácticas sociales, la fiesta barroca despliega un potencial subversivo que incrementa conforme la fiesta se distancia de los centros del poder, pero que está siempre ahí, aun cuando los centros del poder sean los promotores de la fiesta. Es asombroso entonces que este rasgo subversivo sea mucho más notorio en las colonias. Escribiendo en 1920 sobre el carnaval, el gran intelectual peruano Mariátegui aseveró que pese a que la burguesía se lo había apropiado, el carnaval era de hecho revolucionario porque, al ubicar al burgués en un disfraz, lo volvía una parodia inmisericorde del poder y el pasado (Mariátegui [1925-1927], 1974: p. 127). García de León describe también la dimensión subversiva de las fiestas y procesiones religiosas barrocas en el puerto mexicano de Veracruz durante el siglo xvii. Al frente marchaban los más altos dignatarios del virreinato en plena gala (los políticos, los clérigos y los militares); a la cola de la procesión venía el populacho, imitando a los señores en gesto y atuendo, provocando así la risa y el jolgorio entre los espectadores (García de León, 1993). La inversión simétrica del principio y el final de la procesión es una metáfora social de el mundo al revés, algo que era típico de la sociabilidad veracruzana de aquel entonces: las «mulatas» se vestían de reinas, los esclavos con prendas de seda, las putas pretendían ser mujeres honestas y las mujeres honestas fingían ser putas; portugueses africanizados y españoles indianizados. 7 Ese mismo mundo al revés es celebrado por Osvaldo de Andrade en su Manifiesto antropófago:

Pero nunca hemos admitido el nacimiento de la lógica entre nosotros […] sólo que donde hay misterio no hay determinismo. ¿Pero qué hacemos con esto? Nunca hemos sido catequizados. Vivimos bajo una ley sonámbula. Hicimos que Cristo naciera en Bahía. O en Belén-Pará (Andrade, 1990: p. 48).

En la fiesta, la subversión está codificada –en tanto transgrede el orden aunque conozca el lugar de éste y no lo cuestione–, pero el propio código es subvertido por los sfumatos entre fiesta y sociabilidad cotidiana. En las periferias, la transgresión es casi una necesidad. Es transgresión porque no sabe cómo ser orden, aunque sepa que ese orden existe. Es por eso que la subjetividad barroca privilegia los márgenes y las periferias como campos para reconstruir las energías emancipadoras. Todas esas características hacen de la sociabilidad generada por la subjetividad barroca una sociabilidad subcodificada: algo caótica, inspirada en una imaginación centrífuga, posicionada entre la inquietud y el vértigo, ésta es una clase de sociabilidad que celebra la revuelta y revoluciona la celebración. Tal sociabilidad no puede sino ser emocional y apasionada, rasgo que más distingue a la subjetividad barroca de la alta modernidad o primera modernidad, como la nombra Lash (1999). La alta racionalidad moderna, particularmente después de Descartes, condena las emociones y las pasiones como obstáculos al progreso del conocimiento y la verdad. La racionalidad cartesiana, apunta Toulmin, dice ser

intelectualmente perfeccionista, moralmente rigurosa y humanamente inexorable (Toulmin, 1990: p. 198).

Casi nada de la vida humana y la práctica social encajan mucho en esta concepción de la racionalidad y, sin embargo, resulta bastante atractiva para aquellos que atesoran la estabilidad y la jerarquía de leyes universales. Hirschman, por su parte, ha mostrado con claridad las afinidades electivas entre esta forma de racionalidad y el capitalismo emergente. Conforme los intereses de la gente y los grupos comenzaron a centrarse en torno a las ventajas económicas, los intereses que antes fueron considerados pasiones se tornaron lo opuesto a las pasiones e incluso los domesticadores de la pasión. De ahí en adelante, dice Hirschman,

al buscar sus intereses, se asumió o se esperó que los hombres fueran expeditos, metódicos y testarudos, en total contraste con la conducta estereotipada de los hombres que eran presa o caían cegados por la pasión (Hirschman, 1977: p. 54).

El objetivo era, por supuesto, crear una personalidad humana «unidimensional». Y Hirschman concluye: «En resumen, el capitalismo debía lograr, exactamente, lo que pronto se denunció como su rasgo más atroz» (ibid.: p. 132). Las recetas capitalistas y cartesianas son bastante inútiles para reconstruir una personalidad humana que tenga la capacidad y el deseo de emanciparse socialmente. A principios del siglo xxi, el sentido de las luchas emancipadoras no puede deducirse de un conocimiento demostrativo ni de una estimación de intereses. Así, la indagación emprendida en este ámbito por la subjetividad barroca debe concentrarse en las tradiciones suprimidas o excéntricas de la modernidad, en las representaciones que han ocurrido en las periferias físicas o simbólicas donde eran más débiles las representaciones hegemónicas –los vía crucis de la modernidad–, o en las representaciones de la modernidad más tempranas y caóticas que ocurrieron antes del cierre cartesiano. Por ejemplo, la subjetividad barroca busca inspiración en Montaigne y en la inteligibilidad erótica y concreta de su vida. En su ensayo «Sobre la experiencia», después de decir que odia los remedios que son peores que la enfermedad, Montaigne escribe:

Ser víctima de un cólico y someterse uno mismo a la abstinencia del placer de comer ostras son dos males, no uno. La enfermedad nos acuchilla por un lado, la dieta por el otro. Y existiendo el riesgo de error, es mejor asumir, de preferencia, el propósito del placer. El mundo hace lo opuesto y considera que nada es útil si no es doloroso; lo fácil levanta sospechas (Montaigne, 1958: p. 370).

Cassirer (1960; 1963) y Toulmin (1990) han demostrado que el Renacimiento y el Iluminismo, respectivamente, crearon una subjetividad congruente con los nuevos retos intelectuales, sociales, políticos y culturales. El ethos barroco es la base de una forma de subjetividad y sociabilidad capaz e interesada en confrontar las formas hegemónicas de globalización, abriéndole espacios a las posibilidades contrahegemónicas. Tales posibilidades no están plenamente desarrolladas y no pueden, en sí mismas, prometer una nueva era. Pero son lo suficientemente consistentes como para brindarle piso a la idea de que entramos a un periodo de transición paradigmática, un interregno, y como tal una era ansiosa de seguir el impulso del mestizaje, del sfumato, la hibridación y todos los otros rasgos que he atribuido al ethos barroco y por lo tanto a Nuestra América. La credibilidad creciente alcanzada por las formas de subjetividad y sociabilidad alimentadas por dicho ethos se traducirá gradualmente a nuevas normatividades intersticiales. Tanto Martí como Andrade toman en cuenta un nuevo tipo de ley y una nueva clase de derechos. Para ellos, el derecho a ser iguales implica el derecho a ser diferentes, y viceversa. La metáfora de la antropofagia en Andrade es un llamado a una compleja interlegalidad. Está formulada desde la perspectiva de la diferencia subalterna, el único «otro» reconocido por la alta modernidad eurocéntrica. Los fragmentos normativos intersticiales que colectamos en Nuestra América serán las semillas de una nueva ley «natural», una ley cosmopolita, una ley desde abajo que hallaremos en las calles, donde la sobrevivencia y la transgresión creativa se fundan en tendencia cotidiana. A continuación abordaré esta nueva normatividad, en la cual la redistribución y el reconocimiento estén juntos en la elaboración de nuevos planes emancipadores a los que denomino nuevos Manifiestos. Pero antes quiero detenerme un momento en las dificultades enfrentadas por el proyecto de Nuestra América a lo largo del siglo xx. Esto ayudará a iluminar las tareas emancipadoras que falta emprender.

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La contrahegemonía en el siglo xx

El siglo americano de Nuestra América fue uno cargado de posibilidades contrahegemónicas, muchas de las cuales venían de una tradición que arranca del siglo xix después de la independencia de Haití en 1804. Entre ellas, podemos contar la revolución mexicana de 1910; el movimiento indígena encabezado por Quintín Lamé en Colombia en 1914; el movimiento sandinista en Nicaragua en los años veinte y treinta, y su triunfo en los ochenta; la democratización radical en Guatemala en 1944; el surgimiento del peronismo en 1946; el triunfo de la revolución cubana en 1959; la llegada al poder de Allende en 1970; el movimiento Sin Tierra en Brasil desde los ochenta, y el movimiento zapatista desde 1994. La avasalladora mayoría de estas experiencias emancipadoras ha apuntado contra el siglo europeo-americano o, por lo menos, tenía como acicate las ideas hegemónicas y las ambiciones políticas de este último. Es un hecho que la globalización hegemónica neoliberal estadounidense, que hoy se esparce por todo el globo, tuvo su campo de entrenamiento en Nuestra América desde principios del siglo. Al no permitírsele a Nuestra América ser el Nuevo Mundo con el mismo enraizamiento que la América europea, se vio forzada a ser el Mundo más Nuevo de la América europea. Este envenenado privilegio hizo de Nuestra América un campo fértil para todo tipo de experiencias emancipadoras, cosmopolitas, contrahegemónicas, tan exhilarantes como dolorosas, tan radiantes como sus promesas y tan frustrantes como sus logros. ¿Qué falló y por qué en el siglo americano de Nuestra América? Sería tonto proponer un inventario a las puertas de un futuro abierto como el nuestro. No obstante, arriesgo algunos pensamientos que, en realidad, más pretenden dar cuenta del futuro que del pasado. En primer lugar, vivir en las «entrañas del monstruo» no es tarea fácil. Permite un profundo entendimiento de la bestia, como lo demuestra Martí; pero, por otra parte, hace muy difícil salir con vida, incluso haciendo caso de la advertencia de Martí: «El Norte debe quedar atrás» (Martí, 1963, vol. ii: p. 368). Desde mi punto de vista, Nuestra América ha estado viviendo en las entrañas del monstruo dos veces: porque comparte con la América europea el continente que esta última considera su espacio vital y su zona de influencia privilegiada, y porque como dice Martí, «Nuestra América es la América que trabaja» (ibid., vol. vi: p. 23). Por tanto, en sus relaciones con la América europea comparte todas las tensiones y penas que plagan las relaciones entre trabajadores y capitalistas. En este último sentido, Nuestra América no ha fracasado más, ni menos, que los trabajadores del mundo en su lucha contra el capital.

Un segundo pensamiento es que Nuestra América no ha tenido que luchar únicamente contra las visitas imperiales de su vecino del Norte. Este último tomó el control y se instaló en el Sur, no sólo socializando con los nativos sino asumiendo la forma de élites locales que mantienen alianzas transnacionales con los intereses estadounidenses. El Próspero sureño estaba presente en el proyecto cultural de Sarmiento, en los intereses de la burguesía agraria e industrial, especialmente después de la segunda guerra mundial, en las dictaduras militares de los sesenta y setenta, en la lucha en contra de la amenaza comunista y en los drásticos ajustes estructurales neoliberales. En este sentido, Nuestra América ha tenido que vivir atrapada y dependiente de la América europea, tal como Calibán frente a Próspero. Es por eso que la violencia latinoamericana ha tomado con más frecuencia la forma de una guerra civil que aquélla de una Bahía de Cochinos.

El tercer pensamiento se refiere a la ausencia de una hegemonía en el campo contrahegemónico. Aunque el concepto de hegemonía es un instrumento crucial en la dominación de clases en las sociedades complejas, es un concepto igualmente crucial en las luchas contra dicha dominación. De entre los grupos dominados y oprimidos, alguno debía ser capaz de convertir sus particulares intereses de liberación en interés común de todos los oprimidos, tornándose así hegemónico. Gramsci, recordemos, estaba convencido de que los trabajadores constituían ese grupo. Sabemos que las cosas no ocurrieron así en el mundo capitalista, menos hoy que en los tiempos de Gramsci, y mucho menos en Nuestra América que en Europa o en la América europea. Los movimientos y luchas indígenas, de campesinos, obreros, pequeño burgueses o negros ocurrieron siempre aislados, con antagonismos entre unos y otros, sin una teoría de la traducción y sin poner en práctica los nuevos Manifiestos que ya hemos referido. Una de las debilidades de Nuestra América, bastante obvia en el trabajo de Martí, fue sobrestimar la comunidad de intereses y la posibilidad de unificación en torno a éstos. Más que unirse, Nuestra América sufrió un proceso de balcanización. Ante esta fragmentación, la unión de la América europea resultó muy eficaz; se unió en torno a la idea de una identidad nacional y un destino manifiesto: una tierra prometida a los llegados de fuera, destinada a cumplir con sus promesas a toda costa. Mi pensamiento final se refiere al proyecto cultural de Nuestra América en sí mismo. A diferencia de lo que deseaba Martí, la universidad europea o estadounidense nunca abrió paso a la universidad americana. Ello lo atestigua el

patético bovarismo de escritores y académicos […] que conduce a algunos latinoamericanos […] a imaginarse como metropolitanos exiliados. Para ellos, un trabajo producido en su órbita inmediata […] merece únicamente cuando ha recibido la aprobación de la metrópolis, aprobación que les da ojos para mirarlo (Retamar, 1989: p. 82).

Pese a la afirmación de Ortiz, la transculturación nunca fue total, y de hecho fue minada por las diferencias de poder entre los diferentes componentes que contribuían a ésta. Por mucho tiempo, y quizá ocurra hoy más en un momento de transculturación, desterritorializada a modo de hibridación, las cuestiones en torno a la inequidad del poder permanecen sin respuesta: ¿quién hibrida a quién y qué? ¿Con qué resultados? ¿Quién se beneficia? En el proceso de transculturación, ¿qué no fue más allá de la aculturación o del sfumato y por qué? Si en verdad la mayoría de las culturas eran invasoras, no es menos cierto que algunas invadieron como amas y otras como esclavas. Sesenta años más tarde, no es arriesgado pensar que fue exagerado el optimismo antropófago de Osvaldo de Andrade cuando dijo:

No vino cruzado alguno sino los evadidos de una civilización que ahora nos tragamos, porque somos fuertes y vengativos como los jabuti (Andrade, 1990: p. 50).

El siglo europeo-americano terminó triunfante, protagonizando la última encarnación del sistema-mundo capitalista: la globalización hegemónica. Por el contrario, el siglo americano de Nuestra América terminó con pena. América Latina ha importado muchos de los males que Martí viera en las entrañas del monstruo. La enorme creatividad emancipadora que atestiguan los movimientos de Zapata y Sandino, los movimientos indígenas y campesinos, Allende en 1970 y Fidel en 1959, los movimientos sociales, el movimiento de sindicatos de abc, los presupuestos participativos en muchas ciudades brasileñas y el actual movimiento zapatista terminaron en fracaso o encaran un futuro incierto. Esta incertidumbre creceal vislumbrarse que la polarización extrema en la distribución de la riqueza del mundo requerirá un sistema de represión mundial aún más despótico que el existente, si ha de continuar como en las últimas décadas. Con asombrosa previsión, en 1979 Darcy Ribeiro escribió:

Los medios de represión requeridos para mantener este sistema amenazan con imponerle a los pueblos regímenes despóticos y rígidos sin paralelo en la historia de la iniquidad (1979: p. 40).

No es sorpresa que el clima político y social de América Latina haya sido invadido en las últimas décadas por una ola de razonamiento cínico y pesimismo cultural, irreconocible desde el punto de vista de Nuestra América.

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Posibilidades contrahegemónicas para el siglo XXI

A la luz de lo anterior, debemos cuestionar si en verdad Nuestra América tiene las condiciones para continuar simbolizando la voluntad utopista de emancipación y globalización contrahegemónica, que se basa en la mutua relación de equidad y diferencia. Mi respuesta es positiva pero depende de la condición siguiente: Nuestra América debe desterritorializarse y convertirse en la metáfora de la lucha que emprenden las víctimas de la globalización hegemónica por todas partes, sea el Norte, el Sur, Oriente u Occidente. Si revisamos las ideas fundadoras de Nuestra América, observamos que en las últimas décadas se han creado las condiciones para que estas ideas florezcan en otras partes del mundo. Examinemos algunas de ellas. Primero, el incremento exponencial de interacciones transfronterizas –de emigrantes, estudiantes, refugiados, ejecutivos y turistas– está propiciando nuevas formas de mestizaje, antropofagia y transculturación por todo el mundo. Este mundo se vuelve cada vez más un mundo de invasores escindidos de un origen que nunca tuvieron, o de uno en el cual su experiencia era estar invadidos. Al distanciarnos del primer siglo de Nuestra América, con su posmodernismo celebratorio, debemos prestar más atención al poder que ejerce cada uno de los participantes en el proceso de mestizaje. Las iniquidades subyacentes nos muestran que ocurrieron perversiones en la política de la diferencia (el reconocimiento se tornó una forma de desconocimiento) y en la política de la equidad (la redistribución acabó por convertirse en una forma de paliativo a los pobres como el que promueven el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional).

Segundo, el feo resurgimiento del racismo en el Norte parece preparar una agresiva defensa contra la construcción imparable de múltiples pequeñas humanidades como las invocadas por Bolívar, donde las razas se cruzan e interpenetran en los márgenes de la represión y la discriminación. Así como el cubano, en voz de Martí, podía proclamar que era más que negro, mulato o blanco, así el sudafricano, el mozambiqueño, el neoyorquino, el parisino, el londinense pueden proclamar que son más que negro, blanco, mulato, hindi, kurdo, árabe, etcétera.

Tercero, la demanda de producir o mantener un conocimiento ubicado o contextualizado es hoy un reclamo global en contra de la ignorancia y el silenciamiento producidos por la ciencia moderna tal como la utiliza la globalización hegemónica. Este aspecto epistemológico obtuvo enorme relevancia en tiempos recientes con los nuevos desarrollos de la biotecnología y la ingeniería genética, y la consecuente lucha por defender la biodiversidad de la piratería. En este ámbito, América Latina, uno de los mayores depositarios de biodiversidad, continúa siendo el hogar de Nuestra América, pero otros países están en esta posición en África y Asia.

Cuarto, conforme se profundiza la globalización hegemónica, las «entrañas del monstruo» quedan más cerca de otros pueblos en otros continentes. Este efecto de cercanía lo produce hoy el capitalismo de la información y la comunicación, así como la sociedad de consumo. En ellos se multiplican los amarres del razonamiento cínico y el impulso poscolonial. No asoma en el horizonte internacionalismo contrahegemónico alguno, pero algunos internacionalismos caóticos y fragmentarios se han vuelto parte de lo cotidiano. En una palabra, la nueva Nuestra América cuenta hoy con las condiciones para globalizarse y proponer, a la vieja y localizada Nuestra América, nuevas alianzas emancipadoras. La naturaleza contrahegemónica de Nuestra América yace en su potencial para desarrollar una cultura política transnacional progresista. Dicha cultura política se concentrará en: 1) identificar los múltiples vínculos locales/globales entre luchas, movimientos e iniciativas; 2) promover choques entre tendencias y presiones de globalización hegemónica, por un lado, y las coaliciones transnacionales que resisten contra ellas, abriendo así la posibilidad de que ocurran globalizaciones contrahegemónicas; 3) promover autorreflexión interna y externa para que las formas de redistribución y reconocimiento establecidas entre los movimientos reflejen las formas de redistribución y reconocimiento que la subpolítica emancipadora transnacional quiere ver instrumentadas en el mundo.

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Hacia nuevos Manifiestos

 

En 1998, el Manifiesto comunista celebró su 150 aniversario. El Manifiesto es uno de los textos clave de la modernidad occidental. En pocas páginas y con claridad insuperable, Marx y Engels lograron una visión global de la sociedad de su propio tiempo, una teoría general del desarrollo histórico y un programa político de corto y largo plazo. El Manifiesto es un documento eurocéntrico que transmite una fe inquebrantable en el progreso, aclama a la burguesía como la clase revolucionaria que lo hizo posible y en la misma línea profetiza la derrota de la burguesía ante el proletariado como clase emergente capaz de dar continuidad al progreso más allá de los límites burgueses. Algunos de los asuntos, análisis y propuestas incluidos en el Manifiesto son todavía actuales. ¿Quién no reconocería en el siguiente pasaje una descripción precisa de lo que hoy designamos como globalización hegemónica?

A través de su explotación en el mercado mundial, la burguesía le ha conferido un carácter cosmopolita a la producción y al consumo en todos los países. Para gran mortificación de los reaccionarios, le ha movido a la industria el piso nacional en el que se hallaba. Todas las industrias nacionales establecidas de antaño han sido destruidas o están siendo destruidas y son desplazadas por industrias nuevas, cuya introducción es un asunto de vida o muerte para las naciones civilizadas; son industrias que ya no ocupan materia prima de la localidad sino materia prima de las más remotas zonas; industrias cuyos productos se consumen, ya no sólo en casa, sino en cualquier rincón del globo. En lugar de las viejas necesidades, satisfechas por la producción del país, hallamos nuevas necesidades, que requieren ser satisfechas con productos que vienen de tierras y climas lejanos. En vez del viejo encierro o la autosuficiencia local o nacional, tenemos intercambios en toda dirección, una interdependencia universal de las naciones (Marx, 1973: p. 71).

Sin embargo, las profecías de Marx nunca se cumplieron. El capitalismo no sucumbió a manos de los enemigos que creó él mismo, y la alternativa comunista fracasó rotundamente. El capitalismo se globalizó mucho más eficazmente que el movimiento proletario, y los logros de este último, sobre todo en los países más desarrollados, consistieron en humanizar al capitalismo, más que derrotarlo. No obstante, los males sociales denunciados por el Manifiesto son hoy día tan graves como entonces. El progreso alcanzado desde entonces ha ido de la mano con guerras que han asesinado y continúan matando a millones de personas; la brecha entre ricos y pobres nunca fue tan ancha como ahora. Si encaramos dicha realidad, es necesario crear las condiciones para que emerjan no uno sino muchos nuevos Manifiestos con potencial para movilizar a todas las fuerzas progresistas del mundo. Por fuerzas progresistas entiéndase todas aquellas irreconciliables con la difusión del fascismo societario –al cual no se le juzga inevitable– y que como tales continúan luchando en pos de alternativas. La complejidad del mundo contemporáneo y la visibilidad creciente de la vasta diversidad e iniquidad hacen imposible la traducción de principios de acción en un manifiesto único. Por tanto, tengo en mente varios manifiestos, cada uno de los cuales abre posibles senderos hacia una sociedad alternativa que enfrente al fascismo societario. Es más, a diferencia del Manifiesto comunista, los nuevos manifiestos no serán el logro de científicos particulares que observen el mundo desde una perspectiva privilegiada y única. En cambio, serán mucho más multiculturales, estarán en deuda con diferentes paradigmas de conocimiento y emergerán, en virtud de la traducción, como redes y mestizaje, en «conversaciones de humanidad» (como dijera John Dewey), involucrando a científicos sociales y activistas comprometidos en luchas sociales por todo el mundo. Los nuevos Manifiestos deberán enfocarse sobre aquellos tópicos y alternativas que conlleven más potencial para construir globalizaciones contrahegemónicas en las próximas décadas. Desde mi punto de vista, son cinco las áreas más importantes en este respecto. De acuerdo con cada una de ellas, Nuestra América proporciona un vasto campo de experiencia histórica, emergiendo así como espacio privilegiado desde el cual confrontar los retos planteados por la cultura política transnacional emergente.

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Democracia participativa

 

Junto con el modelo hegemónico de democracia (aquella representativa y liberal), siempre han coexistido otros modelos subalternos, no importa qué tan marginados o desacreditados estén. Vivimos en tiempos paradójicos: en el mismo momento en que la democracia liberal obtiene sus triunfos más convincentes por todo el planeta, se torna menos creíble y convincente, no sólo en los países de «nueva frontera» sino en aquellos donde tiene sus más profundas raíces. Las crisis gemelas de la representación y la participación son los síntomas más visibles de dicho déficit de credibilidad y, en última instancia, de legitimidad. Por otra parte, las comunidades locales, regionales y nacionales en diferentes partes del mundo emprenden experimentos e iniciativas democráticas basados en modelos alternativos de democracia, en los que las tensiones entre democracia y capitalismo, entre redistribución y reconocimiento, se avivan y se convierten en la energía positiva que respalda pactos sociales más justos y abarcadores, no importa qué tan circunscritos sean por el momento. 8En algunos países de África, América Latina y Asia se están revisando las formas tradicionales de autoridad y autogobierno, y se explora la posibilidad de que se transformen internamente y se articulen con otras formas de gobierno democrático.

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Sistemas alternativos de producción

Una economía de mercado es un curso posible y, dentro de ciertos límites, incluso deseable. Por el contrario, una sociedad de mercado es imposible y, si lo fuera, sería moralmente repugnante, ingobernable incluso: nada menos que fascismo societario. Una posible respuesta a éste son los sistemas alternativos de producción. Las discusiones en torno a la globalización contrahegemónica tienden a enfocarse sobre iniciativas sociales, políticas y culturales, y rara vez se centran en las campañas económicas, es decir, en las iniciativas locales/globales que implican una producción y una distribución no capitalistas de bienes y servicios, sea en escenarios rurales o urbanos: las cooperativas, las mutualidades, los sistemas de crédito, el cultivo de la tierra invadida por campesinos sin tierra, los sistemas acuáticos sustentables y las comunidades pesqueras, la forestería ecológica, etcétera. En estas iniciativas, los vínculos locales/globales son más difíciles de establecer, sobre todo porque confrontan más directamente –no sólo a nivel de la producción sino también a nivel de la distribución– la lógica del capitalismo global que está detrás de la globalización hegemónica. Otra faceta importante de los sistemas alternativos de producción es que nunca son exclusivamente económicos en su naturaleza. Movilizan recursos culturales y sociales en tal forma que impiden la reducción del valor social a un precio de mercado.

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Justicias y ciudadanías multiculturales emancipadoras

 

La crisis de la modernidad occidental ha demostrado que el fracaso de los proyectos progresistas –aquellos que tienen que ver con el mejoramiento de las expectativas y las condiciones de vida de los grupos subordinados dentro y fuera del mundo occidental– se debe en parte a una falta de legitimidad cultural. Esto priva incluso en los movimientos por los derechos humanos, dado que la universalidad de los derechos humanos no puede darse por sentada (Santos, 1999a). La idea de la dignidad humana puede formularse en diferentes «lenguajes». En vez de suprimir dichas diferencias en nombre de los universalismos postulados, deben traducirse para hacerlas mutuamente inteligibles mediante lo que denomino hermenéutica diatópica. Entiendo esta última como la interpretación de preocupaciones isomórficas de diferentes culturas, algo que pueden llevar a cabo antagonistas capaces y deseosos de argumentar con un pie en una y otra culturas (Santos, 1995: pp. 340-42). Dado que la construcción de las naciones modernas se consiguió las más de las veces vapuleando la identidad cultural y nacional de las minorías (y en ocasiones la de las mayorías), el reconocimiento de un multiculturalismo y una multinacionalidad entraña la aspiración a la autodeterminación, es decir, la tendencia hacia reconocimientos equitativos y equidades diferenciadas. El caso de los pueblos indígenas es la cima de este punto. Pese a que toda cultura es relativa, el relativismo es incorrecto como punto de partida filosófico. Es importante entonces desarrollar criterios (¿transculturales?) para distinguir las formas emancipadoras de multiculturalismo y autodeterminación, de las regresivas. La aspiración de multiculturalismo y autodeterminación asume con frecuencia la forma de una lucha por la justicia y la ciudadanía. Implica el reclamo de formas alternativas de justicia y derecho, de nuevos regímenes de ciudadanía. La pluralidad de órdenes legales, que se han hecho visibles con la crisis del estado-nación, conlleva, explícita o implícitamente, la idea de ciudadanías múltiples que convivan en el mismo campo geopolítico y, por tanto, la idea de la existencia de ciudadanos de primera, segunda o tercera clases. No obstante, los órdenes legales no estatales pueden serel embrión de esferas públicas no estatales y la base institucional de la autodeterminación, como es el caso de la justicia entre los indígenas: formas de justicia popular, local, informal, comunitaria, que son parte del conjunto de luchas e iniciativas que se aplican a las tres áreas ya mencionadas. A modo de ejemplo, citemos aquellas formas de justicia popular o comunitaria, que son un componente central de las iniciativas de democracia participativa; la justicia indígena como componente integral de la autodeterminación y la conservación de la biodiversidad. El concepto de «ciudadanía multicultural» (Kymlicka, 1995) es el lugar privilegiado sobre el cual puede asentarse la relación mutua entre redistribución y reconocimiento que he intentado impulsar en este texto.

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Biodiversidad, saberes rivales y derechos de propiedad intelectual

Debido al avance de las ciencias de la vida, la biotecnología y la microelectrónica en las últimas décadas, la biodiversidad se ha convertido en el más precioso y buscado «recurso natural». Para las firmas farmacéuticas y de biotecnología, la biodiversidad crece como corazón del más espectacular y rentable desarrollo de nuevos productos en los años venideros. En su mayor parte, la biodiversidad ocurre principalmente en el llamado tercer mundo, y es predominante en los territorios históricamente poseídos u ocupados de antaño por los pueblos indígenas. Conforme los países desarrollados tecnológicamente intentan extender a la biodiversidad los derechos de propiedad intelectual y las leyes de patente, algunos países periféricos, algunos grupos de pueblos indígenas y las redes transnacionales de apoyo a su causa intentan garantizar la conservación y la reproducción de la diversidad buscando se otorgue un estatus de protección especial a los territorios, formas de vida y saberes tradicionales de las comunidades indígenas y campesinas. Cada día es más evidente que las nuevas desavenencias entre el Norte y el Sur se centrarán en la cuestión del acceso a la biodiversidad a escala global. Aunque todas las áreas mencionadas ponen de manifiesto una cuestión epistemológica, ya que reclaman la validez de saberes descartados por el conocimiento científico hegemónico, la biodiversidad es probablemente el punto donde el choque entre saberes rivales será más evidente y eventualmente más desigual y violento. En esto, la equidad y la diferencia construyen bloques a partir de nuevos reclamos epistemológicos mestizos.

Nuevo internacionalismo laboral

Es bien sabido que el internacionalismo laboral fue una de las predicciones menos cumplidas del Manifiesto comunista. El capital se globalizó a sí mismo, el movimiento obrero no lo ha logrado. El movimiento obrero se organizó a nivel local y, cuando menos en los países centrales, se hizo cada vez más dependiente del estado benefactor. Es cierto que en nuestro siglo los lazos y las organizaciones internacionales mantuvieron viva la idea del internacionalismo laboral, pero fueron presa de la guerra fría y su suerte fue la de ésta. En el periodo de la posguerra fría y como respuesta a los más agresivos asaltos de la globalización hegemónica, han emergido nuevas aunque precarias formas de internacionalismo laboral: el debate sobre las normas laborales, los intercambios, los acuerdos e, incluso, la congregación institucional entre sindicatos obreros de distintos países que integran el mismo bloque económico regional (TLCAN, la Unión Europea, el Mercosur), la articulación de las luchas, reclamos y demandas de los diferentes sindicatos que representan a los trabajadores que laboran para la misma corporación multinacional en diversos países, etcétera. El nuevo internacionalismo laboral confronta la lógica del capitalismo global en su terreno más privilegiado –la economía– aún más frontalmente que los sistemas alternativos de producción. Su éxito depende de los lazos «extraeconómicos» que sea capaz de construir con las luchas agrupadas en torno a las cinco áreas. Tales lazos serán cruciales para transformar la política de la equidad, que dominó al viejo internacionalismo laboral, en una nueva mezcla política y cultural de equidad y diferencia. Ninguna de estas áreas o iniciativas temáticas, tomadas por separado, logrará impulsar la subpolítica emancipadora transnacional o la globalización contrahegemónica. Para tener éxito, sus preocupaciones emancipadoras deben traducirse y convertirse en redes, expandirse hacia movimientos híbridos socialmente, pero políticamente aterrizados. A principios de siglo, lo que está en juego en términos políticos es la reinvención del estado y de la sociedad civil en tal forma que el fascismo societario se desvanezca como futuro factible. Esto se tendrá que lograr mediante la proliferación de esferas públicas locales/globales donde los estados-naciones sean socios importantes, pero ya no los dispensadores exclusivos de legitimidad o hegemonía.

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Conclusión: ¿de qué lado estás, Ariel?

A partir de un análisis de Nuestra América como punto de vista subalterno del continente americano a lo largo del siglo xx, he identificado su potencial contrahegemónico y he indicado algunas de las razones que le impidieron alcanzar sus fines. Al revisar la trayectoria histórica de Nuestra América y su conciencia cultural, el ethos barroco, he reconstruido las formas de sociabilidad y subjetividad que podrían ser capaces de afrontar los retos impuestos por las globalizaciones contrahegemónicas. La expansión simbólica que fue posible gracias a la interpretación simbólica de Nuestra América permitió ubicar a esta última como un programa para la nueva política transnacional necesaria en los nuevos siglo y milenio. Los reclamos normativos de esta cultura política echan sus raíces en las experiencias de la gente por la que habla Nuestra América. Tales reclamos, embrionarios e intersticiales si se quiere, apuntan hacia un nuevo tipo de «ley natural»: una ley cosmopolita, ubicada, contextualizada, poscolonial, multicultural y de base. El hecho de que las cinco áreas seleccionadas como campo de pruebas y ámbitos de acción de esta nueva cultura política tengan raíces profundas en América Latina justifica la difusión de la idea de Nuestra América, propuesta en este texto, desde un punto de vista histórico y político. Sin embargo, para no repetir las frustraciones del último siglo, esta expansión simbólica debe ir un paso más allá, para incluir al tropo más negado de la mitología de Nuestra América: Ariel, el espíritu del aire en La tempestad, de Shakespeare. Como Calibán, Ariel es el esclavo de Próspero. Sin embargo, además de no ser deforme como Calibán, recibe mucho mejor trato por parte de Próspero, quien le promete la libertad si lo sirve fielmente. Hemos visto que Nuestra América se ha visto a sí misma casi siempre como Calibán, manteniendo una constante y desigual lucha contra su amo. Así es como la ven Andrade, Aimé Césaire, Edward Brathwaite, George Lamming, Retamar y muchos otros (Retamar, 1989: p. 13). Ésta es la visión dominante, pero no es la única. Por ejemplo, en 1898 el escritor franco-argentino Paul Groussac habló de la necesidad de defender la vieja civilización europea y latinoamericana en contra del «yanqui calibanesco» (ibid.: p. 10). Por otra parte, la ambigua figura de Ariel ha inspirado varias interpretaciones. En 1900, el escritor José Enrique Rodó publicó su propio Ariel, donde identifica a América Latina con Ariel, mientras Estados Unidos queda caracterizado implícitamente como Calibán. En 1935, el argentino Aníbal Ponce ve en Ariel al intelectual, atado a Próspero de manera menos brutal que Calibán, pero no obstante a su servicio, más de acuerdo con el modo en que el humanismo renacentista concebía a los intelectuales: una mezcla de esclavo y mercenario, indiferente a la acción y conformista al encarar el orden establecido (ibid.: p. 12). Éste es el intelectual Ariel, reinventado por Aimé Césaire en su obra de fines de los sesenta: Une tempête: Adaptation de La tempête de Shakespeare pour un théâtre nègre. Convertido en mulato, Ariel es el intelectual que está en crisis permanentemente. Dicho esto, sugiero que es el momento de darle una nueva identificación simbólica a Ariel y valorar qué tanto uso puede tener en la exaltación del ideal emancipador de Nuestra América. Concluiré, por tanto, presentando a Ariel como un ángel barroco que sufre tres transfiguraciones. La primera es su transfiguración en Ariel, el mulato de Césaire. En contra del racismo y la xenofobia, Ariel representa la transculturación y el multiculturalismo, mestizaje en cuerpo y alma, como diría Darcy Ribeiro. En este mestizaje se inscribe la posibilidad de una tolerancia interracial y un diálogo intercultural. El mulato Ariel es la metáfora de una posible síntesis entre reconocimiento y equidad. La segunda transfiguración es el intelectual de Gramsci, que ejerce la autorreflexión para conocer de qué lado está y en qué puede servir. Este Ariel está sin duda del lado de Calibán, del lado de los pueblos y grupos oprimidos del mundo, y mantiene una vigilancia epistemológica constante y política de sí mismo para no hacerse inútil o contraproducente. Este Ariel es un intelectual entrenado en la universidad de Martí. La tercera y última transfiguración es más compleja. Como mulato y como intelectual orgánico, Ariel es una figura de intermediación. Pese a las más recientes transformaciones de la economía mundial, pienso que hay países (o regiones y sectores) de desarrollo medio que cumplen una función de intermediación entre el centro y la periferia del sistema-mundo. Son especialmente importantes países como Brasil, México e India. Los dos primeros no reconocieron su carácter pluriétnico y multicultural sino hasta finales del siglo xx. Dicho reconocimiento llegó al final de un doloroso proceso histórico donde la supresión de la diferencia –y no la apertura de un espacio de igualdad republicana– condujo a formas muy abyectas de iniquidad (en Brasil, por ejemplo, esto ocurrió con la «democracia racial»; en México con el «asimilacionismo» y la visión del mestizo como «raza cósmica»). Como el Ariel de la obra de Shakespeare, en vez de unirse entre ellos y con muchas otras naciones calibanes, estos países de intermediación utilizan su peso económico y poblacional para tratar de obtener un trato privilegiado por parte de Próspero. Actúan solos esperando maximizar sus posibilidades para ellos mismos. Como lo he argumentado en este texto, el potencial de sus poblaciones, que les permitiría comprometerse con una subpolítica emancipadora transnacional y con las globalizaciones contrahegemónicas, depende de su capacidad para transfigurarse en un Ariel que sea inequívocamente solidario con Calibán. En esta transfiguración simbólica reside la tarea política más importante de las siguientes décadas. De ellos depende la posibilidad de un segundo siglo de Nuestra América que tenga más logros que el primero. Traducción de Ramón Vera Herrera.

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  • Toulmin, Stephen, Cosmopolis: The Hidden Agenda of Modernity, Free University Press, Nueva York, 1990.
  • Wölfflin, Heinrich, Renaissance and Baroque, Cornell University Press, Itaca, 1979.

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NOTAS

  1. Puede ahondarse más en las relaciones entre el papa y los señores feudales en torno a las Cruzadas consultando a Gibbon, 1928.
  2. Muchas perspectivas diferentes convergen en esto: ver Robertson, 1992; Escobar, 1995; Castells, 1996; Mander y Goldsmith, 1996; Hopkins y Wallerstein, 1996; Ritzer, 1996.
  3. Una brillante excepción es el ensayo de Montaigne sobre «Los caníbales» (1580 [1958]), escrito al inicio de la modernidad eurocéntrica.
  4. El ethos barroco que propongo aquí es muy diferente de la «melancolía barroca» de Lash (1999: p. 330). Nuestras diferencias se deben en parte a los distintos focos de lo barroco sobre los que basamos nuestro análisis; Europa en el caso de Lash, América Latina en mi caso.
  5. Ver, entre otros, Pastor, et al. (1993) y Alberro (1992). En referencia al barroco brasileño, Coutinho (1990: p. 16) habla de un complejo «mestiçajem barroco«. Véase también el concepto del «Atlántico negro» (Gilroy, 1993) como manera de expresar el mestizaje que caracteriza la experiencia cultural negra, una experiencia que no es específicamente africana, americana, caribeña o británica sino todas ellas al mismo tiempo. En el mundo de habla portuguesa, el Manifiesto antropófago de Osvaldo de Andrade es el ejemplo más contundente de mestiçajem.
  6. Véase García de León para el caso de México (1993) y Ávila (1994) para el caso de Minas Gerais en Brasil. La relación entre la fiesta, particularmente la barroca, y el pensamiento utopista permanece aún inexplorada. Véase Desroche (1975) para acercarse a la relación entre el fouriérisme y la société festive.
  7. Ávila concuerda, enfatizando la mezcla de motivos religiosos y del páramo: «Entre las hordas de negros que tocaban gaitas, tambores, pífanos y trompetas, podía estar, por ejemplo, un excelente intérprete alemán ‘que rompía el silencio del aire con el profundo sonido del clarinete’, mientras los creyentes cargaban, devotos, banderas e imágenes religiosas» (1994: p. 56).
  8. He estudiado los presupuestos participativos en la ciudad de Porto Alegre (Santos, 1998).

Ariadna Tucma Revista Latinoamericana. Vol. 1 a 4. 2006-2009

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