Una embajada historiográfica con vocación americanista. Los historiadores argentinos en el «II Congreso Internacional de Historia de América»

Martha Rodríguez*

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Arriba: Buenos Aires 1937. Archivo General de la Nación

Introducción

Durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX se conjugaron una serie de procesos que moldearon las características de la historiografía argentina en las décadas subsiguientes: la consolidación del Estado Nacional, la construcción de una identidad de carácter nacional y la profesionalización de la historia como disciplina. El Estado Nacional, que debió interpelar a los diversos grupos sociales que lo conformaban en calidad de ciudadanos, operó de diferentes maneras para construir una identidad nacional homogénea que legitimara su propia existencia e involucrara a  los individuos en un colectivo mayor. Los historiadores cumplieron un rol central tanto en la “invención de tradiciones” identitarias  como en su difusión a la sociedad. El formato historiográfico privilegiado para esta tarea fue la historia nacional, una versión integral del pasado que brindara a los argentinos el gran relato en el cual reconocerse. El vehículo elegido para su difusión fue el sistema educativo, y en particular, la historia escolar.

Estas demandas estatales, el apoyo material para llevarlas adelante y el prestigio consecuente que su ejecución otorgaba, dieron impulso al proceso de profesionalización de la disciplina histórica. Esto implicó simultáneamente la creación de una base institucional, de unos controles académicos de la producción, de un canon heurístico, y finalmente, un cursus honurum de legitimación profesional inter pares.[1] 

Derecha: Leopold von Ranke

Los miembros de este campo profesional, a pesar de divergencias personales e institucionales, coincidían en una serie de premisas sobre la forma y características en que debía desarrollarse la actividad. En primer lugar, algunas de carácter teórico-metodológico: La historia era una ciencia de carácter ideográfico e inductivo, cuyo objeto eran hechos, procesos y personajes únicos e irrepetibles, por lo tanto la posibilidad de conocerlos no era a partir de categorías universales sino a través de sus contextos  particulares. Practicada según un canon metodológico riguroso (aprendido de los maestros europeos, Ranke, Altamira, Xenopol, Langlois y Seignobos, Berheim), que comprendía una serie de operaciones heurísticas y hermenéuticas, esta ciencia podía producir un relato objetivo – y por lo tanto verdadero – sobre el pasado. En segundo lugar,  existía un extendido consenso sobre la necesidad de elaborar una historia del pasado nacional cuyo punto de partida era la última etapa del período colonial y especialmente los sucesos de 1810, entendidos como el momento fundacional de la nacionalidad. En tercer lugar, el valor del soporte institucional, visible en el impulso otorgado a la tríada que formará el basamento institucional de origen para el campo historiográfico en formación: La sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (y más tarde el Instituto de Investigaciones Históricas), la Junta de Historia y Numismática Americana (posteriormente convertida en Academia Nacional de la Historia) y la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata.

Finalmente, existía también un acuerdo entre los historiadores (aunque unos lo practicaran más que otros) sobre las virtudes pedagógicas de la historia y la necesidad de “…Realizar la educación moral de la juventud con la enseñanza de la historia...[2] acercando al sistema educativo las investigaciones sobre historia argentina que se llevaban a cabo en los claustros académicos.