Las dictaduras del Caribe

Varios dictadores pretendieron perpetuarse en el poder a través de sus hijos, a los que incluso otorgaron cargos, grados militares y condecoraciones siendo todavía niños. Entre esos casos pueden mencionarse los de Ramfis Trujillo en República Dominicana, Jean Claude Duvalier en Haití y los Somoza en Nicaragua, donde incluso una tercera generación ya estaba lista para el relevo, lo que explica la ferocidad de El Chigüin, Tachito Somoza Portocarrero, en la lucha contra la revolución sandinista que haría esfumarse sus planes de sucesión. Los proyectos dinásticos acariciados por Juan Vicente Gómez con su hijo José Vicente en Venezuela fracasaron estrepitosamente y obligaron al dictador a alejarlo del país. En cambio, las dictaduras de Somoza y Duvalier fueron las únicas que lograron continuar por un tiempo con sus descendientes, aunque sólo está última se autoproclamó vitalicia.

La violenta represión contra los opositores –del que fueron víctimas todos los sectores y clases sociales sin exclusión, hasta la propia burguesía-, el clima de terror, las torturas y asesinatos no fue exclusivo de los Somoza, pues se convirtieron en característica común a todas las satrapías caribeñas, algunas de las cuales cometieron crímenes fuera de sus fronteras, donde muchos opositores debieron exiliarse. El asesinato del líder revolucionario cubano Julio Antonio Mella en México por esbirros de Machado o el del líder obrero dominicano Mauricio Báez en La Habana, por órdenes expresas de Trujillo, dan fe de ello.

La mayoría de estos regímenes despóticos provocaron una gran emigración de sus ciudadanos, huyendo de los desmanes y persecuciones. En el exterior, muchos exiliados vertebraron grupos opositores, de distinto signo político y filosofías, que llegaron a enviar expediciones armadas para intentar desalojar a las crueles y arbitrarias tiranías asentadas en sus naciones de origen.  Incluso se llegó a organizar en los años cuarenta una especie de internacional democrática, la famosa Legión del Caribe, responsable de promover la lucha contra varios dictadores y muy en especial para derribar a Trujillo.

Los sátrapas caribeños fueron, sin excepción, depredadores de las arcas públicas y no tuvieron escrúpulos de ningún tipo para enriquecerse a costa del Estado y del sector privado que le hiciera sombra, aunque siempre tuvieron el tino de no tocar al todopoderoso capital extranjero, fundamentalmente norteamericano, con el cual algunos trataron de asociarse cuando existió esa posibilidad. Todos se valieron del control del aparato estatal para favorecer sus negocios personales y familiares, extendidos sobre las principales áreas económicas de sus respectivos países, utilizando para ello los instrumentos de poder y los recursos públicos.

De esta forma, los regímenes autocráticos terminaron por crear poderosos patrimonios familiares –quizás solo a Machado en Cuba le falto tiempo para lograrlo- que lesionaban los intereses y áreas de influencia de otros sectores burgueses nacionales. Este poder económico, fuera de toda regulación, fue un factor adicional que ayudó y compulsó las largas permanencias en el poder de estos regímenes autoritarios, a veces más allá de la desaparición del dictador fundador de la dinastía, como ocurrió con Somoza en Nicaragua, asesinado en 1956, y Duvalier en Haití, muerto por causas naturales en 1971.

En este sentido, Somoza y Trujillo fueron probablemente los que más lejos llegaron en su control monopólico de áreas y ramas completas de la economía nacional, extendido, en ambos casos, a más de la mitad de las empresas y esferas productivas en sus países. Aunque Batista trató de imitarlos, sobre todo durante su segunda dictadura, las condiciones cubanas eran muy diferentes, existía una burguesía mucho más poderosa y el tiempo de que dispuso fue demasiado breve, poco más de seis años.

Otro elemento común a muchos de estos dictadores fueron sus intentos de aparentar respeto por las normas constitucionales, tolerar la supervivencia de los partidos tradicionales –este no fue el caso de Trujillo ni de Gómez- y el uso de ficciones legales para justificar su permanencia en el poder. Por esta razón, todos –con la excepción de Machado y los Duvalier-  en determinados momentos entregaron formalmente la primera magistratura a alguno de sus testaferros y acólitos, aunque siguieron supervisando tras bambalinas la gestión gubernamental. En muchas ocasiones manteniendo la jefatura de las fuerzas armadas  –fuente casi absoluta de su poder-, como le gustaba hacer a Juan Vicente Gómez desde Maracay y a Batista desde el campamento de Columbia en Marianao.  Con razón Bosch, que padeció en carne propia a varios de estos regímenes tiránicos, escribió en los años cincuenta que

[…] las tiranías actuales –y recordamos que estamos refiriéndonos a las del Caribe- descansen sobre todo en sus ejércitos. Los cuatro regímenes despóticos que está sufriendo esa región se asemejan en el hecho de que en todos ellos el ejército es un partido que ha conquistado el poder gracias al predominio de las armas. El fusil ha suplantado al voto, la bala a la idea, y el resultado lógico ha sido el reino del terror en la República Dominicana y en Nicaragua, en Venezuela [se refiera a la de Marcos Pérez Jiménez, extendida de 1952 a 1958 (SGV)] y en Cuba.[5]

Las maniobras de dejar en la primera magistratura a un presidente títere, sin embargo, no dejaron de tener sus riesgos, de lo que fueron exponentes los casos de Leonardo Argüello en Nicaragua y Miguel Mariano Gómez en Cuba, quienes una vez en posesión de la presidencia en sus países pretendieron gobernar por su cuenta. En ambos casos, Somoza García y Batista reaccionaron con prontitud y energía. Valiéndose del control que ambos preservaron sobre el ejército, obligaron a sus respectivos legislativos a destituir a los dos ariscos mandatarios: el de Nicaragua sólo pudo estar en el poder tres semanas y el de Cuba unos pocos meses. Trujillo y Gómez, en cambio, no tuvieron estos problemas con las marionetas que pusieron en sus ejecutivos y los Duvalier nunca lo intentaron siquiera, como tampoco lo hizo Machado.

Una regularidad de todas las tiranías caribeñas fue su capacidad para adaptarse a los vaivenes de la política norteamericana. Eso explica las “aperturas democráticas” impulsadas por Somoza, Trujillo y Batista en la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, para borrar de paso el mal recuerdo de sus previos devaneos facistoides y sus coqueteos con el falangismo español.