Las dictaduras del Caribe

A pesar de estar emparentadas por una serie de rasgos comunes, de desenvolverse en escenarios históricos parecidos, así como por su casi completa subordinación al capital estadounidense, los dictadores de Caribe se diferenciaron entre sí por muchos elementos que les dieron sus propias singularidades y matices.

Al margen de ciertas diferencias formales, variantes de estilos, así como el propio perfil moral y sicológico de cada tirano, las dictaduras de Gómez en Venezuela, Machado y Batista en Cuba y Trujillo en República Dominica, junto a las dinastías de los Somoza en Nicaragua y los Duvalier en Haití, tuvieron en común la absoluta dependencia de Estados Unidos y su extracción militar, con la excepción de los dos dictadores haitianos. También están relacionadas por el uso indiscriminado del terror y la represión más despiadada contra sus enemigos, el ejercicio del poder autocrático, su carácter patrimonial y la prolongada duración.

En Cuba, Gerardo Machado gobernó en forma ininterrumpida por poco más de ocho años, mientras Fulgencio Batista, que lo hizo en dos etapas separadas entre sí, fue el hombre fuerte por poco más de tres lustros; Juan Vicente Gómez estuvo 27 años al mando de Venezuela, los Duvalier, padre e hijo, tres décadas seguidas en Haití, casi el mismo tiempo que duró la era de Trujillo en República Dominicana. El récord fue sin duda del clan Somoza, que mantuvo a sangre y fuego el control de Nicaragua durante 42 años.

Las seis tiranías brotaron en sociedades capitalistas atrasadas, dependientes e inestables, donde era muy extendida la miseria en que se hallaba sumida la inmensa mayoría de la población, casi toda rural. Por otra parte, salvo en Cuba, la burguesía y las capas medias no tenían un gran desarrollo y estaban constreñidas por el atraso secular y la presencia avasallante del capital extranjero, fundamentalmente norteamericano. Tampoco existía una clase obrera significativa, siendo otra vez el caso cubano la excepción que confirma la regla.

Para entender el papel jugado por estas dictaduras caribeñas, y el relativo apoyo interno que algunas de ellas consiguieron en determinados momentos, hay que partir de la situación de crisis social y económica prevaleciente en muchos de esos países, caldo de cultivo de  regímenes de fuerza. El atraso y la ignorancia fue un factor que facilitó a los dictadores erguirse sobre las diferencias sociales y raciales para la búsqueda de cierta base entre los sectores marginados, más pobres y despolitizados.

Trujillo, por ejemplo, en los primeros momentos de su dictadura, impulsó cierta política paternalista con el campesinado humilde, de la misma forma que lo intentó Batista, en su condición de jefe del ejército cubano a fines de los años treinta, con sus escuelas rurales cívico militares, el Plan Trienal y la ley de coordinación azucarera. Lo mismo puede decirse de Francois Duvalier, quien explotó en su provecho las creencias ancestrales de la población más atrasada y discriminada

Casi todos los dictadores propiciaron el apoyo de figuras destacadas de la intelectualidad, a las que entregaron prebendas y privilegios de diversa índole. A su vez, algunos escritores, historiadores, sociólogos y politólogos creyeron ver en los regímenes fuertes –“cesarismo democrático” le llamó el venezolano Laureano Vallenilla Lanz-  una solución a los endémicos males de sus países, marcados por lo que consideraban, imbuidos por la filosofía positivista entonces en boga, una fatalidad étnica, que los había hundido en la pobreza, el atraso, la inestabilidad y la anarquía política.

Para algunas personalidades de la intelectualidad caribeña de ese periodo, entre los que pueden citarse a los venezolanos, César Zúmeta, José Gil Fortuol y el ya mencionado Vallenilla Lanz, al dominicano Max Henríquez Ureña, al nicaragüense José Coronel Urtecho y a los cubanos Ramiro Guerra y Alberto Lamar Schweyer, por sólo mencionar algunos nombres representativos, la preocupación por las sombrías perspectivas de sus pueblos ante el atraso secular –unido en algunos casos a su propio beneficio personal-, los llevó a dar su apoyo a gobiernos fuertes y estables –del que muchos fueron ministros y embajadores-, en aras de preservar el orden y evitar la anarquía, aun cuando fuera a costa de restringir la democracia y los derechos ciudadanos.

Solo así puede explicarse el respaldo brindado por Vallenilla Lanz a Juan Vicente Gómez o Ramiro Guerra a Gerardo Machado, pues se basaban en la consideración que estas dictaduras representaban un paso adelante en el desarrollo de sus pueblos y la única alternativa posible para estabilizar sus países, impedir la absorción total por el poderoso vecino del Norte y el acercamiento a los patrones de desarrollo y civilización de los países industriales europeos y los propios Estados Unidos. Algo de esto hay, por ejemplo, en la percepción que tuvo Max Henríquez Ureña del régimen de Trujillo, ponderado en varios de sus textos y al cual sirvió en puestos diplomáticos, encandilado por la eliminación del protectorado financiero de Estados Unidos (1940), la emisión de una moneda nacional (1947) y otros espejismos tempranos de su administración en materia educacional y agraria.