Las dictaduras del Caribe

Por tanto, la receta aplicada por Estados Unidos a los países de la América Central y el Caribe para situarlos dentro de su órbita de influencia fue poner primero sus territorios bajo el control directo de la infantería de marina de Estados Unidos. Después se les impusieron constituciones, leyes y tratados comerciales que facilitaran la ulterior penetración de los capitales y las manufacturas norteamericanos, en perjuicio de los intereses nacionales y europeos, siguiendo la pauta de lo que había estado detrás de la intervención en Cuba (1898) y la adopción de la Enmienda Platt (1901), fórmulas que con tanto éxito se habían vuelto a aplicar en Panamá (1903-1904).

De esta forma, los países “independientes” del Caribe hispano y Haití, terminaron atrapados en las redes del capital foráneo, fundamentalmente norteamericano, que los convirtió en verdaderos prolongaciones o enclaves de su economía. Los monopolios de Estados Unidos se fueron apoderando de la producción, el transporte y la comercialización de los principales rubros de estos débiles y atrasados países, liquidando cualquier posibilidad de desarrollo propio y restringiendo al máximo sus soberanía; esto es, las famosas “repúblicas bananeras” de las que se burlara el escritor humorista norteamericano O. Henry, por lo general coronadas con un dictador como una especie de monarca tropical.

Para el gobierno de Estados Unidos, la existencia de dictaduras, respaldadas por un ejército organizado, entrenado y equipado por sus marines, se convirtió en la mejor garantía a sus intereses y en instrumento privilegiado para sostener su dominación en la región. Eso explica que ninguno de estos tiranos hubiera podido consolidarse en el poder sin la bendición norteamericana.

No por casualidad, casi todos los países caribeños que fueron dominados por dictaduras habían sido víctimas de intervenciones militares, ocupación de territorios y despojos por parte de Estados Unidos, lo que fue el caldo de cultivo de estos regímenes tiránicos. Al menos dos de los clásicos sátrapas caribeños de principios del siglo XX fueron fruto directo de la intervención militar norteamericana, que resguardó sus intereses, tras la retirada de los marines, mediante un nuevo cuerpo armado moldeado por Estados Unidos y encabezados por figuras tenebrosas y sin escrúpulos como Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana y Anastasio Somoza en Nicaragua.

La tesis de la “no intervención” fue enunciada en 1928 por el presidente electo estadounidense Herbert C. Hoover, quien declaró en Buenos Aires en ocasión de su recorrido por América Latina: “En el futuro, el gobierno norteamericano nunca intervendrá en los asuntos internos de otros países y respetará su soberanía”.[3] Aunque el propio Hoover inició esa política, la misma fue consagrada por su sucesor en la primera magistratura de Estados Unidos Franklyn D. Roosevelt durante su mandato de 1933 a 1945, como bien asevera el desaparecido historiador cubano Tabares del Real:

En Cuba y en otros estados de América Latina –como Nicaragua y República Dominicana-, el militarismo fue engendrado, parteado y respaldado por el gobierno de Franklyn Delano Roosevelt, cuya política del “buen vecino” sustituyó la intervención militar directa yanqui por el empleo de tiranos militares locales que ofrecerían la principal protección a los intereses de las empresas norteamericanas frente a las justas demandas de las masas.[4]

Por ello, el dictador caribeño devino en una especie de administrador local del capital norteamericano –aunque en algunos casos hicieron gala de cierta autonomía y de alguna resistencia a las decisiones imperiales que atentaban contra sus propios intereses-, el cual contribuía a despejar el camino hacia una modernización restringida de las relaciones socioeconómicas, acorde a los necesidades de los monopolios estadounidenses. Para afianzar ese papel, favorecieron los planes de introducir los adelantos técnicos de la época y movilizar los recursos productivos en aras de la expansión primario exportadora, promoviendo la inmigración de fuerza de trabajo barata y haciendo concesiones impositivas, legales, y otras, que estimularan la inversión extranjera.

Pero todo ello, sin permitir una democratización real de las relaciones sociales y políticas y de eliminar realmente, y no sólo en lo nominal, las prácticas precapitalistas, que el bajo nivel existente de las fuerzas productivas convertía en mecanismo insustituible de la acumulación originaria. Así, en las primeras décadas del siglo XX, el Caribe fue dominado por una generación de dictadores, algunos de los cuales sirvieron de fuente de inspiración a Miguel Ángel Asturias para su extraordinaria novela El señor presidente (1946), obra pionera de la narrativa latinoamericana dedicada al tema de las dictaduras caribeñas, a la que seguirán muchas otras, entre ellas El recurso del método (1974) del cubano Alejo Carpentier, El otoño del patriarca (1975) del colombiano Gabriel García Márquez y La fiesta del Chivo (2000) del peruano Mario Vargas Llosa.